Sábado 4 de octubre. 6 horas.
Taruk despertó con las primeras luces del alba, un momento de quietud que interrumpió con un beso suave en la frente de su compañero de cama, un gesto cargado de ternura que contrastaba con la jornada exigente que tenía por delante. Se levantó con movimientos precisos, acostumbrado a un ritmo disciplinado, y se dirigió al baño privado de su casita, un privilegio que no pasaba por alto. Allí, dejó que el agua fría de la ducha recorriera su cuerpo, despejándolo completamente y preparándolo para el día. Se detuvo frente al espejo, inspeccionando su reflejo con ojo crítico, mientras repasaba mentalmente cada detalle de su apariencia.
Taruk era un hombre que, pese a sus cuarenta años y baja estatura, irradiaba una energía que llenaba cualquier estancia. Sus movimientos eran seguros, casi felinos, y en su rostro limpio de imperfecciones destacaban unos ojos oscuros y penetrantes que parecían siempre en alerta. Tenía la piel morena de quien ha vivido bajo el sol, y aunque sus manos delataban años de trabajo, sus gestos eran refinados, propios de alguien que conocía tanto las exigencias físicas como las de la etiqueta.
Sabía que la primera impresión era crucial, especialmente ante el nuevo elí Jorge, un amo desconocido cuyo carácter y preferencias empezaban apenas a intuirse. Se afeitó con cuidado, eliminando cualquier sombra de barba, y seleccionó su atuendo con la precisión de un artesano. Escogió una túnica blanca de lino, fresca y ligera, pero perfectamente ajustada a su figura. El pequeño turbante que lucía estaba confeccionado con telas de calidad y decorado con dos franjas de color: una anaranjada y otra turquesa. Sus sandalias negras, modestas pero bien cuidadas, completaban el conjunto. Finalmente, se colocó un par de aros de oro puro en cada oreja, un toque dis-tintivo que resaltaba su posición como skaros de la hacienda.
Mientras se vestía, su mente estaba lejos de distraerse con trivialidades. Repasaba mentalmente los documentos y permisos que llevaría consigo, asegurándose de que todos los números estuvieran correctos y los detalles, impecables. Sabía que el nuevo elí había decidido vender a todos los esclavos actuales y sustituirlos, una decisión que, aunque inusual, le parecía una jugada estratégica brillante. No obstante, esto implicaba un trabajo titánico, y Taruk sabía que de su desempeño dependería no solo el éxito del plan, sino también su propio futuro en la hacienda.
Su pequeña casita, independiente y cuidadosamente decorada, era un lujo reservado solo a los empleados de mayor rango, y él se sentía orgulloso de ello. Desde la ventana pudo observar el amanecer teñir de dorado los campos de la hacienda, un recordatorio de la grandeza del lugar al que había dedicado años de su vida. Cerró la puerta tras de sí con un gesto decidido y comenzó el camino hacia la casa principal.
Al llegar, notó que los criados ya se movían con diligencia, preparando el desayuno y ultimando detalles. Llegó lo suficientemente temprano como para tener que esperar, lo cual no le molestó; al contrario, le dio tiempo para asegurarse de que todos los trámites estaban en orden. Finalmente, el mayordomo apareció, indicándole que el elí Jorge estaba listo para recibirlo. Taruk respiró hondo, ajustó con cuidado su turbante y, con paso firme pero respetuoso, cruzó las puertas hacia la sala donde se decidiría su destino.
—Buenos días, elí —saludó con una graciosa inclinación.
—Buenos días… Taruk —respondió Jorge.
El empleado se sintió halagado al comprobar que su señor hacía el esfuerzo mental de llamarlo por su nombre. Al igual que otros empleados importantes se había tomado muy en serio el aprendizaje del español; lo hablaba bastante bien.
—Por favor, toma asiento.
—¿Cuáles son sus órdenes, elí? —quiso saber Taruk, al que le confundió bastante que su patrón diera una indicación con la fórmula “por favor”; su turbación fue tanta que incluso Jorge se dio cuenta de lo que ocurría y tomó nota mental de lo inapropiado que era tratar a los subordinados con este tipo de cortesías.
—Te he llamado porque quiero poner a la venta todos los esclavos de Tauride de inmediato, y comprar otros en su lugar.
—Por supuesto, elí. Tiene que firmar estas dos encomiendas —dijo mientras le ofrecía dos documentos manuscritos y una estilográfica—. El primero corresponde a los trescientos once esclavos de fuerza y el segundo a los diecinueve personales. No los pondrán todavía en venta, tienen que ir a la casa de ganado para que sean revisados y se extiendan los certificados correspondientes, pero sí recibirá el pago de forma inmediata, ya que los compra el propio Estado. Cobrará entonces seis talentos y doscientos veinte doblones por los brutos y ciento noventa talentos por los personales, elí.
