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19. Lakua

Escrito por: amomadrid8

Miércoles, 8 de octubre. 18 horas.

Jorge ansiaba dejar una huella imborrable, por lo que se reunió con Eukario y Yusuf para ultimar hasta el último detalle. Lo primero era el atuendo. Se sentía afortunado, ya que los colores escogidos para su casa no solo eran hermosos, sino que favorecían su figura, y todas sus prendas estaban impecables ya que eran completamente nuevas.

Aunque el naranja era la tonalidad dominante en su paleta, optó por una arriesgada túnica de lino en una combinación de blanco y turquesa que caía hasta rozar el suelo. El vibrante naranja delineaba con audacia las mangas, el dobladillo y el cuello, aportándole un toque de calidez sin perder la frescura del conjunto. En sus pies llevaba sandalias negras, y un sencillo cinturón blanco ceñido a la cintura completaba la composición con una elegancia discreta.

Sin embargo, el elemento distintivo era una joya etérea: una pequeña corona, conformada por dos finos aros paralelos de oro de 22 quilates, separados por una sucesión de gemas finamente engarzadas. Las incrustaciones de turquesa y de ámbar pulido rendían homenaje a los colores de su hacienda, mientras que diminutas flores esmaltadas en blanco se intercalaban, sirviendo de sutiles divisores entre las piedras semipreciosas.

Este delicado aderezo se realizó en solo un día gracias a la sencillez de su diseño, y su efecto resultaba cautivador: una elegancia majestuosa y refinada, sin caer en la ostentación, ideal para lucirse ante la digna anfitriona, quien ocupaba una posición más alta en la jerarquía social. Así, Jorge lograba expresar su poder y gusto exquisito sin apabullar la presencia de aquella mujer, preservando siempre la delicadeza y el protocolo que la ocasión exigía.

El señor de la hacienda Tharakos notó de inmediato que la casa grande de Asier se erguía como un auténtico palacio, mientras que la suya, en contraste, resultaba rústica e incluso algo tosca. No era de extrañar, pues él vivía en un lugar que se ajustaba de las preferencias de Benassur. Sin embargo, desde ese instante se comprometió a transformar su morada, poco a poco, invirtiendo dinero y energías en su renovación, sin caer en la ostentación grotesca que a menudo caracteriza a los nuevos ricos.

A la hora acordada, la encargada de protocolo de la hacienda se presentó para anunciar que la Muy Alta Lakua Asier recibiría a los invitados de la hacienda Tharakos. Siguiendo la etiqueta ketirí, la funcionaria ofreció su brazo a Eukario; tras ellos, caminaban Yusuf a la izquierda y Jorge a la derecha. Jorge se concentraba en no pisar su túnica, procurando caminar erguido para evitarlo.

Atravesaron varios umbrales, todos custodiados por guardianas con elegantes uniformes de corte funcional, en los que predominaban los colores verde y amarillo, representativos de la hacienda Asier. Estos atuendos combinaban espadines de honor con armas automáticas ligeras que colgaban de sus hombros. Finalmente, dos puertas con relieves de pavos reales de un brillante tono verdoso se abrieron ante ellos, y entraron en el salón donde la anfitriona, rodeada de su séquito de honor, les esperaba.

—Sharos, Uchchatári Lakua Asier —dijo Jorge con voz clara, mientras se inclinaba juntando las manos ante una mujer que se erguía serena sobre un estrado en el centro de la estancia.

—Sharos, Uchchatá Jorge Tharakos —contestó ella, devolviendo el gesto sin alterar su postura.

Jorge se dio cuenta de que no se había informado previamente sobre la apariencia de esta mujer. Al verla, experimentó una mezcla de sensaciones. Calculó que su edad oscilaría entre los cuarenta y los sesenta años; en realidad, Lakua tenía setenta y dos, pero su porte la favorecía. De estructura menuda, delgada y fuerte, apenas superaba el metro y medio, aunque el estrado donde se encontraba la hacía parecer más alta. Vestía un ceñido atuendo metálico que asemejaba oro puro y la cubría casi por completo, salvo los brazos. Su cabello era de un negro absoluto, y su piel morena presentaba un tono suave y sin imperfecciones visibles. Lucía un encantador tocado blanco que la favorecía mucho, así como algunas pulseras doradas. Aunque no encajaba en los cánones tradicionales de belleza, Jorge percibió de inmediato su energía, elegancia y fortaleza. Se sintió deslumbrado y, aunque le sorprendió, reconoció que la primera impresión que Lakua Asier le causaba era sumamente positiva.

