Jorge estaba de muy buen humor después de la sesión nocturna con el bruto; por fin se había follado a alguien que no fuera Álex. Durante el desayuno había recordado la detallada “hoja de servicios” que le ofrecieron en el hotel de Sunrut… parecía que eso había ocurrido en otra vida, pero fue hacía solo un mes. El caso es que pensó en anillar los pezones de los esclavos brutos mediante aros de acero soldados. Quería hacer una prueba con uno de ellos viendo de cerca el proceso y su resultado; mandó a Miceros que le trajeran al esclavo que acababa de ser marcado para ese experimento, así comprobaría de paso cómo le quedaba la marca de la nalga.
El joven llegó en compañía de un vilicus; cojeaba por el dolor del hierro y sobre todo por su desgarro anal. Seguía siendo muy hermoso, aunque Jorge ya no lo miraba con deseo; en cambio el esclavo temblaba de emoción y gozo. Mediante Miceros ordenó al vilicus que le mostrara cómo era el anillado.
El vilicus había traído las herramientas necesarias. Apri-sionó el pezón intacto del esclavo y con un punzón lo penetró por debajo de su ápice; el hierro entró y salió por la carne y la sangre empezó a manar con abundancia. Con otro pincho de forma cónica aprovechó el orificio y lo dio de sí; tomó un anillo de metal abierto tan grueso que Jorge no pensó que fuera a caber por el agujero recién hecho, pero la carne cedió ante la habilidad y la fuerza del vilicus: el anillo estaba dentro, y quedaba tan apretado que la sangre casi dejó de manar; el esclavo contenía el dolor a duras penas. Con unas tenazas cerró el aro por completo y después de que Jorge se apartó lo suficiente utilizó un soldador para unir las puntas de modo definitivo. El anillo se calentó mucho, pero era tan grueso que no llegó a provocar quemaduras profundas en el pezón, aunque sí bastante dolor. De inmediato repitió la operación con el otro; tuvo que emplearse con más habilidad porque este pezón estaba partido por un latigazo, como Jorge había comprobado con deleite. Finalmente el esclavo quedó anillado, y recibió el pinchazo en el glúteo de un antibiótico de prevención. Jorge comprobó que los aros ya no tenían abertura, pero no se atrevió a tirar fuerte de ellos para no desgarrar los pezones heridos, aunque en cuanto fuera posible lo iba a hacer. Examinó con atención la marca del hierro al rojo: una T perfectamente enmarcada dentro de un círculo. Debía dolerle aún como un demonio, a juzgar por cómo temblaba cuando presionaba y azotaba la zona; pero el bruto no se atrevía a rehuir los golpes.
Jorge estaba impresionado; la operación había durado apenas quince minutos. Mandó que trajeran a todos los brutos que en ese memento había en la casa, y que los anillaran los vilicus de inmediato en su presencia; resultaron ser veinte. Dictó una ley nueva a Eukario:
—Nueva orden. Todos los esclavos de fuerza serán anillados de inmediato en los pezones con aros de acero grueso.
—Queda anotado, elí. En adelante será así nada más comprarlos, al tiempo de su depilación.
—Que se lo apliquen de inmediato a los que poseo en la cantera y cualquier otro lugar.
—Será como ordenas, elí.
Disfrutó mucho con esta improvisada ceremonia.
Aquel día tenía que presentarse su reciente adquisición: los tres esclavos personales comprados en el bazok. Su libido estaba apaciguada tras la intensidad de la noche anterior, pero sabía que llegada la noche celebraría la nueva compañía. Sobre todo los hermanos. Su simetría y juventud le hacían intuir que serían sumamente útiles en el lecho.
Se acomodó en su sillón y desplegó la prensa del día, disfrutando de la ilusión momentánea de normalidad. Sin embargo, lo que le anunciaron no fue la llegada de sus esclavos, sino algo completamente inesperado: el Muy Alto Kamar Abumón y la Muy Alta Lakua Asier habían llegado a su casa.