—No, Taruk —respondió Jorge mientras firmaba—. Cobraré seis talentos y seiscientos doblones por todos, ya lo he calculado. Serán todos vendidos como esclavos de fuerza.
Taruk no se atrevió a replicar. Sabía lo que implicaba esta decisión: esclavos que jamás habían sudado salvo en la cama iban a sufrir una vida de extenuación física; pero el dueño ordenaba y él simplemente cumpliría sus órdenes. El hecho de que Jorge dejara escapar una cantidad de dinero fabulosa por un simple capricho le pareció algo digno de un auténtico señor; su admiración por él crecía a medida que lo iba conociendo.
—Sí, elí, se hará como ordenas.
Taruk asintió con solemnidad cuando Jorge le habló, inclinándose ligeramente como muestra de respeto.
—Bien, ahora es urgente comprar nuevos esclavos. Mi idea es adquirir trescientos de fuerza para empezar. Ya me dirás si hacen falta más; luego me ocuparé de los personales. Sé que tú eras el encargado de las compras de esclavos con el Alto Benassur.
—Sí, elí, lo hice para él con la mayor lealtad, y si me lo permite, lo haré para usted —respondió Taruk, midiendo cuidadosamente el tono de humildad en su voz, consciente de que cualquier error podría costarle su puesto.
Jorge lo observó un momento en silencio, calibrando sus palabras.
—¿Él supervisaba la compra de los brutos?
Taruk negó con la cabeza con una ligera sonrisa, como quien recuerda algo lejano y familiar.
—No, elí. Me dejaba aplicar mi propio criterio y nunca hubo problema.
—¿Él los veía después de la compra? ¿Cómo sabías que le parecían bien?
Taruk enderezó los hombros, esforzándose por parecer aún más seguro.
—Elí, en realidad él nunca veía a los brutos si podía evitarlo; se centraba solo en los personales. Yo elegía los brutos que me parecían mejores, fuertes y sanos.
Jorge dejó escapar un leve suspiro antes de inclinarse hacia adelante, apoyando las manos sobre la mesa con un gesto calculado.
—Eso va a cambiar. En primer lugar, antes de que se adquiera cualquier bruto, lo supervisaré. Hoy separarás trescientos según el criterio que ahora te diré y solo los comprarás si lo apruebo. Los miraré uno por uno. ¿Sería posible hacerlo así? ¿Lo permiten las normas de la compra?
Taruk vaciló un instante, sorprendido por la firmeza del tono de Jorge, pero respondió con rapidez.
—Sí, elí. Puede examinar los brutos antes de comprarlos, naturalmente.
—Bien. Solo te interesarás por esclavos de fuerza que sean menores de veinticinco años, y en el futuro te ocuparás de que sean vendidos en cuanto alcancen los treinta y cinco. Quiero que sean esclavos de primer uso, que no hayan tenido un amo antes y, por tanto, carezcan de marcas de pasados castigos: ya los recibirán aquí. Deberán ser fuertes, hermosos, sin ningún defecto ni tara. Aparte de esto, puedes usar tu criterio.
Taruk se inclinó levemente.
—Así lo haré, elí. También sería conveniente adquirir algunos esclavos especiales, los vilicus. El Alto Benassur Gurión no los quería, cuando era necesario elegía a cualquier esclavo para azotar al resto, pero no cumplen igual el cometido.
Jorge se reclinó en su silla, entrelazando los dedos mientras su mirada escudriñaba el rostro de Taruk.
—Dime, ¿se producirá algún inconveniente en Tauride por el hecho de estar unos días sin esclavos? ¿Y trescientos serán suficientes, o me recomiendas que compre más?
El skaros dudó brevemente antes de responder, valorando cuidadosamente sus palabras.
—Trescientos son suficientes si aumentamos un poco su carga de trabajo. Y no habrá ningún contratiempo hasta que sean adquiridos, elí. Desde que supe que su deseo era vender los brutos y comprar otros, se hizo acopio de todo lo necesario. Podemos prescindir de ellos una semana al menos sin que se resienta el servicio. Salvo si deseara usar su litera o su carro, esto naturalmente no será posible hasta la nueva compra.
Jorge se permitió una ligera sonrisa, casi imperceptible.
—Hasta ahora ni sabía que los brutos podían estar a mi disposición para eso —mintió sin demasiada convicción, recordando las veces que había querido dar esa orden pero no se había atrevido.
Taruk inclinó la cabeza, sin atreverse a comentar nada.
—Bueno, puedo pasar sin esto por ahora, y lo mismo sin los esclavos personales. Primero busquemos los trescientos brutos y luego me ocuparé de los esclavos personales. En cuanto a los vilicus , compra tantos como creas convenientes, yo sí valoro mucho el hecho de aplicar convenientemente la disciplina, así que no te quedes corto con eso: confío en tu criterio.
