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18. Betia

Escrito por: amomadrid8

Lunes, 6 de octubre. 10 horas.

Jorge aún saboreaba los últimos bocados de su desayuno cuando uno de los pajes irrumpió en la estancia. Era joven, uno de aquellos sirvientes encargados de atender la mesa, ordenar el dormitorio y ocuparse de las innumerables tareas menores del día a día. Como debía asistir personalmente al elí, se había esforzado en aprender español, aunque su dominio del idioma dejaba bastante que desear.

—Elí, mira que llegas la carta —dijo, extendiéndole un sobre manuscrito, sellado con lacre.

Jorge lo tomó con cierta indiferencia y observó el destinatario: “Uchchatá Jorge Tharakos”. Al dorso, la identidad de quien lo enviaba: “Uchchatári Lakua Asier”.

Esa mañana tenía otros planes. Quería volver al mercado de esclavos y terminar su inspección de la caseta de sirvientes personales. Pensaba adquirir un nuevo acompañante para Álex en sus cometidos de placer, y no le entusiasmaba la idea de que aquella misiva le obligara a cambiar su agenda.

—Avisa a Eukario.

—Sí, elí.

No tardó en presentarse el encargado de protocolo. Jorge le entregó la carta con un gesto impaciente. Eukario rompió el lacre, desplegó el pergamino y comenzó a traducir en voz alta:

—“La Muy Alta Lakua Asier, ujier de Asuntos Interiores de la República Libre de Ketiris, se sentiría profundamente honrada de recibir al Alto Jorge Tharakos, señor de la hacienda Tharakos, el próximo miércoles ocho de octubre en su residencia principal de Asier. Esta memorable ocasión servirá para estrechar lazos entre tan ilustres haciendas. La Muy Alta Lakua Asier espera que el Alto Jorge Tharakos acepte esta cordial invitación y se presente, en la fecha indicada, en la capital de la isla de Betia, donde se celebrará un banquete vespertino en su honor. Esta reunión no persigue otra finalidad que la expuesta y, por tanto, carece de orden del día. El Alto Jorge Tharakos podrá acudir con el séquito que considere conveniente”— leyó.

Jorge tamborileó los dedos sobre la mesa con aire pensativo.

—Dime, Eukario, ¿quién es esta mujer? ¿Y por qué me invita a comer pasado mañana?

Eukario tomó unos segundos antes de responder. No era una cuestión cualquiera.

—La Muy Alta Lakua Asier es una de las figuras más influyentes del país, elí. Gobierna su hacienda con mano de hierro y ostenta una de las sillas más importantes en el Consejo de Estado. Era estrecha aliada del difunto Benassur Gurión, a quien recibía con frecuencia en su casa grande. Sus cometidos abarcan los asuntos internos del país: la seguridad, el orden público, la educación, el trabajo, las finanzas, la distribución de recursos… y, por supuesto, nuestras minas de ketirita.

Jorge asintió, sin dejar de inspeccionar el lacre roto entre sus dedos.

—He oído que Betia es una isla gobernada por mujeres. ¿Es cierto?

—Cualquier ketirí puede visitarla, pero sus leyes establecen que el gobierno recae en las mujeres, igual que en Alfar mandan los hombres. Lo natural es que vivan separados. Pero sí, he estado en Betia, elí. Es una isla hermosa, tal vez más que Alfar.

—Y dime, ¿cómo viajaba Benassur hasta allí? No en avión, imagino.

—Ambas islas tienen aeropuertos, pero están demasiado cerca para que merezca la pena volar. Lo habitual es viajar en galera. La suya, elí, está atracada en el puerto Norte, a poca distancia de aquí. Es un trayecto de mar corto, unas tres horas, o incluso menos si se exige esfuerzo extra a los remeros.

Jorge evocó de inmediato aquellas viejas películas de romanos, con decenas de cuerpos desnudos y sudorosos bregando al ritmo de tambores y látigos. ¿Se refería Eukario a algo similar?

—¿Y qué crees que quiere de mí? ¿Debería aceptar la invitación?

Eukario dejó escapar una leve sonrisa.