La conversación se desarrolló a través de intérpretes: Lakua hablaba, Eukario traducía para Jorge, éste respondía y, finalmente, la traductora descifraba para la señora la réplica.

—Bienvenido a mi hacienda, español —dijo Lakua en ketirí con voz medida y fría, ostentando la autoridad que le confería su posición.

—Le agradezco de todo corazón —replicó Jorge, inclinándose en señal de respeto—. Aunque España es la nación de mi nacimiento, tuve el honor inenarrable de recibir la nacionalidad ketirí, distinción que acepto con absoluta lealtad a nuestra patria común.

—Tengo entendido —prosiguió Lakua— que la hacienda Gurión se ha transformado en la hacienda Tharakos, que ahora ocupa el lecho de mi amigo Benassur, y que usted ha despreciado sus gustos, llegando incluso a rechazar sus esclavos.

Jorge esbozó una leve sonrisa melancólica y respondió:

—Todo lo que soy y poseo es fruto de la generosidad del Alto Benassur Gurión, algo que jamás olvidaré. Sin embargo, creo que él intuía que quien viniese tras él debía gobernar la hacienda a su modo; eso es precisamente lo que pretendo hacer. Sé que él fue amigo de esta hacienda, y anhelo, en un futuro no muy lejano, poder decir lo mismo.

Tras escuchar a su intérprete la voz de Lakua se tornó apenas más suave, cargada de un protocolo severo:

—Por amor a su memoria y en respeto a nuestras tradiciones celebramos esta velada. Aceptaré las decisiones del Consejo, pero debe saber que me opuse a su naturalización, es decir, a que se le concediera nuestra ciudadanía. Hoy es bienvenido en mi casa, aunque desearía que no hubiera sido recibido en la de Benassur.

Mientras Lakua mantenía su rostro imperturbable, Eukario transmitía sus palabras a Jorge, quien parecía sopesar cuidadosamente su respuesta. Tras un instante de pausa, él declaró con voz serena:

—Mi hacienda puede ser la mayor del país, pero yo me considero el más modesto entre los señores que gobiernan. No le imploro su confianza, pues aún no he tenido ocasión de merecerla. No obstante, le aseguro que me ganaré su estima; la amistad y el afecto personal pueden ser objetivos inalcanzables, pero la honorabilidad, la honradez y un proceder recto no lo son. Pronto llegará el día en que no se me perciba como un español que llegó para aprovecharse de los bienes del Alto Benassur Gurión, sino como un digno compatriota.

En ese preciso instante, Jorge notó que la expresión impasible de Lakua se suavizó, dejando entrever una leve sonrisa, justo antes de que la traductora comenzase a articular la réplica para su señora. La sospecha se instaló en la mente de Jorge: la anfitriona debía comprender el español, o al menos captar la esencia de sus palabras.

El ambiente entonces se volvió un poco más relajado. Lakua se dirigió a Yusuf con mayor afabilidad, y ambos intercambiaron frases en tono amable; entre tanto la tarde había ido declinando, y se fueron encendiendo lámparas de aceite, aunque Jorge se dio cuenta que parte de la iluminación provenía de luces led estratégicamente colocadas para no desentonar. La anfitriona descendió de la tarima donde se encontraba y se dirigió a la habitación contigua, en la que aguardaba una mesa rectangular primorosamente preparada para celebrar una cena; se había previsto una docena de comensales. Lakua se sentó en la cabecera y le indicó a Jorge con una sonrisa que tomase asiento a su derecha. El resto de invitados eran mujeres de la casa de Asier, salvo naturalmente Yusuf y Eukario, quienes también tomaron asiento cerca de la anfitriona con el fin de acompañar a su señor en esta celebración.

En Ketiris una velada vespertina puede ser bastante larga porque no se trata simplemente de cenar, sino que es ocasión para charlar e incluso reír y pasarlo bien; se bebe, se habla sin muchos remilgos, y justamente se sirven los platos de comida al final.