Jorge tomó los documentos y los rubricó con movimientos precisos, devolviéndolos al skaros. Luego hizo un gesto hacia los camareros.
—Traed té de especias para ambos.
El aroma del té llenó la sala mientras Jorge y Taruk intercambiaban una mirada breve. Cada uno, a su manera, estaba evaluando al otro, aunque ninguno lo mostró.
—Dime, Taruk, ¿cuándo podré examinar los esclavos para darles el visto bueno?
—Esta misma tarde, elí. Venga al mercado de Alfar, y podremos hacer la compra si le convienen los ejemplares que le aparte —respondió Taruk con una seguridad que contrastaba con la prudencia de sus gestos.
Jorge abrió los ojos un tanto sorprendido.
—Pensé que al ser tantos esclavos sería necesario esperar algunos días, que tal vez tendrían que venir de otros mercados o algo así para completar el número tan elevado que necesito.
Taruk sonrió con modestia, como si la respuesta fuera demasiado obvia para un hombre de su experiencia.
—Al contrario, elí. En Alfar están las mejores y mayores granjas del país. Desde aquí se llevan a Betia y a las otras islas menores. No hay mejor mercado que el nuestro, y estoy seguro de que puedo seleccionarle todos los esclavos que precise.
Jorge asintió lentamente, satisfecho con la información.
Con estas indicaciones, la entrevista entre ambos concluyó. Taruk salió disparado hacia el mercado de esclavos, decidido a cumplir con el encargo de su señor con la misma precisión que lo había hecho bajo las órdenes del Alto Benassur. Mientras tanto, Jorge se dispuso a distraerse el resto de la mañana planeando su visita al mercado, una experiencia que deseaba con intensidad.
Lo cierto era que esta salida no solo era una obligación práctica, sino también la realización de una fantasía. Álex pronto dejaría de ser su único esclavo, y la idea de seleccionar otros nuevos le producía una mezcla de emoción y curiosidad. Los esclavos herederos de Benassur no los iba a aceptar: no le gustaban, y además los sentía usados. Como el dinero no era un problema, consideró que lo mejor era empezar con otros, totalmente nuevos.
Le informaron que el mercado estaba situado a unos cinco kilómetros, en lo que propiamente sería la ciudad de Tauride. En las casi dos semanas que llevaba en la casa, no se había aventurado fuera de la muralla. Sabía que hacia el norte se encontraba la costa y el puerto, y al sur la ciudad. Ahora, por fin, tenía un motivo suficiente para salir de su ciudadela y conocer más allá de sus dominios inmediatos.
Hizo llamar al mayordomo.
—Miceros, esta tarde iré al mercado de esclavos.
El mayordomo quedó algo desconcertado.
—¿Me necesita allí, elí?
—No, no te he llamado por eso. Deseo que me prepares una ropa apropiada.
En ese momento, Jorge llevaba una simple y hermosa saya blanca sobre pantalones anchos del mismo color, confeccionados en fresco algodón, y unas cómodas babuchas. Su atuendo, aunque elegante, resultaba informal, casi funcional.
—¿Un traje de ceremonia, elí?
—Algo un poco más formal que lo que uso a diario, pero que sea cómodo.
Miceros asintió con una reverencia.
—Sí, elí. Enseguida se lo presento para que le pueda dar el visto bueno.
Jorge hizo una pausa antes de continuar, recordando otro detalle importante.
—Y también está el asunto del vehículo. No sé cómo presentarme allí; me parece que hacerlo a pie no sería apropiado.
El rostro del mayordomo se iluminó con comprensión.
—Cualquier medio que usted elija será correcto, elí. Ahora bien, lo habitual sería hacerlo en litera o carro, a lomos de los esclavos.
La respuesta hizo que Jorge se disgustara.
—Ya sabes que quiero venderlos a todos, así que mejor no usarlos.
Miceros vaciló, intentando encontrar las palabras adecuadas.
—Pero, elí, puede emplear a unos pocos solo para llegar al mercado y ya regresar con los nuevos. Hasta que no los venda, todavía son suyos.
—¡No! —replicó Jorge con un tono que cortó el aire como un cuchillo. Sus manos se cerraron en puños brevemente antes de relajarse. Había reflexionado mucho sobre el tema y lo último que quería era escuchar inconvenientes de labios de sus empleados—. Para mí, ya no me pertenecen. ¿Es costumbre del mayordomo discutir las órdenes que recibe?
Miceros se inclinó de inmediato, con evidente mortifica-ción.
—No, no, elí. De ningún modo. Solo pretendía ayudar, pero le pido disculpas.
Jorge suspiró y, en un intento de suavizar la tensión, cambió el tono de su voz.
—Entonces, busquemos el mejor medio de transporte para que vaya esta tarde a la ciudad
—¿Le gustaría cabalgar alguna de sus yeguas de paseo, elí?