—No creo que sea exactamente una invitación que pueda rechazar, elí. Puede, por supuesto, negarse a acudir, pero eso supondría empezar con muy mal pie su relación con la mujer más poderosa del país. No se lo aconsejo. Es lógico que ella quiera conocerlo y asegurarse de que la producción de ketirita sigue en buenas manos. Yusuf la ha tratado a fondo; solía acompañar al Alto Benassur Gurión en sus visitas periódicas a Betia.

Jorge suspiró y dejó el sobre a un lado.

—De acuerdo, iré. Pero tú también vendrás conmigo, Eukario.

El encargado de protocolo inclinó la cabeza con respeto.

—Muchas gracias, elí. Hace tiempo que no viajo a Betia.

El resto de ese día y el siguiente los pasó Jorge preparándose para la visita. Hizo llamar a un orfebre para que le fabricara un anillo de oro con sus iniciales; en adelante, podría sellar lacres con él y ofrecerlo como punto de honor en los besamanos.

Revisó con Miceros el vestuario que llevaría, asegurándose de que pudiera cambiarse al menos un par de veces e incluso afrontar una estancia prolongada, algo que no deseaba en absoluto, pero que consideraba prudente prever. Fue también el momento adecuado para reflexionar sobre los medios de transporte. Del puerto Norte le informaron que se encontraba a apenas dos kilómetros, una distancia perfectamente asequible a pie. Sin embargo, optaría por estrenar la litera, una plataforma llevada a hombros por esclavos, que sin duda tendría que utilizar en Betia. La galera requería cuarenta y ocho reme-ros, que saldrían de la reciente compra de esclavos de fuerza; Taruk se encargaba de seleccionar a los más aptos para esa tarea, mientras que el sobrestante, un vilicus especializado, se ocupaba de sincronizar y disciplinar a los remeros. Aunque no era adecuado presentarse con alimentos en casa de la anfitriona, sí se consideraba un gesto de cortesía llevar un obsequio. Siguiendo el consejo de Eukario, había optado por un pequeño pebetero de ketirita pura, esculpido en forma de icosaedro; el valor intrínseco del material era tan elevado que resultaba obs-ceno incluso mencionarlo. La noche antes de la visita, Jorge mandó llamar a Yusuf para que lo acompañara en la cena. Quería hablar con él y prepararse para el inminente encuentro con Lakua.

—Hola, Yusuf. Me gustaría cenar contigo esta noche.

—Es un honor y un placer, elí.

Jorge asintió mientras servían la comida.

—Como ya todos saben, mañana visitaré la hacienda de la Muy Alta Lakua Asier en Betia. Voy a necesitar tu ayuda durante esta estancia.

—Haré todo lo que esté en mi mano, elí. Conozco bien a su anfitriona; solía visitarla a menudo cuando acompañaba al Alto Benassur.

Jorge se inclinó ligeramente hacia él.

—Eso me han dicho. ¿Cómo es? ¿Crees que esta visita me coloca en una posición delicada? ¿O incluso peligrosa?

—Lakua Asier es una de las personas más poderosas de Ketiris, por encima incluso del mismo Kamar Abumón. Hay rumores de que el Consejo de Estado la considera una posible sucesora del Muy Alto Mario Baraka, que es el actual hegemón, si este decide dejar el cargo. Pero también es una mujer justa, alguien en quien se puede confiar… siempre que no se la traicione. Se dice que jamás perdona una traición.

—¿Y cuál es tu relación con ella?

—Solo me conoce por mi vínculo con Benassur, pero creo que ha llegado a confiar en mí. Sin querer parecer presuntuoso, diría que incluso me aprecia.

Jorge comprendió que, en ese momento, Yusuf le resultaba poco menos que imprescindible.

—Muy bien. Mañana quiero mostrarme como lo que soy: un nuevo ciudadano de Ketiris, comprometido con sus tradiciones y costumbres.

—Sin duda, ella querrá averiguar si usted es alguien de fiar, elí. No sería raro que intentara descifrar si guarda alguna relación con los recientes ataques contra nuestra seguridad.

Jorge frunció el ceño.

—¿Ataques? ¿Qué ataques? ¿Y qué podría tener yo que ver con todo esto?