Jorge sintió un leve escalofrío. A toda prisa, dejó el periódico sobre la mesa y llamó a Miceros. Su atuendo informal no era adecuado para recibir a los que prácticamente eran máximos gobernantes del país, así que permitió que su mayordomo le dispusiera una túnica digna de la ocasión.
Era la hora de la comida. Ordenó que se dispusiera la gran mesa del comedor, con un servicio exclusivo para tres. Ellos eran sus invitados de honor, y aunque todo indicaba que el fin se acercaba, él no se rendiría antes de tiempo. Si todo iba a derrumbarse, lo encontrarían de pie, no de rodillas.
Los recién llegados tenían un aire grave, casi fúnebre. Tras un saludo breve y frío, tomaron asiento. Jorge, en un intento por aligerar el ambiente, les ofreció un menú cuidadosamente seleccionado, exclusivamente basado en la cocina española.
—Estimados amigos, permitid que os brinde un banquete digno de la ocasión: ensaladas frescas, caldo de ave, huevos rotos, croquetas de morcilla, pisto manchego, bacalao al pilpil y, por supuesto, tortillas de patata a la magra. ¡Tengo a todos los cocineros revolucionados! —bromeó con jovialidad forzada, alzando su copa.
Kamar asintió con cortesía.
—Seguro que todo es delicioso —admitió, aunque su tono era neutro, sin entusiasmo.
Lakua se limitó a esbozar una sonrisa vaga antes de tomar su copa.
Brindaron con un vino de Jerez, alzando las copas por el futuro de Ketiris, aunque las palabras sonaron huecas.
Lakua fue la primera en romper el silencio incómodo:
—¿Dónde está Yusuf?
Jorge dejó la copa sobre la mesa con calma fingida.
—Esta mañana fue a la cantera, asegurándose de que todo estuviera en orden. Imagino que ya habrá regresado. Podría comer con nosotros.
Los dos invitados intercambiaron una mirada rápida, casi imperceptible, pero Jorge la captó. Algo no iba bien.
—Sí, estaría bien que estuviera aquí —concedió Kamar, con una lentitud calculada. Luego, sin apartar la vista de Jorge, añadió—: Dígame, Jorge, ¿le ha puesto al corriente de lo que se habló en el Consejo?
Jorge sintió una punzada de alarma.
—Pues… no, la verdad —admitió, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. Pensé que se trataba de información que no debía difundirse. ¿Debí habérselo dicho?
Lakua inclinó la cabeza levemente, con la expresión inescrutable de quien ya conoce la respuesta.
—Es tu mano derecha, como lo fue de Benassur —dijo en tono neutro—. Que se lo hubieras dicho no habría estado mal. Pero de todos modos, ahora se lo vamos a explicar.
El aire se había vuelto pesado. Jorge sintió que algo en la conversación no encajaba, como un engranaje forzado en una maquinaria perfecta. ¿Por qué estaban allí realmente? ¿Por qué su actitud le recordaba más a la de jueces que a la de aliados?
Jorge mandó localizar a Yusuf de inmediato. No tardó ni quince minutos en llegar, presuroso y con el gesto inquieto de quien ha sido convocado sin previo aviso. Apenas tomó asiento cuando Kamar habló, sin rodeos.
—Yusuf, debe saber que hace un par de días se perpetró un atentado contra nuestro sistema de interferencia —anunció con voz firme—. Tenemos la certeza de que un grupo israelí llevó a cabo la operación. Es probable que aún sigan escondidos en algún lugar de Alfar.
El rostro de Yusuf perdió color. Su reacción fue silenciosa, pero la rigidez de su postura lo delató.
—El método empleado ya nos hizo sospechar que se trataba de tecnología israelí —continuó Kamar, observándolo atentamente—. Un agente corrosivo activado con gas de flúor. La reacción química destruyó no solo el dispositivo, sino toda la estructura circundante. Todavía ahora no podemos acercarnos sin riesgo. Impresionante, ¿no cree?
Yusuf tragó saliva antes de responder.
—Pero… podrían haber sido también rusos. O chinos. In-cluso los estadounidenses… —aventuró en un tono débil, como tanteando el terreno.