—No, ni tampoco ir en algo tirado por caballos, bueyes ni similares. ¿No puedo llegar en coche, igual que vine desde el aeropuerto?
—Sí… claro que sí, elí. Me ocuparé de pedir uno. ¿Quiere conducirlo usted mismo?
—No, con conductor. ¿Tengo un chófer entre mi personal?
—No, elí —contestó Miceros temiendo por si esto Jorge se lo tomaba mal—. Al no tener coche tampoco existe chófer en el personal de la casa.
—Claro, es lógico —admitió Jorge—. Bueno, que el coche venga entonces con uno. Me acompañará Yusuf, que esté preparado. ¿Ir a las seis de la tarde sería apropiado? No tengo idea de cómo son los horarios por aquí—. Jorge estaba impaciente por acudir pero quería darle unas horas de margen a Taruk para seleccionar los esclavos que quería comprar.
—Tú marcas las horas, elí. Si vas al mercado a las seis lo encontrarás abierto, pero si vas de madrugada ocurrirá lo mismo: tú eres el dueño, tú decides cuándo se hacen las cosas.
—Que todo esté dispuesto a las seis entonces.
—Así será, elí.
Media hora antes de las seis, Jorge dio su aprobación a la ropa que le presentó el mayordomo: una túnica blanca de impecable factura que parecía hecha a su medida. El cuello, cerrado y rígido, tenía un diseño elegante, pero sin incomodidades, lo que agradeció de inmediato. En el borde inferior y las mangas destacaba una franja anaranjada bordada en realce con hilo de oro, y una segunda franja negra, igualmente bordada en oro, enmarcaba el cuello y descendía en vertical desde el pecho hasta casi el suelo. Flanqueando esta franja central, otras menores en tonos naranja y turquesa, dispuestas en tamaños decrecientes, parecían capturar destellos de luz en cada paso.
Sobre una mesa cercana, relucían los zapatos de una blancura deslumbrante, con ribetes dorados que aportaban un toque sobrio y distinguido. Jorge los inspeccionó con detenimiento y sonrió al comprobar que, pese a su apariencia austera, eran sorprendentemente flexibles y se adaptaban perfectamente a sus pies. Los acompañarían unos calcetines blancos de algodón, suaves y cómodos. También había un pequeño sombrero semiesférico de color blanco, con el mismo ribete negro bordado en oro que las mangas, coronado con una filigrana dorada en forma de flecha, y un cinturón de tela dorada, sencillo pero refinado, que serviría para ceñir la túnica.
Mientras el mayordomo alistaba cada pieza, Jorge contempló el conjunto desplegado ante él. No pudo evitar recordar la ceremonia de un obispo revistiéndose con ornamentos sagrados, o quizá incluso la figura solemne de un papa, pues el pequeño sombrero se asemejaba al solideo pontificio. La escena tenía un aire ritual, casi teatral, como si cada elemento tuviera un propósito que trascendía la simple indumentaria. Al examinar los bordados con más detalle, encontró pequeños dragones alados que se repetían con regularidad, como una huella secreta en el diseño.
Por un momento, su mente divagó hacia los cuentos de Las mil y una noches, en los que un genio podía construir un palacio esplendoroso en solo una jornada. Algo similar había sucedido aquí: aquella obra de arte había sido confeccionada con asombrosa rapidez, ¡y sin que le tomaran medidas! Vestido así, Jorge supo que estaba preparado para presentarse en el mercado de esclavos con la majestad que la ocasión merecía.
Salió a la entrada principal de la casa y comprobó con satisfacción que el coche ya estaba preparado. Al pie de la pequeña escalinata lo aguardaban Yusuf y el chófer, ambos con una actitud respetuosa. Tras resistir la tentación de ocupar el asiento de copiloto, Jorge se acomodó en el lugar de honor: el asiento derecho trasero, al que accedió por la puerta que el chófer le abrió ceremoniosamente. Yusuf ocupó el lado izquierdo. El vehículo, adornado con dos pequeños estandartes que ondeaban con los nuevos colores de la hacienda, arrancó con un rugido suave, levantando una nube de polvo. A medida que atravesaba la verja principal, se adentró en un paisaje que parecía sacado de una agencia de viajes. El recorrido fue corto, pero lo suficiente como para disfrutar del entorno natural.
Al llegar al corazón de Tauride, la capital de la hacienda, el coche siguió una calle empedrada, cuyas losas de piedra daban la sensación de solidez. A ambos lados, diversos edificios se alineaban, algunos de ellos construidos con piedra, cemento o una mezcla de estos materiales, todos ellos de estilo ecléctico. Se observaban trazos rectos y austeros en su mayoría, pero también destacaban otras construcciones de diseño vanguardista, con cristal y acero a la vista, y otras de estilo brutalista, que con su concreto expuesto y formas masivas contrastaban poderosamente con los elementos más ligeros y modernos de la ciudad. Finalmente, el coche se detuvo frente a un imponente edificio que parecía un cubo de mármol negro. La puerta de entrada, hecha de dos hojas de madera recubiertas de bronce, era un derroche de estética y material. Sobre ella, en letras plateadas, el cartel “BAZOK ZUNOK” marcaba la finalidad del lugar. Aunque Jorge no dominaba el idioma ketirí, recordaba que "zuno" significaba "esclavo", y el plural, "zunok", le parecía inquietante. Esperó a que le abrieran la puerta del vehículo, y al bajar, se esforzó por mantener una postura digna.