Yusuf terminó su plato con calma, se limpió con la servilleta y tomó un sorbo de agua antes de responder.

—Como sabe, elí, nuestro pequeño país se mantiene completamente independiente de la influencia extranjera. Esto es posible gracias a una tecnología única que desarrollamos, una especie de escudo doble. Por un lado, bloqueamos el funcionamiento de cualquier aparato eléctrico o electrónico no autorizado dentro de nuestras fronteras. Por otro, evitamos que radares, sonares o cualquier otro dispositivo de detección basado en ondas pueda extraer información de Ketiris.

Hizo una pausa, como sopesando sus palabras.

—Esta tecnología, aunque compleja, tiene una vulnerabilidad: depende de un único sistema, una red interconectada que genera lo que llamamos "la interferencia". Aunque existen múltiples dispositivos y protocolos de seguridad para evitar que un fallo la deje fuera de servicio, si la interferencia desapareciera, toda nuestra protección caería con ella.

—¿Y han intentado sabotear este sistema?

—Varias veces, sin éxito. Pero hace unos meses, la red quedó desactivada por unos minutos… algunos dicen que por horas.

Jorge sintió un escalofrío.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Los técnicos bajo las órdenes de Lakua lograron restablecerla y, al menos en apariencia, no hubo mayores consecuencias.

—¿Se sabe quién fue el responsable?

—No está a mi alcance esa información, elí. Ni siquiera puedo asegurarle que haya sido un ataque; algunos creen que fue un fallo técnico. Oficialmente, el sistema es invulnerable, por lo que aceptar que fue un sabotaje significaría admitir que no lo es.

—¿Esto ocurrió antes o después de mi llegada al país?

—Antes. No sé la fecha exacta, pero sin duda fue meses antes de su viaje a Kenia.

Jorge asintió lentamente, reflexionando.

—Supongo que, siendo la responsable de la seguridad del país, Lakua querrá asegurarse de que no tengo nada que ver con esto… Y ahora la ketirita es mía, por así decirlo.

—En su mayor parte, sí. Hay otras explotaciones menores, pero sus minas son las principales.

—Dime, Yusuf, ¿quiénes son los mayores rivales de Ketiris? ¿Tenemos aliados?

Yusuf sonrió levemente.

—No diría que tengamos enemigos, elí, pero sí rivales. Nuestros principales compradores son Estados Unidos y la Unión Europea, aunque China se está convirtiendo rápida-mente en un excelente cliente. Por otra parte los países árabes en general nos detestan; para ellos somos pequeños e infieles, así de simple.

Jorge asintió.

—Entonces concentrémonos en causar una buena impresión. Después de todo, no tenemos nada que ocultar y, por tanto, nada que temer. Cuento contigo. Nos acompañará también Eukario, pero aunque él es el encargado del protocolo, preferiría tenerte a ti como intérprete. Supongo que nuestra anfitriona no habla español.

—No lo creo, elí. Pero sí sabe francés.

—Ah, bueno, yo también. Podríamos entendernos así.

—No, elí —dijo Yusuf con paciencia—. La cortesía exige que se dirija a ella en ketirí, y por tanto, a través de un intérprete.

—Claro, sí, es lógico. Es una visita oficial —admitió Jorge con un suspiro de resignación—. Cuento contigo entonces.

—Siempre a su servicio, elí.

Jorge meditó en silencio, consciente de que la reunión de mañana podría ser mucho más que un simple acto protocolario. Al cabo de un momento, se levantó de la mesa y, con un gesto despreocupado, soltó una sonora palmada en el trasero desnudo de Álex, que aguardaba, como siempre, de pie a su espalda. Luego, los dos comensales se retiraron a sus habitaciones.

Miércoles, 8 de octubre. 10 horas.

El miércoles, día de la visita, Jorge desayunó más tem-prano de lo habitual. No quería llegar tarde a la cita. La invitación era para un “banquete vespertino” y, según le había explicado Eukario, lo correcto era aparecer en la casa grande al caer la tarde, sobre las seis. Había tiempo de sobra, pero la travesía duraría un par de horas, quizás algo más. Para colmo, esa mañana fue la primera desde su llegada en la que amaneció lloviendo; hasta entonces, todos los días en su nueva casa habían sido soleados.