Lakua se mostró como una hábil comediante, hablando siempre en ketirí pero siguiendo sin duda las conversaciones en español entre Jorge, Yusuf y Eukario. Los invitados eran forzosamente el centro de interés, y el resto de las damas se dirigían a ellos con frecuencia para preguntarles todo tipo de cuestiones. Yusuf en especial demostraba mucho agrado en estos intercambios verbales con el otro sexo, y Jorge encontró que su galantería tenía el afán de seducir; pero no parecieron hacer mella sus gracias entre las otras invitadas, que en cambio coqueteaban abiertamente entre ellas y aunque se mostraban corteses no parecían ser demasiado sensibles a sus encantos.

Los postres se convirtieron en un escaparate vibrante de las frutas exóticas de la isla, que Jorge encontró deliciosamente frescas; algunas, tan inusitadas para él, parecían sacadas de un sueño. En ese ambiente festivo, una empleada se acercó sigilosamente a la dueña de la casa y, mediante una señal convenida, le comunicó algo. Lakua respondió con una aprobación sutil, y en un abrir y cerrar de ojos, se presentaron tres hermosas esclavas personales, jóvenes y de innegable belleza, destinadas a entretener a la selecta audiencia. Iban completamente desnudas, y lucían grandes aros plateados atravesando sus depiladas vaginas así como otros menores en los pezones; la impresión era que debían estar muy molestas con ellos, pero lo cierto es que durante su actuación se comportaron como si estos anillos no les afectaran en absoluto. Con movimientos ágiles y la gracia de cuerpos cincelados por el esfuerzo, cada una encendió dos antorchas y, como en un ballet de fuego, jugó con ellas: las intercambiaba arriesgadamente de mano, las lanzaba al aire para recogerlas en el último instante, ejecutando saltos y piruetas con una precisión asombrosa. Pese a que alguna de las antorchas rozara el límite del peligro, la ejecución siempre se mantenía limpia, impecable y sorprendentemente libre de daños. La audiencia jaleaba cada ejercicio, y aunque inicialmente se limitaba a aplaudir hubo cada vez más muestras de entusiasmo. Al final las mujeres asistentes aullaban y se deleitaban con las contorsiones de las tres muchachas, a las que dedicaban frases y expresiones picantes, pero guardando siempre el decoro debido tanto a la ocasión como al hecho de saber que esas preciosidades eran propiedad exclusiva de la señora de la casa. Esta, finalmente, hizo señas de que se retirasen, lo que cumplieron sudorosas y jadeantes; besaron los pies de su dueña una tras otra y desaparecieron sonrientes entre aplausos. En ese momento Jorge recibió otra sorpresa aún mayor, pues Lakua se inclinó sobre su oído y comenzó a hablarle en perfecto francés:

—Monsieur Tharakos, le dîner fut des plus agréables, n'est-ce pas ? Permettez-moi de vous proposer de poursuivre notre conversation en privé. Je vous invite à me suivre dans la salle attenante, où nous pourrons savourer un café à l'abri des regards.

¡Le estaba invitando a tomar café en privado! Jorge se apresuró a aceptar encantado.

—Madame Lakua, je suis agréablement surpris de vous entendre parler en français sans intermédiaire. C'est un plaisir inattendu, et je serais honoré de vous suivre dans ce moment d'intimité.

La conversación continuó en tonos igualmente sutiles; Lakua se levantó con una elegancia innata y, sin dudarlo, Jorge la siguió. Con un gesto discreto abrió una puerta cercana, y ambos se adentraron en una habitación pequeña pero acogedora, bañada por la luz tenue de lámparas led ocultas tras artísticas cornisas blancas. En el centro, un velador flanqueado por dos sillas tapizadas igualmente en blanco sostenía un servicio de café primoroso, dispuesto con meticulosa delicadeza para que cada uno se sirviera a su antojo. La jarra humeaba esparciendo su delicioso aroma.

Jorge permitió que la anfitriona tomase asiento, y, conteniendo una ligera timidez, se sentó frente a ella mostrando una sonrisa un tanto forzada que delataba su mezcla de cortesía y nerviosismo.

—Bueno, Jorge, las cartas boca arriba —dijo Lakua con un español pluscuamperfecto, y añadió entre risas—: ¡Y cerrá la boca, no te vayan a entrar moscas!

—¡Lakua… hablas español! —exclamó Jorge, en el colmo del asombro.