Nada más entrar se le acercó una persona que parecía al cargo del negocio y que sin duda le estaba esperando; la presentación de Yusuf lo confirmó:
—El bactani del bazok, elí, Miceros Organi.
—Sharos, Tharakos —se apresuró este a saludar mientras juntaba sus manos y realizaba una profunda inclinación.
—Sharos, Organi —acertó a contestar Jorge. Era un hombrecillo simpático y vivaracho al que seguían dos altísimos negros de hipertrofiada anatomía. Iban totalmente desnudos, salvo un taparrabos ceñido de color blanco y portaban un gran cuchillo al cinto. Jorge se fijó de inmediato en que sus entrepiernas no dejaban entrever ningún tipo de abultamiento, y antes de que empezara a cavilar sobre esto Yusuf, que se había fijado en la perplejidad de su señor, le sacó de la duda:
—Los esclavos de escolta son sometidos a una castración quirúrgica completa, elí; se les eliminan los testículos y el pene se reconstruye de modo que se deja solo un residuo que les permite miccionar.
Jorge barajó la idea de aplicar esta operación a Álex, pero la descartó, al menos de momento. El bactani empezó a guiar a los visitantes para que conocieran el mercado; hablaba en idioma ketirí, de modo que Yusuf lo iba traduciendo todo para Jorge, quien hacía alguna observación educada de vez en cuando, pero su interés se centraba por completo en la mercancía humana, que deseaba ver cuanto antes. Miceros explicó que había tres casetas o secciones; la mayor era para los brutos, (esclavos de fuerza), la segunda era para los esclavos personales, y la tercera se usaba para diversos cometidos administrativos, así como para venta de complementos y suministros relacionados, como alimentos, hierros de marcaje, instrumental de doma y castigo, etcétera. El piso superior era una galería corrida donde se celebraban a veces diversas modalidades de competición entre esclavos, incluidas lucha, carrera, levantamiento y arrastre de peso y otras; también era zona de selección de esclavos con aptitudes específicas, como vilicus o guardianes.
La caseta de los esclavos personales estaba en el centro del recinto, algo natural porque este tipo de esclavos despertaban más interés entre los compradores. Se trataba de individuos que por su perfil físico y de carácter habían sido separados de los otros y recibían una educación diferente. Todos ellos sabían hablar al menos un idioma extranjero y tenían habilidad para complacer al amo mediante el sexo si llegaba el caso, de hecho a menudo eran comprados con esta finalidad. Los castigos que habían recibido durante su educación, y que tan útiles resultaban para inducirles los comportamientos necesarios no habían dejado ninguna clase de señal en ellos, ya que o bien eran físicamente sutiles o se trataba de castigos mentales; pero no por eso eran puniciones ligeras, pues a veces consistían en ejercicios físicos extremos, privación de sueño, agua o alimentos, dolor inducido con agujas, etc. Se ponían a la venta en zonas diferentes dependiendo de la edad del esclavo; los más jóvenes tenían dieciséis años, aunque Jorge averiguó que si algún amo lo deseaba se le podían proporcionar por encargo esclavos de cualquier edad a partir de los cuatro años, cosa que le estremeció. Todos los esclavos eran perfectamente vírgenes cuando se ponían a la venta por primera vez, aunque a veces un amo devolvía alguno de los suyos al mercado; curiosamente estos es-clavos “de segunda mano” no solo se volvían a poner en venta sino que solían ser rápidamente adquiridos por otros amos, ya que se decía que no hay esclavo mejor dispuesto que el que ha tenido un amo anterior que lo dejó. El bactani preguntó a Jorge si tenía interés en ver la mercancía de la caseta en ese momento, o si prefería examinar directamente los brutos que su empleado estaba seleccionando, y la respuesta fue que prefería satisfacer la curiosidad de ver a los esclavos personales antes, intentando que no se notase demasiado su ansia, aunque esta era evidente; pero su preocupación era innecesaria ya que a todos les resultaba natural su interés.
Jorge sabía que el precio de los esclavos personales era fijo, como se indicaba con claridad en la entrada de la caseta: diez talentos, es decir diez mil doblones, ochocientos mil euros, en definitiva una pequeña fortuna. Este precio se justificaba por el hecho de que el Estado hacía una gran inversión en su educación y cuidados, y vigilaba con esmero la consecución de los objetivos marcados sin escatimar en medios; además solo uno de cada cuatro llegaba a la meta propuesta, de modo que la mayoría volvía a la calificación de mero bruto, así que había perdido mucho tiempo respecto a sus compañeros que llevaban todo el tiempo entrenándose de modo fundamentalmente físico.