Se asomó a la explanada frente a la entrada y observó que habían dispuesto una especie de cabina alargada sobre unos bancos de apoyo. Dos largas varas delante y otras dos detrás dejaban claro que se trataba de una litera, cuyo interior parecía bastante cómodo. Junto a la estructura aguardaban Eukario y Yusuf, sujetando dos hermosísimos caballos, mientras que algo más lejos se encontraban los ocho porteadores y otros ocho esclavos encargados del equipaje.

Jorge examinó la litera con curiosidad. En cuanto puso un pie fuera de la protección del edificio, su esclavo Álex se apresuró a cubrirlo con un paraguas de lona, aunque él mismo permaneció indiferente a la fina lluvia que le resbalaba por la piel desnuda. Jorge le había ordenado que no lo acompañase, y vio cómo el ruso gemía con pena cuando se separaron, aunque no podía evitar preguntarse si aquel lamento era genuino o simplemente parte de su papel.

Eukario y Yusuf saludaron con respeto a su patrón, y Jorge, con cierta torpeza, se acomodó en el interior de la cabina; antes se había asegurado de que era a prueba de lluvia. Para su sorpresa, resultó ser extraordinariamente cómoda, con un acolchado mullido y cortinas que podía cerrar por completo para aislarse del exterior.

En cuanto estuvo listo, los ocho porteadores se arrodillaron en sus posiciones previamente asignadas. Yusuf, con la precisión de quien ha realizado aquel gesto innumerables veces, cerró unos aros metálicos integrados en las varas de porteo y los aseguró con pasadores, atrapando a los esclavos por el cuello.

Jorge calculó que el conjunto pesaría unos doscientos kilos, incluyendo su propio cuerpo, pero subestimó la cifra en más de sesenta. Un ingenioso sistema de ballestas metálicas, oculto en la estructura, proporcionaba una suspensión impecable, amortiguando con sorprendente eficacia cualquier sacudida del trayecto.

Los esclavos habían sido escogidos con esmero para que tuvieran la misma altura y, siguiendo órdenes dictadas con anterioridad, habían sido completamente depilados, como todos los demás. Sus anchas espaldas, aún intactas, ofrecían una superficie tersa y uniforme, casi una invitación silenciosa.

Con un gesto apenas perceptible, Jorge indicó a Yusuf que diera la orden de partida. Los porteadores, conscientes de la importancia de esta primera tarea bajo el ojo de su nuevo amo, levantaron la litera con suavidad y comenzaron a avanzar.

La comitiva se puso en marcha hacia el puerto Norte. Los colores de la hacienda Tharakos dominaban la escena: se reflejaban en las vestimentas de los tres hombres y en los apretados brazaletes bicolores que ceñían los bíceps de los esclavos. Más allá de ese detalle, sus cuerpos quedaban completamente desnudos, expuestos al aire húmedo de la mañana.

Yusuf encabezaba la comitiva, seguido de la litera, con Eukario tras ella y, cerrando la marcha, los esclavos encargados del transporte. Todos mantenían el paso acompasado con la litera, que marcaba el ritmo como el elemento más lento del grupo.

La lluvia cesó pronto, pero el barro aún cubría el suelo, volviéndolo traicionero. Un esclavo resbaló ligeramente, aunque logró recuperar el equilibrio antes de trastabillar del todo.