Lakua soltó una breve risa.
—No, querido —dijo con suavidad cortante—. Hemos encontrado su lancha con pertrechos militares. Creemos que eran tres marines, tal vez cuatro. Y desde luego, israelíes. No hay duda.
El impacto de aquellas palabras pareció encoger a Yusuf en su asiento.
—¿Y ahora qué? —murmuró, la voz apenas un susurro—. ¿Se ha podido restablecer la interferencia? ¿Qué va a pasar?
Kamar y Lakua intercambiaron una mirada. Fue Lakua quien habló.
—La interferencia por suerte nunca ha dejado de estar activa —anunció con deliberada lentitud, saboreando la conmoción que se reflejó en los rostros de Jorge y Yusuf.
Jorge se irguió en su silla.
—¿Cómo que nunca ha dejado de estar activa? ¡En el Consejo dijiste otra cosa!
Lakua sostuvo su mirada con una leve sonrisa.
—Sí, querido, lo dije. Era dolorosamente necesario.
Se acomodó en su asiento antes de continuar.
—Mirá, después del atentado de hace unos meses, yo supe que teníamos un traidor entre nosotros. Nadie me creyó. Pero si mis sospechas resultaban ciertas, un nuevo ataque era solo cuestión de tiempo. ¿Y qué hice? Crear un sistema de protección en red.
Hizo una pausa, disfrutando del desconcierto en los ojos de Jorge y Yusuf.
—Ahora la interferencia funciona con nodos. Como Internet. Si cae un nodo, el resto lo sustituye. Es virtualmente imposible desactivarla. Pero naturalmente, guardé silencio. Porque si el traidor volvía a actuar… lo atraparía.
El silencio que siguió pesaba como una losa.
—En la reunión del Consejo, observamos a cada uno de los asistentes con minuciosidad. Nadie se apartó de su rol —aseguró Kamar, con calma—. Todos debían creer que el atentado había sido un éxito, pues solo así el traidor o la traidora se delatarían… pero no ocurrió.
—¿Y ahora qué? —preguntó Jorge, intranquilo. —¿Ya no sospecháis de mí?
—Nunca quedarás completamente fuera de sospecha, ni vos ni nadie, hasta que atrapemos al culpable —respondió Lakua, con una mirada que no admitía réplica—. Pero tenés que comprender que si estamos revelándote todo esto es porque te tenemos confianza.
—En cuanto notamos que un nodo había caído establecimos una trampa para atrapar a los responsables y comenzamos a patrullar las aguas cercanas —continuó Kamar, señalando con una mano firme—. Creemos que los marines no han tenido tiempo de huir del país. Más aún, sospechamos que se ocultan cerca de Tauride. Si logramos dar con ellos, descubriremos muchas cosas… entre ellas, quién nos traiciona.
—¿No le van a comunicar a los demás dueños de hacienda que seguimos protegidos y que no hay peligro por ahora? —se extrañó Jorge, con un atisbo de desconfianza.
—A estas alturas, todos los dueños ya lo saben —sonrió Lakua, dejando entrever un leve sarcasmo—. Imagina lo útil que sería para vos si pudieras capturar a los tres marines.
—Ojalá ocurra así. Pondremos los cinco sentidos, y avisaremos a nuestros soldados. ¿Lo has entendido, Yusuf? —dijo Jorge, mirando al empleado.
—Por supuesto, elí. Tendré el máximo cuidado. Me encargaré personalmente.