El bactani le explicó que los esclavos personales estaban expuestos a la venta en secciones separadas por edades: de dieciséis a veinte años, de veintiuno a veinticinco, de veintiséis a treinta y cinco, y de treinta y seis a cincuenta. Jorge encontró chocante que los esclavos más solicitados fuesen los que tenían al menos veinticinco años, porque al haber recibido más tiempo de educación resultaban ser más dóciles y capaces; de hecho en ese momento no había ninguno disponible mayor de cuarenta años porque ya se habían vendido; pero el criterio de Jorge era diferente, y solo quiso considerar inicialmente los del primer grupo, muy jóvenes e incluso adolescentes, pues pensó que los quería atentos y dóciles pero que también disfrutaría moldeándolos a su gusto.
Entraron en la primera sección. Cada esclavo se exhibía en una pequeña cabina de madera de apenas un metro cuadrado de base y dos y medio de altura; su desnudez era absoluta pero no estaban depilados. Una ficha mostraba sus características, habilidades, y si eran de primera mano o en caso contrario a quién habían pertenecido, cuánto tiempo, y el motivo de su devolución. No tenían nombre, sino un simple código que recordaba al sistema de matriculación de vehículos europea; con este sistema se podía saber su año de nacimiento y granja de procedencia. Jorge tuvo una inmediata erección ante la maravillosa colección de cuerpos hermosos, chicos muy jóvenes con la mirada perpetuamente en el suelo, inmaculadamente limpios, de piel perfecta y todo tipo de aspectos: blancos, negros, mulatos, incluso algunos asiáticos; en total habría unos treinta. Un par de posibles compradores más interrumpieron su actividad al notar que “Uchchatá Jorge Tharakos” se encontraba presente; Yusuf hizo las presentaciones formales:
—El Alto Kalel Ortos, señor de hacienda.
—Sharos, Tharakos.
—Sharos, Ortos —dijo Jorge.
—El Alto Peyo Uriel, señor de hacienda.
—Sharos, Tharakos.
—Sharos Uriel —volvió a corresponder, tratando siempre de colocar las manos lo más correctamente posible.
Así que tenía delante a dos iguales, por así decir. A través de Yusuf les agradeció la cortesía, y estos le contestaron que el honor era suyo, ya que el bazok estaba en Tauride y por tanto era propiedad de Jorge. Este adivinó de inmediato que ambos habían acudido para conocerle en persona, y tuvo la impresión de que lo consideraban un extranjero intruso, aunque nada tenía para basar ese sentimiento más que su propia intuición, porque el contacto con ellos fue breve y muy cortés. Se despidieron hasta una próxima ocasión, y Jorge aprovechó para ver cómo interactuaban con los esclavos que estaban a la venta en esa sección: los tocaban sin remilgos, hacían que girasen, se agachasen, mostrasen los dientes o el ano, incluso les ordenaban cantar. Animado por su ejemplo buscó separarse un poco de Yusuf y el bactani, quienes encontraron muy lógica la maniobra, y empezó a deambular entre las diversas cabinas. Un hermoso jovencito que tenía diecisiete años (según se veía en su ficha) llamó su atención. Era alto y de musculatura marcada, pero no estridente. El cabello era castaño y la piel de tipo mediterráneo; dos ojos azules relucían en un rostro perfecto, con una nariz pequeña y labios regordetes que pedían a gritos ser besados. Jorge levantó su barbilla pero el chico evitó siempre mirarle a los ojos. La postura en que se exhibían los esclavos era invariablemente la misma, de pie y con las manos recogidas en la espalda, libres de ligaduras. Lentamente Jorge aca-rició los rosados pezones, y bajó su mano hasta palpar los testículos del esclavo, firmes y con un vello oscuro; su sexo era pequeño, pero el roce con la mano del posible comprador hizo que oscilara y creciera un poco, lo que provocó un intenso rubor en el joven, que bajó la cabeza al máximo pero no se apartó ni un milímetro: sabía que no podía hacerlo. Le hizo darse la vuelta; su culo era igualmente terso y deseable, pero no resistía la comparación con el de Álex.
Fue deambulando por los diversos pasillos que conformaban la sección de la caseta, y comprobó que todos los ejemplares en exposición eran realmente soberbios. Cuando estaba a punto de regresar con Yusuf y el bactani Miceros reparó en un esclavo que no era particularmente hermoso en comparación con otros que ya había visto, pero que según su ficha, ¡hablaba español! Como no tenía nadie a la vista se armó de valor se dirigió a él.
—Hola esclavo —saludó sin saber muy bien qué más decir.