Jorge corrió las cortinas de la litera, dejando solo la del frente abierta. Desde su posición, veía la grupa de la montura de Yusuf y a los cuatro porteadores delanteros, que avanzaban con precisión, cuidando cada movimiento para evitar sacudidas. Sus cuerpos eran poderosos y parecían estar bien entrenados; sus culos musculosos se movían rítmicamente, y las espaldas inmensas estaban completamente tensas. Los hombros empezaban a acusar el peso que soportaban, porque la madera se apoyaba directamente sobre la carne de los esclavos, sin tela ni ninguna otra cosa intermedia. Como la vara iba a ir causando una laceración que sería muy visible en caso de turnarse de lado, Miceros había dispuesto que nunca cambiaran de hombro, así que pronto la madera les causaría heridas profundas que haría que los esclavos empezaran a verter sangre por su amo: un alto honor. El sudor y los gemidos silenciosos de los esclavos eran muy excitantes, y Jorge decidió masturbarse. Se tumbó boca abajo sobre el blando colchón, y dejó que el vaivén de la cabina fuera convirtiéndose en un suave roce sobre su pene erecto. Miraba los culazos de los cuatro esclavos, tan atléticos, hermosos… y completamente suyos. Comprobó que si agitaba el suelo de la cabina la vibración producía una sacudida dolorosa en los hombros de los porteadores, y se divirtió haciendo sufrir a los pobres brutos, hasta que la excitación y el movimiento fueron tales que un chorro de esperma saltó debajo de su abdomen. Cerró entonces todas las cortinas, se aseó con paños y toallitas limpias que manos previsoras habían puesto en la cabina, y tras este gozoso alivio abrió las cortinas justo a tiempo de comprobar que había llegado al final del corto trayecto: el puerto Norte. Concretamente estaba en un pequeño fondeadero donde un barco con dos mástiles, ahora vacíos, le aguardaba. Los esclavos se arrodillaron y Jorge salió de la cabina comprobando que los ocho tenían los hombros en carne viva.

El barco, de sólida madera, no era nuevo, pero su excelente estado evidenciaba un meticuloso mantenimiento. El casco había sido repintado recientemente, y en lo alto de ambos palos ondeaban gallardetes con dragones rampantes, orgullosos emblemas de la hacienda Tharakos. Medía algo más de treinta metros de eslora y unos seis de manga. Por la borda asomaban ocho filas de remos, cada uno manejado por tres remeros, necesarios para impulsar la nave con fuerza y precisión.

A pie de muelle, aguardaban Yusuf y un hombre de porte marinero, que Jorge supuso sería el capitán.

—Sharos, Tharakos —saludó el desconocido con una leve inclinación al ver acercarse a Jorge.

—El capitán Noa Kampala nos llevará hasta Asier, elí —explicó Yusuf.

Jorge recorrió con la mirada el cielo encapotado antes de dirigirse al marino:

—Espero que el tiempo nublado no sea un inconveniente, capitán.

Yusuf tradujo, y el capitán respondió con seguridad.

—Dice que las condiciones son óptimas para la navegación, que el Caballo de Mar nos llevará seguros a los cuatro.

Jorge alzó la vista hacia el nombre grabado en la borda: HIPATHAL.

—¿Ese es el nombre del barco? ¿Caballo de Mar?

—Sí, elí, aunque puede cambiarlo si lo desea.

—Está perfecto así. Pregunta cuánto durará la travesía.

Un breve intercambio en ketirí, y Yusuf transmitió la respuesta:

—Si dependemos solo de los remeros, tardaremos unas tres horas. Pero el Alto Benassur solía ordenar izar las velas, con lo que podríamos llegar en apenas dos.

Jorge meditó un instante.

—¿Podríamos hacerlo en dos horas y media solo con re-mos?

El capitán escuchó la traducción y asintió con una sonrisa confiada.

—Si el sobrestante se emplea a fondo, será posible.

Eran las once de la mañana; el tiempo nublado envolvía el puerto en una luz tenue, casi íntima. La brisa salina traía consigo el murmullo del agua contra los pilotes de madera y el ocasional grito de una gaviota que se alejaba sobre el mar gris. Jorge decidió que prefería la fuerza bruta del músculo para esta travesía. Nada podía compararse a la belleza de cuerpos trabajados en el esfuerzo, a la sincronía perfecta de la carne domada por la voluntad de su amo.

Mientras hablaban, los esclavos ya habían subido a bordo. En la cubierta, los remeros fueron encadenados a los bancos con grilletes en los tobillos; una larga cadena corría a lo largo de la bancada, asegurándolos a la nave. El sonido del metal entrechocándose le resultó extrañamente placentero, un eco de dominio y resistencia. Los que acarrearon los bultos, en la popa, aseguraban los bultos y se mantenían a la espera de cualquier orden, y los porteadores recibían ungüentos para sus maltrechos hombros de manos del vilicus.

