Tengo 21 años y soy casi virgen. Sentado en la oscuridad maloliente de la sala de cine, apenas iluminada por el resplandor de la pantalla, donde proyectan alguna mala película de tetas y destape.
Un tío se me queda mirando desde el pasillo lateral. Le miro. Es un treintañero de traje y corbata, estatura mediana, bigote a la moda, parece un dependiente de El Corte Inglés. Probablemente lo es. Se sienta a mi lado.
Sigue el protocolo habitual de apareamiento: Su pie roza mi pie, su muslo roza mi muslo. No me aparto y procede a un avance rápido, se ve que tiene prisa: Su zapato oprime mi zapatilla deportiva, su mano toma mi mano y la lleva directamente a su entrepierna. Está empalmado y, bajo la bragueta de su pantalón de tergal, se adivina un rabo gordo y contundente. Cosa que confirmo cuando se baja la cremallera y se desabrocha el pantalón y el cinto. Huele a macho de clase obrera, la corbata no engaña a nadie.
Yo me pongo cómodo también y comienzo a acariciar la zona cuidadosamente, normalmente esto acabará en una masturbación mutua, un intercambio de kleenex y un “si te he visto, no me acuerdo”.
Pero parece que este hombre tiene otras intenciones: Mientras yo me afano en masturbar su verga rebosante de precum, él alarga el brazo por detrás de mi espalda y empieza a acariciarme la nuca. Tontamente, interpreto que quiere darme un morreo y acerco mi cara a la suya pero, cuando estoy a punto de alcanzar sus labios con los míos, me aparta de un empujón y me susurra al oído, lleno de desprecio:
“¡Quita, maricón...!! Tu a chupar, como una buena puta, si no quieres que te hostie!!”
Al tiempo que me agarra con fuerza la nuca y me obliga a bajar la cabeza hacia su sexo. Estupefacto y sin saber reaccionar, obedezco dócilmente. No es la primera vez que chupo una polla, soy un buen aprendiz de mamón. Pero si es la primera vez que me obligan a hacerlo después de insultarme y amenazarme. Y es la primera vez que un tío se corre en mi boca sin avisar, sujetando luego mi cabeza hasta hacerme tragar toda la lechada, abundante y cremosa.
Luego me libera, sin ningún comentario se coloca bien la ropa y se pira sin despedirse.
Me quedo un rato sentado, entre la excitación y el vómito. No esperaba esa tarde encontrar al amor de mi vida, pero tampoco una recreación cutre de las ilustraciones de Tom de Finlandia.
Me lo volví a encontrar, volví a obedecerle un par de veces más. Y me enteré por otros parroquianos del Carretas que no trabajaba en el Corte Inglés… Era de la policía secreta y curraba en la muy franquista Dirección General de Seguridad.
En el Carretas (1979)
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