—Buenos días, elí, ordena y obedezco —contestó el joven sin levantar los ojos del suelo.
—¿Cuál es tu edad?
—Diecinueve años, elí.
—Hablas español muy bien.
—Gracias, elí, estoy a tu servicio.
—¿Qué más cosas sabes hacer, esclavo?
—Conozco también griego clásico y moderno, latín, francés e italiano. Sé dar masajes. Soy sexualmente apto. Sé bailar y tocar la flauta y el violín.
—¿Eres activo o pasivo, esclavo?
—Soy lo que ordenes, elí. Cualquier cosa que te dé placer la haré para ti, elí.
—¿Te gusta ser azotado? —le retó Jorge para que sopesara el tipo de prácticas que le podrían esperar.
—Si es tu deseo sufriré los latigazos que ordenes con humildad y gratitud, elí.
—¿Me amarías?
—Con todo mi ser, elí.
—¿Incluso si te aplican tormentos crueles?
—Especialmente entonces, elí. Ordena y obedezco.
Jorge estaba impresionado; las exhibiciones de los esclavos especiales eran un espectáculo cuidadosamente diseñado para tentar a los compradores. Por un momento, estuvo a punto de adquirir a uno de los expuestos, pero al final prefirió esperar. Pensó que lo más sensato sería analizar sus necesidades con más calma antes de tomar una decisión impulsiva.
Dejó para más adelante la visita a las otras secciones de la caseta, ocupadas por el resto de esclavos de más edad, y se reunió nuevamente con Yusuf, quien ya lo esperaba cerca de la entrada principal. Jorge le comentó que le gustaría pasar a la caseta de los esclavos de fuerza; según lo acordado, Taruk debía estar allí con los esclavos listos para ser supervisados. Yusuf, siempre atento, asintió y guio a Jorge junto con el bactani hacia la siguiente sección del bazok.
A simple vista, la caseta de los brutos era radicalmente distinta a la de los esclavos personales. Aunque aquí también los esclavos estaban completamente desnudos y sin ningún tipo de depilación, las diferencias eran evidentes. Mientras que en la sección de los especiales muchos lucían el cabello largo y cuidadosamente arreglado, los esclavos de fuerza llevaban el pelo muy corto, e incluso alguno estaba totalmente rapado, destacando su musculatura y robustez física como su principal atributo.
Además, la atmósfera era mucho más austera. Los brutos estaban encadenados con grilletes gruesos en muñecas y tobillos que los mantenían sujetos tanto al techo como al suelo de la estancia. Este espacio, de diseño diáfano, parecía más un almacén que un lugar de exhibición, con las cadenas resonando en el aire al mínimo movimiento. La crudeza de la escena contrastaba marcadamente con la presentación más sofisticada de los esclavos especiales, dejando claro que aquí la utilidad y no la estética era la prioridad.
Taruk se apresuró a recibir a la comitiva en cuanto los vio entrar en la caseta. Sus movimientos eran rápidos, casi mecánicos, reflejo de su nerviosismo. Sabía bien que la estabilidad de su trabajo estaba en juego, y esta misión era crucial.
—Bienvenido, elí. Tal como solicitaste, he seleccionado los ejemplares más destacados —dijo, tratando de mantener una voz firme pese al evidente temblor en sus manos.
Jorge asintió sin demasiada ceremonia, observando a su alrededor con una mezcla de expectativa y crítica.
—Perfecto, Taruk. Muéstramelos.
—Están en la zona de examen, elí —respondió el hombre, señalando con un gesto respetuoso hacia una sección delimitada al fondo de la caseta.
El pequeño grupo se dirigió hacia allí. Yusuf y el bactani caminaban unos pasos detrás de Jorge, charlando entre ellos en un tono relajado que contrastaba con la tensión de Taruk. La zona de examen era un espacio sencillo, apenas separado del resto de la caseta por una cortina gruesa. Aunque rudimentario, cumplía su propósito: brindar privacidad suficiente para las inspecciones.
Al cruzar la cortina, Jorge se encontró con una vista impresionante. Frente a él, distribuidos en un orden impecable, estaban los esclavos preseleccionados. Habían sido colocados en filas perfectas de veinte individuos cada una, siguiendo exactamente la disposición que Jorge había ordenado anteriormente.
Cada uno de ellos se mantenía firme en la posición de examen, una postura típica de Ketiris que requería sostener las manos a los lados del cráneo, con los codos completamente extendidos en línea horizontal. La tensión en sus cuerpos era palpable, con músculos tensos y gotas de sudor deslizándose por sus pieles desnudas. Taruk había comenzado a preparar a los primeros esclavos horas antes, y mientras los últimos apenas llevaban unos veinte minutos en esa posición, los que habían iniciado ya acumulaban más de tres horas soportando el esfuerzo.