Jorge ascendió con calma al Hipathal, seguido de Yusuf y Eukario. El capitán, último en abordar, ordenó la retirada de la pasarela y lanzó las amarras al personal de tierra. Hubo un leve estremecimiento bajo sus pies cuando el barco quedó completamente libre.

Por un instante, Jorge se preguntó si aquellos brutos sa-brían remar con eficacia, pero su duda se disipó en cuanto vio sus cuerpos tensarse al unísono. Los músculos, endurecidos por el esfuerzo, respondieron con precisión milimétrica. A la orden del sobrestante, los esclavos sumergieron los remos en el agua y comenzaron a impulsarlo todo con un vaivén hipnótico, una danza de torsos desnudos y piel resbaladiza.

Jorge se acomodó en la mejor posición para observarlos. Desde su asiento, veía la línea de sus espaldas arqueándose con cada brazada, los omóplatos sobresaliendo como alas a punto de desplegarse. El sudor empezaba a perlarse sobre la piel de algunos, dibujando surcos sobre la musculatura trabajada. El ritmo era firme, contenido, y el jadeo sordo de los remeros se mezclaba con el sonido de los remos golpeando el agua.

Las cadenas tintineaban suavemente con cada movimiento, recordando a Jorge que aquellos hombres no podían detenerse ni decidir su propio ritmo. Eran fuerza bruta puesta a su servicio, carne moldeada por la obediencia. Se inclinó ligeramente hacia Yusuf y le dijo en voz baja, casi como si no quisiera romper la armonía del momento:

—El Hipathal avanza con fuerza. Me gusta.

Yusuf asintió con una leve sonrisa, pero no dijo nada. Jorge dejó escapar un suspiro, cruzó una pierna sobre la otra y disfrutó del espectáculo de su poder en movimiento.

La travesía apenas comenzaba. Unos minutos después se perdió de vista la tierra, aunque el capitán parecía totalmente seguro con la rueda de timón entre sus manos; el sol se adivinaba entre las nubes, y Jorge empezó a notar que el ritmo ya no era tan intenso como al principio.

—Que los esclavos no sean tan perezosos; conocí a un vilicus en Sunrut que sabía hacer bien su trabajo, veamos si el que he comprado vale la pena. Quiero que llegue más cansado que el último remero.

Yusuf explicó a Noa que el elí deseaba máxima velocidad a punta de látigo.

El sobrestante es un vilicus especializado en disciplinar esclavos de remo. El de Jorge era un imponente mulato de más de dos metros de alto que al igual que el resto de los esclavos había sido depilado por electrolisis salvo las cejas; era el que había aplicado curas a los porteadores de la litera. Tomó de una caja un enorme látigo con cada mano, y pronto demostró que era totalmente ambidextro y azotaba con la misma fuerza descomunal con los dos brazos. Su destreza era tal que podía golpear y marcar en un mismo gesto las tres espaldas de los remeros que compartían banco; en pocos minutos hilos de sangre recorrían todos los dorsos, y no permanecieron libres de castigo los pechos, brazos ni glúteos. Se movía a lo largo de la nave con una mirada feroz, jadeando, cumpliendo a rajatabla la orden de ser él el más exhausto de los esclavos.

Jorge disfrutaba pensando que el aroma del sudor y la sangre mezclados con la brisa marina constituía un perfume insuperable. Se habría masturbado allí mismo, pero aunque sabía que ninguno de los presentes se habría sobresaltado por ello era mejor guardarse las ganas por el momento, y se limitó a mirar cómo el sobrestante brillaba empapado de sudor bajo el sol. Incluso se rio de buena gana cuando en un vaivén el mulato cayó de espaldas y casi se parte un hueso; tardó un rato en dejar de cojear.