—Sí, querido, mi castellano está un poco oxidado, pero aún lo recuerdo bien… ¿Kamar no te había contado? Es nuestro pequeño secreto, ¿no?

Jorge notó que la mujer había optado por el tuteo, y decidió hacer lo mismo, esperando no parecer descortés.

—Kamar nunca me habló de ti. Cada día que paso en este país es una sorpresa.

—Mirá, te confieso que me caés bien. Quizá no debería actuar así, pero el instinto pocas veces me falla; creo que vos no sos el problema.

—Gracias por la confianza. No, no quiero ser ningún problema.

—Igual, si sos un agente a sueldo, seguro no me lo vas a decir.

—Esa insinuación es absurda. Yo tenía una vida tranquila y normal; la verdad es que no entiendo por qué ahora aparecen sospechas sobre mí. Si Kamar no me hubiera presionado hace días, habría vuelto a mi pisito en Madrid… a veces pienso si no debería dejar toda esta locura y regresar —mintió Jorge, quien en realidad no sentía ningún arrepentimiento y mucho menos tenía ganas de dejar lo que ahora poseía.

—¿Realmente es absurda? Aparecés justo para salvar a un espía ruso del comando que nos lo iba a entregar y luego venís con él para ayudarlo a infiltrarse; se podía pensar que era un movimiento absurdo, pero yo siempre sostuve que era una jugada genial, porque justo acá no lo íbamos a buscar. Aparte estaba entrenado para saltar nuestro detector de falsedad… pero era todo tan raro, tan conveniente, que no me encajaba. Luego tenemos el asunto del testamento de Benassur, todas contábamos con que el viejo prohijaría a Yusuf, pero no lo hace ¡y aceptás heredarlo! Demasiado obvio, demasiado explícito. Era tan fácil sospechar de vos que yo, que fui quien pidió tu ejecución inmediata en el Consejo cambié de opinión y empecé a defenderte. Eras sincero. Lo que hiciste con ese estúpido ruso te salvó a mis ojos; la sesión en la sala de diversiones iba más allá de lo que se puede simular, ahí vi que realmente has nacido elí, has nacido amo; una elí como yo reconoce a su igual de inmediato, y ahora sé que vos lo sos. Un elí que no había tenido esclavos hasta ahora, pero que sabe qué son y cómo se usan.

—¿Me habéis espiado todo el tiempo? ¿Quién más nos está viendo ahora mismo? —dijo Jorge con voz despechada.

—No seas estúpido, Jorge. No nos espiamos entre haciendas; te tuvimos bajo estrecha vigilancia, por supuesto; pero todo eso fue en Sunrut, fuera de este enclave no necesitamos espiar. De hecho jamás habrías llegado al archipiélago si te hubiéramos considerado una amenaza.

Jorge respiró hondo, intentando recobrar la calma.

—¿Eres argentina o uruguaya, verdad? Perdona si la pregunta resulta indiscreta.

—Soy profundamente ketirí. Pero entiendo que te referís a mi lugar de nacimiento. Sí, nací en la provincia de Buenos Aires, así que, originalmente, soy argentina. No te voy a relatar toda mi historia ahora, pero conocí a una mujer maravillosa en lo que entonces era mi país. Vine con ella aquí y, tiempo después, me prohijó; por eso, llevo el apellido Asier.

—¿Cómo que te prohijó? ¿Qué significa eso exactamente?

—¿No sabés eso? En Ketiris, nuestras leyes permiten que una mujer prohíje a otra, otorgándole su apellido y derechos de herencia.

—Supongo que entre hombres ocurre lo mismo.

—Exactamente. Pero una mujer no puede prohijar a un hombre, ni viceversa.

—¿Es posible prohijar a más de una persona?

—Por supuesto. En ese caso, al fallecer la mamá, se reparten los bienes entre las hijas. Igual los varones.

—¿Y si no hay hijos, quién hereda?

—Es el caso de Benassur. Si dejó testamento, se cumple su voluntad; y, en ausencia de este —como sucede a menudo—, el Estado hereda.

Lakua tomó la jarra llena de café y sirvió una taza a Jorge, quien se había olvidado momentáneamente de que tal era el supuesto propósito de su reunión. Ambos degustaron la bebida con cuidado, pues aún estaba casi hirviendo. Jorge reparó que la porcelana del servicio evocaba la delicadeza de Limoges. En su mente se agolpa-ban preguntas.