Jorge recorrió con la mirada la formación, observando cómo los más jóvenes temblaban ligeramente bajo la tensión de la postura. Sin embargo, lo que más llamaba su atención era la expresión de sus rostros cabizbajos: una mezcla de respeto, miedo y una feroz determinación por no fallar. Para ellos, estar allí, siendo examinados por el amo más importante, era un momento de suma trascendencia, un escalón hacia un estatus que pocos alcanzaban dentro de las estrictas reglas de su mundo.
Todos los esclavos estaban impecablemente aseados, con la piel reluciente bajo las luces del recinto, aunque el esfuerzo de mantener la posición les arrancaba gotas de sudor que surcaban sus cuerpos tensos. Jorge comenzó a pasearse entre las filas, deteniéndose frente a algunos, evaluando cada detalle: la simetría de los músculos, la postura, la expresión de obediencia que irradiaban. Su presencia, imponente, se sentía como un peso palpable en el aire.
Verdaderamente eran perfectos, no solo sus cuerpos estaban a la altura de cualquier modelo, sino que los rostros eran casi todos muy hermosos, limpios y varoniles; su aspecto era de verdaderos atletas, no solo fuertes si también ágiles, no tenían nada que ver con los brutos que había heredado de Benassur. No tardó mucho en pasar de la mera observación al contacto físico. Al principio, lo hizo con gestos calculados: un toque firme en un hombro, un leve empujón para corregir una postura. Pero pronto su entusiasmo se desbordó, y, con una sonrisa que denotaba tanto curiosidad como dominio, empezó a lanzar leves azotes con la mano abierta, probando la resistencia de los brutos. A cada golpe, los esclavos reaccionaban con humildad, agradecidos por la atención directa del elí, un gesto que para ellos era tan raro como significativo.
El momento más inesperado llegó cuando Jorge se detuvo frente a uno de los esclavos más atractivos. Era un joven de musculatura marcada pero proporcionada, con una expresión de estoicismo que parecía haber sido cuidadosamente cultivada. Jorge, guiado tanto por su interés como por su autoridad, deslizó dos dedos en el terso contorno de sus nalgas, provocando en el esclavo un estremecimiento visible. No era miedo ni incomodidad lo que reflejaba su rostro, sino una extraña mezcla de sumisión y orgullo, como si la mera posibilidad de ser elegido justificara cualquier gesto del elí. Con suelta resolu-ción introdujo ambos dedos en el esfínter del esclavo, quien trató instintivamente de relajarlo al máximo para ser penetrado y complacer así a quien iba a poseerlo de por vida.
Al regresar junto a Taruk, este lo recibió con una pequeña ceremonia; sobre una mesa de madera pulida había dispuesto una jofaina con agua jabonosa perfumada y una toalla blanca de algodón impecable. Taruk, con movimientos cuidadosos, acercó el recipiente mientras hacía una ligera inclinación de respeto.
Para Jorge, el gesto parecía tan natural como cualquier otro acto cotidiano, un hábito que no requería reflexión. Se limpió las manos con meticulosidad, como si estuviera lavándose tras inspeccionar la maquinaria de una moto o cualquier objeto de interés técnico. En la atmósfera, el aroma suave del jabón contrastaba con la crudeza de la escena anterior, un recordatorio fugaz de los rituales que separaban al amo de todo lo demás.
—¿Han sido vendido los esclavos que heredé de Benassur, Taruk?
—Sí, elí, se ha hecho como ordenaste. Tengo los documentos de recepción y el justificante del pago bancario: seis talentos y seiscientos doblones —contestó el empleado sin atreverse a preguntar por los esclavos recién examinados.
Solo había una cuestión que Jorge no entendía del todo, y la quiso aclarar con Taruk.
—¿Por qué hay trescientos ocho esclavos? ¿Has seleccionado más pensando que iba a rechazar alguno?
—No elí, ese no es el motivo. Los que tienen la cabeza afeitada son vilicus; creo cumplirán su cometido, elí.
—Has cumplido perfectamente mis órdenes, Taruk. Estos esclavos son exactamente lo que te pedí, te felicito.
El rostro del skaros se iluminó al escuchar estas palabras.
—¡Gracias, elí, gracias elí! —dijo mientras hincó la rodilla en tierra y besó la mano de Jorge, quien anotó mentalmente la tarea de buscarse un anillo. Era ya noche cerrada, y Jorge tenía ganas de volver a casa y follarse a Álex después de cenar; tras despedirse con rapidez del bactani y de los dos señores de hacienda se dirigió de nuevo al vehículo y en compañía de Yusuf deshizo el camino hasta su casa; Taruk se quedó para realizar los pocos trámites que restaban y encargarse del viaje de los nuevos esclavos. También le encargó que consiguiera hierros con su inicial para marcar esclavos, así como que adquiriera un número suficiente de vilicus, pues pronto iban a ser necesarios.
17. Mercado de esclavos
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