La nave avanzaba veloz gracias a la salvaje coreografía, y los remeros, exhaustos, lanzaban de vez en cuando alaridos de dolor que sobresalían sobre los constantes chasquidos de los látigos. La bruma, espesa y densa, comenzó a despejarse poco a poco, y en el horizonte, sobre la línea del mar, apareció el perfil borroso de la costa. La silueta de un puerto empezó a definirse lentamente. El barco, bajo la atenta mirada de Eukario y el capitán Noa, ajustó su curso, enfilando la bocana del puerto. La entrada era angosta, custodiada por enormes columnas de piedra que se alzaban con majestuosidad, marcando el paso hacia el refugio seguro. Eukario demostró muy buen humor durante la travesía, y Jorge recordó que le había hablado de la isla a la que arribaban, así que le pidió que le contara datos curiosos o importantes de Betia; este lo hizo encantado.

—Ya sabe, elí, que al igual que en Alfar todas las haciendas pertenecen a hombres, en Betia las dueñas son mujeres. Esta isla es solo un poco más pequeña que Alfar, pero a diferencia de su hermana mayor Betia carece de montañas, su geología se asemeja más a la de una isla coralina tropical, con suaves ondulaciones cubiertas permanentemente de plantas verdes exuberantes y suelos arenosos o arcillosos en los que raramente aparecen piedras, que de hecho han de ser traídas de islas próximas para la construcción de edificios. En cambio el terreno es fértil y húmedo; las mejores frutas son las de Betia, y las explotaciones agrícolas se alternan con las fincas de ganado y las piscifactorías.

—¿Qué tipo de ganado se cría? La carne que probé en la hacienda me pareció deliciosa, pero diferente a la ternera que conocía en España.

— Betia tiene una especie única, elí, un búfalo de agua endémico de la isla. Es el principal animal de ganadería aquí, y la mayoría de ellos viven libres en la naturaleza, lo que hace que su carne tenga un sabor más especial.

—¿Entonces viven en las cuatro haciendas de la isla?

—No, elí. A diferencia de Alfar, donde cada palmo de te-rreno pertenece a alguna de las seis haciendas, en Betia las cuatro haciendas existentes forman un anillo exterior que deja en el centro una zona común enorme donde viven los búfalos y muchos otros animales; es un lugar precioso, con un gran lago interior.

Mientras así conversaban el capitán Noa hizo llegar sua-vemente la galera al muelle de atraque, se ataron cabos y tras unos minutos de espera Jorge pudo saltar a tierra nuevamente.

Eran solo las dos de la tarde, y al parecer la casa grande de la señora de Asier estaba a unos diez kilómetros de allí, lo que suponía hora y media de travesía forzando la marcha (como era la intención de Jorge); de todos modos tanto Eukario como Yusuf opinaban que lo mejor era llegar cuanto antes para así poder descansar y prepararse para la recepción oficial, mejor que llegar con el tiempo justo, y Jorge decidió seguir este consejo. Subió de nuevo a la cabina de su litera y comprobó como sus esclavos porteadores volvieron a levantar su peso cargándolo con los mismos hombros heridos, mientras que los brazos sanos quedaban más a la vista; sin duda esos próximos diez kilómetros los iban a recordar mucho tiempo. El sudor perlaba sus espaldas bronceadas, recorriendo la musculatura tensa de sus hombros y deslizando hilos de humedad por la curvatura de sus dorsos desnudos. Cada uno de ellos mantenía la cabeza alta, la mandíbula apretada, centrados en su cometido con una devoción casi reverencial.

Jorge los observaba con satisfacción, siguiendo con la mirada la poderosa expansión de sus torsos al respirar hondo y el sutil estremecimiento de los músculos cuando el peso de la litera se asentaba con cada paso. El esfuerzo transformaba sus cuerpos en una exhibición fascinante de fuerza y resistencia, y el amo lo disfrutaba con la calma de quien sabe que ese espectáculo era solo para él.

El terreno facilitaba la travesía, y los porteadores mante-nían un ritmo rápido, pisando la tierra con firmeza y decisión y moviendo sus culos musculosos con determinación. El calor comenzaba a intensificarse, y las gotas de sudor se hacían más densas, resbalando hasta perderse entre la línea de los omóplatos o descendiendo por los vientres tensos. De cuando en cuando, alguno lanzaba una exhalación profunda, como si intentara liberar la presión de su esfuerzo, pero ninguno rompía la compostura ni desaceleraba el paso.