—Pero, ¿cómo es posible…? ¿Qué ocurre con los padres biológicos de las personas? ¿Y los esclavos, de dónde se obtienen?

—Pensé que Kamar ya te habría contado de dónde vienen los niños —respondió Lakua, con voz juguetonamente traviesa—. Al menos, Yusuf debió habértelo comentado. Habla con él; ahora no es el momento.

—De acuerdo. Y, ahora que mencionas a Yusuf, él me explicó que Benassur no le legó nada en su testamento, pero según parece, lo iba a prohijar. ¿No resulta eso raro?

—Sumamente extraño. Que lo iba a prohijar no es mera suposición: el viejo Benassur me lo dijo hace tiempo, aunque en su última visita —poco antes de morir— me comentó que estaba sopesando qué hacer. Tal vez cambió de opinión en el último instante.

—Aparentemente Yusuf no está decepcionado, pero ¿po-dría estar fingiendo, ocultando resentimiento?

—¿Yusuf? No, no, imposible. Es una persona de gustos sencillos, posee un puesto envidiable y viaja por el mundo con frecuencia, de hecho en ocasiones lo hemos hecho juntos… su único defecto es que mira a las mujeres con ojos tiernos, pero yo sé respetarlo todo.

—Me alegra entonces saber que todo te parece bien.

De repente, Lakua levantó la mirada con gesto fiero y con ojos encendidos en una intensidad inusitada se dirigió a Jorge:

—¡Ketiris está a punto de perecer! ¿Eso a vos te parece bien?

Jorge no sabía cómo reaccionar.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—¡Israel, eso ocurre! ¡Los malditos judíos, eso ocurre! Finalmente todo está pasando tal y como yo siempre sospeché y temí.

—¿Israel es enemigo de Ketiris?

—¡Sí! Nos quieren muertos, nos quieren fuera de juego. Están acechando, buscando un resquicio para meter su garra y llevarse la ketirita… aunque creo que la cosa va incluso más allá de eso. Ahora tengo pruebas. Ya habían intentado sin éxito instalar Pegasus en nuestros teléfonos, pero es que ahora que tenemos sus drones caídos sabemos que son ellos, no hay duda. El Consejo me tuvo que escuchar. Pero siguen sin creer que tenemos dentro a alguien que nos está traicionando; y ojalá no seas vos.

—No soy yo. Y desde este momento pondré todo de mi parte para evitar que ocurra ninguna desgracia. He roto mis vínculos con el mundo exterior, con mi antiguo pasado, deseo de corazón formar parte de Ketiris. Y los judíos no son santo de mi devoción, precisamente.

—¿Entonces vos sos antisemita?

—-No. Soy antisionista, que no es lo mismo. Considero que el estado de Israel es un monstruo, un elemento contrario a la paz, que no respeta los derechos humanos, que en un mundo medianamente justo debería estar sancionado y vigilado. Que sus dirigentes actúan como matones, que deberían ser enjuiciados y condenados por los tribunales internacionales. Que se creen con derecho divino para sojuzgar a cualquiera que se oponga a sus intereses, pretenden ser el pueblo elegido por Dios, y todo lo justifican así. Los judíos fueron perseguidos por Hitler y sufrieron el holocausto… pero ahora ellos hacen exac-tamente lo mismo con sus vecinos e incluso con sus compatriotas árabes.

—Veo que lo tenés claro. ¿Has estado alguna vez en Is-rael?

—No. Lo pensé muchas veces… Jerusalén, Belén, tantos lugares que resuenan en nuestra tradición. Pero no, mis escrúpulos me lo impidieron. Un país tan vergonzosamente inmoral no merece mi visita.

—La ketirita es un poderoso motivo para que nos quieran invadir —dijo Lakua, con la calma de quien expone una verdad incontestable—. Es el motor que nos mantiene vivos, la clave de nuestra independencia. Sin ella, estaríamos perdidos. Y vos lo sabés bien: la mayor parte está en tu hacienda, Jorge. Andate con cuidado.

—Lo haré. Por suerte, la producción está bastante automatizada. Lo importante es rodearme de gente de confianza, que esté atenta a cualquier sombra de sospecha.

