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La llamada de la naturaleza

Escrito por: Terr

Cuando eres adolescente crees que eres único en el mundo, bien en tu suerte, bien en tu desgracia. Cuando entras en la adultez, quieres ser uno más, acogerte en la masa de modelos prefabricados. Desde siempre, yo solo quise ser yo.

Retrocedamos. No siempre es fácil aceptarse uno mismo. Como bisexual pasé por mi proceso. Como dominante tardé un poco más.

Esta es la historia de la relación que me llevó al BDSM.

Tengo carácter. Contrariamente a lo que la gente piensa, no se trata de ser borde o maleducado; ningún hombre que se precie estaría orgulloso de eso. Más bien para mí es tener claro lo que uno quiere y recurrir a los medios necesarios para conseguirlo. Conseguir cosas siempre ha sido mi especialidad.

Este camino de autodescubrimiento comienza siendo chaval y como todos, entendiendo la vida como un concurso social. De forma muy intuitiva me di cuenta de que no me motivaban las mismas cosas que al resto. Necesitaba más.

Mi momento de inflexión lo tuve en la universidad. Dejemos de lado la formación académica. Descubrí que el vicio era real y no solo una de esas cosas que se ven en videos de internet y de lo que supuestamente tenemos que avergonzarnos. Allí descubrí a Manuel. Era gay y a pesar de su timidez, hablaba abiertamente de su sexualidad con otros compañeros. Había un ambiente de liberación que yo no había sentido antes. Los tíos hetero son más bien pacatos con estos temas.

Manuel me dio mi primera mamada satisfactoria, de esas en las que piensas "¿No me jodas que esto era así?". El género femenino no sale bien parado cuando se enfrenta a un verdadero comepollas y la mayoría de los gays lo son. De la primera vez, en la calle, de noche y de prisa corriendo, pasamos a encuentros regulares y furtivos. Dos veces por semana usaba su boca para descargar. Nunca pasamos a más ni hablamos de sentimientos. Era un acuerdo justo: yo quería aliviarme, el tragar mi leche.

Con el tiempo me di cuenta de que él se había enamorado de mí, pero me resultaba conveniente que la relación no fuera a más. Él no me gustaba para eso, pero plantó la semilla que germinaría en el futuro. Mi camino no era convencional. Mi camino era con hombres como Manuel, complacientes, que se dejasen usar sin pedir nada a cambio.

Dando un salto adelante y obviando varias relaciones, llegamos a mi experiencia con Miguel. Él fue la primera persona con la que ejercí de dominante, aunque él no era exactamente sumiso.

Metámonos en faena. Tenía veintipico y había sobrevivido a varios desamores. Había experimentado un poco de todo, tanto de líos nocturnos como de encuentros de apps. Ya había decidido de que a pesar de ser bisexual me interesaban fundamentalmente los hombres, que encontraba más viciosos. Y en una de esas apps le encontré a él.

Sobre el papel me encantaba. De cuerpo oso, peludo, grande. Una persona tranquila con intereses parecidos a los míos. Y en el sexo, complaciente. Quedamos para tomar una cerveza y acabamos en su casa. Fue la primera persona con suspensorio que me folle. Cuando llegó el momento no me lo pensé: me quité el condón, le puse de rodillas y me corrí en su cara. Él no se corrió ni falta que hizo.

Pronto me di cuenta de que había encontrado a una persona con la que encajaba en muchos aspectos e ingenuamente de mí, pensaba que también en el sexual. No me malinterpretéis, al principio pensé que menudo chollo tenía, pero es que desconocía la profundidad de mi sed.

Pareja convencional de las de toda la vida. Viajes, rutinas, comidas familiares, expectativas de futuro, sentimientos... lo teníamos todo. Y en el terreno sexual, tiranía. Nunca lo hablamos mucho. Yo tenía más apetito que él y dimos por hecho que su trabajo era satisfacerme. Toma y daca, cada uno ganaba algo: yo, en la práctica, dos agujeros siempre disponibles; él, hacerme feliz.

Como Miguel no tenía mucha libido, se esforzaba por complacerme. Con su bocaera capaz de hacerme la mamada perfecta. Ritmo, fricción, mucha lubricación. Mamadas explosivas que resucitarían a un muerto. Le entrené para que su boca me exprimiera en diferentes situaciones. Cuando quería correrme antes de dormir, por ejemplo, no tenía ni que moverme. Él lo hacía todo con la cadencia que me gustaba, me corría en su boca y se tragaba todo para dejarla bien limpia. Cuando quería follarle la boca, se ponía en el suelo y relajaba la mandíbula como a mí me gustaba. En cualquier caso, siempre lo tragaba todo al final y casi nunca se corría él.

Ya os he dicho que ya había hecho mis pinitos en esto, pero nunca había tenido un conejillo de indias para probar mis perversiones. Fui subiendo el ritmo poco a poco. Empecé dándole azotes con la polla por la boca, cara y lengua. Me gustaba escuchar el ruido de mi polla dura golpeándole. Pasé a los escupitajos y a embarrarle la cara mientras le follaba. Se dejaba hacer de todo y eso me ponía muy bestia porque yo cuando puedo, me aprovecho.

En un día normal, me hacía un par de mamadas, me lo follaba, siempre a pelo, me comía el culo, me olía los huevos, me limpiaba las axilas y se tragaba mi leche hasta la última gota. Vivía en el paraíso.

Pero, porque siempre hay un pero, no compartía mis fetiches. No le gustaban las humillaciones, a pesar de que nuestra relación sexual se basaba en eso. Mis pies, mi mayor fetiche, le dejaban frío. Los besaba, lamía y masajeaba, pero sin disfrutar. Del dolor ni hablar, ni del sexo en grupo, ni de la lluvia, ni de tantos otros morbos... Habría acabado haciendo muchas de esas cosas, pero yo necesitaba una respuesta más activa de su parte.

Ahora entendéis por qué os digo que no era un sumiso. Su motor era su amor por mí y su miedo por perderme. Si bien era complaciente, no se acercaba a mi ideal de sumisión. Yo quería una persona que disfrutara estando a mis pies, sabiendo la suerte de compartir una relación con desigualdad, siendo feliz como mi mascota, mi cerdo, mi esclavo.

Así que empecé a plantear dejarlo. Debía de estar loco porque estaba a punto de renunciar a una relación en la que yo lo elegía todo (me obsesiona el control) y en la que recibía trato de rey. Como no quería dejarlo sin estar seguro, decidí que era buena idea probar con un sumiso de verdad y ver la diferencia. Sin remordimientos por ponerle los cuernos, hablé con muchos tíos, la mayoría más viciosos que sumisos, hasta que encontré al maduro que quería que le pisase los huevos.

La llamada de la naturaleza

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