Eukario y Yusuf cabalgaban junto a la litera, ambos atentos al camino y a la resistencia de los esclavos. Jorge, sin embargo, se permitía el placer de sumirse en aquella visión, en aquel desfile de piel y músculo, en la manera en que sus cuerpos respondían con perfección a la tarea asignada. Sabía que llegarían antes de lo previsto, que su orden de forzar la marcha había sido ejecutada sin vacilación. Pero no tenía prisa.

El balanceo continuo de la litera, la calidez del aire, la cadencia de las pisadas y el jadeo rítmico de los porteadores componían una sinfonía de poder y obediencia. Jorge cerró los ojos un instante, dejándose llevar por la sensualidad del momento, por la certeza de que cada gota de sudor, cada latido acelerado, cada músculo en tensión existía solo para él.

Cerraban la comitiva los ocho esclavos que soportaban los pesados cofres con ropa, utensilios personales y pertrechos. Viajaban por una vía bien pavimentada, siempre cerca del mar y de interesantes construcciones; Jorge hizo una seña a Eukario para que se aproximara a su lado y así poder conversar con él.

—Pensé que en Betia solo habría mujeres, pero por lo que parece no somos los únicos hombres aquí —dijo Jorge al cruzarse con algunos varones ketiríes.

—Ciertamente, elí. Algunas tareas son desempeñadas por hombres incluso en Betia.

—¿Tareas de fuerza, como la estiba, minería y cosas parecidas?

—Oh no, elí, eso lo hacen esclavas, puede verlo usted mismo —dijo señalando un grupo de mujeres desnudas que tiraban de grandes sogas para descargar un pesado cargamento de piedras. Aunque parecían hacer la tarea sin supervisión las marcas de latigazos en su cuerpo eran claras. Las esclavas eran jóvenes y muy vigorosas, muchas con la cabeza afeitada o un pelo incipiente, y el vello público afeitado en la mayoría, aunque algunas no carecían de él. Muchas tenían aros de hierro incrustados en los pezones, y algunas habían sido castigadas con el cercenado de algún seno, la nariz o una oreja; todas ellas presentaban unos cuerpos verdaderamente atléticos.

—Ninguno de los hombres que puedas ver vive permanentemente en Betia, elí. Por lo general, están de paso, como nosotros, o se encuentran en misión comercial. Y desde el instante en que ponemos pie en la isla, quedamos sujetos a sus leyes, que otorgan siempre la primacía a la mujer sobre el hombre.

—Sí, ya he oído eso antes, y te confieso que la idea no me complace nada, Eukario.

—Pero eso no debe perturbarle, elí. Usted es noble, y las leyes del país siempre lo protegen. Es, en esencia, una cuestión de protocolo, y para eso estoy aquí —le dijo el empleado con tono sereno, intentando transmitir calma.

Aún no eran las tres y media de la tarde cuando, a lo lejos, se dibujaba el perfil de un edificio imponente, de un granito tan blanco que se asemejaba al mármol. La comitiva se detuvo ante una garita de control; allí, una oficial indicó a Yusuf que la siguieran sin demora. Atravesaron jardines de una belleza casi onírica, cuyos senderos parecían invitar a recorrer cada recoveco, hasta llegar finalmente a un pabellón destinado por la señora de Asier para que se preparasen para la recepción vespertina.

Mientras avanzaban, Jorge no podía evitar sentir una mezcla embriagadora de desasosiego y placer. El entorno exudaba una sensualidad particular: la suavidad del aire, el murmullo de las fuentes en los jardines y el brillo casi irreal de aquel edificio que parecía haber sido esculpido en luz. Aquel instante, en que la leyenda de Betia se entrelazaba con sus propios temores y deseos le hacía recordar que en cada detalle de la isla —cada aroma, cada textura— se escondía la promesa de una experiencia única, una danza de poder y sutileza que solo Betia podía ofrecer.

Habían llegado, por fin, al umbral de un nuevo capítulo en una tierra de contrastes, donde la fuerza se medía en la delicadeza y en la pasión de lo prohibido.

18. Betia

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