—Podés contar con Yusuf para eso. Sus consejos valen oro.

—Sí, lo sé. De todos modos, hay algo en él… No puedo evitarlo. Me incomoda, como si me juzgara todo el tiempo.

—Tonterías. No lo conocés como yo. Yusuf ha viajado por todo el mundo, incluso ha viajado a Israel varias veces; y yo también.

—¿Y eso no es peligrosísimo? Me parece una imprudencia.

—Depende. En mi caso, no. Cuando fui, aún vivía en Ar-gentina. Estuve en un kibutz, invitada por una vieja amiga. Y Yusuf… él lo hace como turista. Con su pasaporte diplomático elude los controles molestos. Ha visitado Estados Unidos, Alemania, Rusia, Emiratos, China, Australia… Israel también. Y jamás nadie se le acercó para molestarlo. El día que eso cambie, lo sabremos.

—Aun así, yo no tentaría tanto a la suerte. Mejor que, por ahora, evite Israel, ¿no te parece?

—Por supuesto que en este momento no sería aconsejable. Pero no seas ingenuo: si los servicios israelíes quieren contactarlo, lo harán en cuanto ponga un pie fuera del país. No necesita ir a Jerusalén para eso.

Hubo una pausa. Lakua dio un sorbo a su taza y, sin apartar la vista del líquido oscuro, preguntó:

—¿Fuiste a la cantera de ketirita?

—No aún —confesó Jorge—. Supongo que debería hacerlo. Aunque me imagino un sitio frío, tecnológico, aburrido.

Lakua se echó a reír.

—¡No tenés ni idea, querido! No es ninguna de esas co-sas.

—Pero pensaba que la extracción de ketirita era un proceso mecanizado.

—El refinado sí. Una vez extraído el mineral en bruto, se lleva a un centro especializado. Allí lo cortan en láminas finísimas y lo someten a reactivos específicos, hasta obtener unos pocos gramos de mineral puro. La magia está en su capacidad para formar superficies de apenas unas moléculas de grosor. Con muy poca masa, se puede recubrir prácticamente cualquier cosa. Por ejemplo, el pebetero que me regalaste… Imagino que no es completamente de ketirita, ¿verdad?

—En eso te equivocas. Me aseguraron que sí lo es.

Lakua alzó las cejas, genuinamente sorprendida.

—Entonces es un obsequio descomunal.

—Bien… Pero si el proceso de refinado es tan sofisticado, ¿no tenía razón al suponer que la cantera es un sitio lleno de máquinas y sin alma?

—No, en absoluto. Lo que te conté ocurre después de la extracción. Pero antes hay que arrancar las piedras y desmenuzarlas.

—¿Y eso no lo pueden hacer las máquinas?

—Claro que sí, pero no a la perfección. Pulverizar la roca, exprimir hasta el último microgramo del mineral… es un trabajo para brutos. Y además —Lakua sonrió con picardía—, resulta mucho más entretenido. ¿No opinás lo mismo?

Jorge comprendió que en Lakua tenía una aliada. Muy pronto debía visitar la cantera. En realidad, era algo que había estado evitando, pero ahora lo deseaba con una urgencia inesperada. Ya iría al mercado de esclavos después; primero quería comprobar el temple de sus recién adquiridos brutos.

Poco después, Lakua y Jorge regresaron al salón principal tomados de la mano. El gesto era claro: su relación había cambiado de forma ostensible, y todos lo notaron. Entre sonrisas y cortesías, los visitantes se despidieron de su anfitriona, quien les deseó una noche placentera en las habitaciones que había dispuesto para ellos, así como una travesía tranquila al día siguiente.

La estancia de Jorge era amplia y cómoda. Allí lo esperaba Álex, limpio y bien alimentado, tal como correspondía. Sin perder tiempo, Jorge se alivió en su boca y, antes de dormir, le colocó unas pinzas dolorosas en los pezones, disfrutando del leve estremecimiento de su cuerpo. Luego cayó en un sueño profundo, sin interrupciones.

Al alba, un baño aromático disipó los últimos rastros del descanso. Mientras el vapor se enredaba en el aire, ordenó a Álex que le diera un masaje, y solo después se vistió con calma. Al salir, encontró a Eukario y Yusuf ya instalados en el comedor, aguardándolo para desayunar.

El protocolo indicaba que la despedida ya se había producido la noche anterior, pero la sorpresa fue general cuando Lakua apareció en la mesa. Mayor aún fue el asombro cuando la oyeron hablar un español impecable, con un marcado acento argentino. Yusuf, quien había viajado con ella durante años y solo la conocía hablando en ketirí, se quedó observándola en silencio, como si de pronto viera a una mujer diferente.

La litera llevó de nuevo a Jorge hasta el puerto, donde su embarcación lo esperaba desde el día anterior. Como antes, los remeros doblaron los lomos al ritmo de los látigos del sobrestante, su piel marcada por la dureza del trabajo y la violencia de la disciplina. Cada músculo tensado, cada gota de sudor que resbalaba por sus espaldas relucientes bajo el sol, componía un espectáculo hipnótico, magnífico tanto para los ojos como para la libido de su amo.

A mitad de la travesía, Jorge decidió poner a prueba a Álex. Con una sonrisa de expectación, ordenó que sustituyera a uno de los remeros.

El cambio fue inmediato y desastroso. Álex apenas logró sincronizarse con el ritmo de los demás; sus brazadas eran torpes, su resistencia, insignificante. A cada remada, su cuerpo protestaba con un temblor creciente, y pronto su jadeo se convirtió en un gemido lastimero. Los músculos de sus brazos, aunque parecían bien marcados, se rebelaron contra el esfuerzo brutal. La sal del mar y el sudor le ardían en los ojos, y cada vez que su espalda se arqueaba demasiado, el látigo descendía sobre su piel desnuda con furia renovada.

—¡Más rápido! —ordenó Jorge, apoyado cómodamente en su asiento—. ¿O acaso ya estás agotado?

Álex quiso responder, pero apenas pudo balbucear un quejido. Su boca seca no encontró palabras, solo el temblor de un cuerpo que ya no le respondía. Un nuevo latigazo le abrió la piel del hombro. Luego otro. Y otro más.

Jorge lo observaba, complacido. Pero la diversión no duró mucho: al cabo de un tiempo, Álex ya no remaba, sino que apenas se sostenía en su puesto, tembloroso, con las manos entumecidas aferrando el remo como si pudiera salvarse de un destino inevitable. Finalmente, sus fuerzas lo abandonaron y se desplomó hacia adelante, quedando colgado de los bancos de remo como un trapo empapado.

—Inútil —masculló Jorge, chasqueando la lengua. Hizo una señal y los remeros lo apartaron de un tirón, dejándolo caer al suelo del barco.

Al llegar al puerto de Tauride, Jorge quiso ponerlo a prueba una vez más. Esta vez, ocuparía el lugar de uno de los porteadores de su litera.

El muchacho se incorporó como pudo, tambaleante. Su respiración aún era errática, su piel ardía por los azotes, y cada músculo de su cuerpo parecía estar al borde del colapso. Pero no tenía opción.

Dio los primeros pasos con la carga a sus hombros, tropezando a cada avance. Su visión se nublaba, sus piernas flaqueaban. No duró más que unos minutos. Cuando cayó, lo hizo con todo el peso de la litera, casi haciéndola volcar.

Jorge se levantó de inmediato, la furia marcada en sus facciones.

—¡Levantadlo!

Los esclavos intentaron ponerlo en pie a la fuerza, pero Álex apenas podía sostenerse sobre las rodillas.

—¡Azotadlo!

El látigo silbó en el aire y se estrelló contra su espalda, una vez, dos, diez. Cada golpe arrancaba un nuevo grito, más desesperado, más roto. La piel se le abrió en varias líneas irregulares, y pronto la sangre resbaló por su cintura, sus muslos y su musculoso culo. Pero su cuerpo ya no tenía nada que dar.

Jorge suspiró, exasperado.

—Cargadlo a cuestas.

Los esclavos que transportaban los pesados bultos recibieron la orden sin rechistar. Alzaron el cuerpo magullado de Álex como quien recoge un fardo y lo llevaron hasta la casa, sin mirarlo, sin prestar atención a sus débiles sollozos.

Jorge siguió cómodamente en su litera, disfrutando de la vista estimulante de los musculosos esclavos que lo llevaban tratando de ignorar la agonía del dolor de sus hombros heridos.

—Ya aprenderá.

19. Lakua

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