Jorge disfrutó de la comida con un placer casi desmesurado, mientras en su mente se gestaba una promesa: capturar a esos tres soldados y coronarse como el salvador de Ketiris en la próxima reunión del Consejo. Pero, al mismo tiempo, algo había cambiado en él. A partir de ese momento, se volvió más receloso, observando cada detalle con una desconfianza renovada. Comenzó a imaginar, una y otra vez, qué ocurriría si el culpable, el traidor, fuera alguien completamente fuera de toda sospecha. ¿Y si fuera Lakua? ¿O Kamar? ¿Realmente ambos podían estar más allá de toda duda razonable? Y la lista no terminaba allí… Peyo Uriel y Kyrios Ngué, los dueños de las haciendas que colindan con la suya, aquellos que se interesaron tanto en conocerlo el primer día en el bazok… ¿y por qué no Yusuf, siempre tan aparentemente falto de ambiciones? ¿por qué no Eukario, con su aire inocente? ¿O Miceros? ¿O Taruk? No, no podía seguir con esa espiral de sospechas, con ese razonamiento paranoico no llegaría a ningún lado. Tendría que mantener mucho cuidado, desconfiar de todo y de todos. Eso sí, no cabía duda.
El postre, sin embargo, fue un éxito rotundo: una receta que él mismo preparó días atrás frente al atónito cocinero, para que aprendiera a hacerlo bien: torrijas de miel bañadas en leche con canela y limón. Tanto Kamar como, especialmente, Lakua, le hicieron prometer que siempre les ofrecería ese manjar.
Los dos hacendados concluyeron su visita a media tarde, satisfechos y relajados tras compartir un té aromático servido en finas copas de cristal tallado. La mesa, adornada con filigranas de plata, aún conservaba el perfume dulce de la miel y la canela de las torrijas, cuya presencia había sido exigida de nuevo con entusiasmo. Las sombras del ocaso comenzaban a deslizarse sobre la estancia cuando Miceros se acercó a Jorge con la cadencia de quien trae noticias dignas de ser saboreadas.
—Han llegado tus esclavos —anunció con voz tranquila—. Los tres. Depilados, perfumados y listos.
Jorge sintió cómo se encendía en su interior un calor distinto, una anticipación que le recorrió el cuerpo como un estremecimiento placentero. Recordó cómo eran. El grandullón rebelde rescatado de su destino como bruto; los mellizos veinteañeros, activo y pasivo. Deliciosos. Suyos para siempre.
—Llevados directamente a mi alcoba —ordenó con voz serena, aunque su pulso se aceleraba con la imagen mental que ya se formaba en su mente.
Yusuf se retiró con discreción, asegurándole que las tropas estarían en máxima alerta por si los fugitivos se ponían a tiro. Pero Jorge apenas escuchó sus últimas palabras. Sus pensamientos ya estaban muy lejos de la amenaza exterior.
Cuando entró en su dormitorio, lo recibió un espacio preparado con exquisito esmero. Las sedas de la cama, de un azul profundo, reflejaban la luz de los candelabros en un fulgor cálido y tentador. Sobre la mesa de mármol, una jarra de vino espeso descansaba junto a copas de oro delicadamente grabadas con relieves geométricos. El aire estaba impregnado de un perfume suave, mezcla de incienso y ámbar, diseñado para envolver los sentidos en una bruma de deseo.
Jorge deslizó los dedos por los bordes del cepo que aún yacía junto al brasero, testigo mudo de noches previas. Las ascuas se habían extinguido, pero su propósito no. Con un leve gesto ordenó a los servidores que los retiraran, aunque no muy lejos. No pasaría mucho tiempo antes de que necesitara marcar lo que era suyo. Se quedó solo con Álex esperando la llegada de los tres jóvenes.
Tomó una copa de vino y bebió un sorbo lento, dejando que el líquido tibio deslizara por su garganta. Luego, sonrió con satisfacción. Esta noche prometía ser memorable.
Los tres esclavos se presentaron con una reverencia perfecta, envueltos en blusones blancos que caían hasta sus tobillos, como si fueran ofrendas preservadas para el deleite exclusivo de su amo. La tela ligera apenas disimulaba la firmeza de sus cuerpos juveniles, insinuando más de lo que ocultaba. Sin levantar la vista, descendieron hasta postrarse en el suelo, las frentes contra las losas frías, en una entrega absoluta.
Jorge los contempló con una mezcla de impaciencia y placer. Quiso ordenarles que se pusieran en pie, pero entonces recordó que no hablaban español. Ni francés. Ni inglés.
¿Cómo comunicarse con ellos?
No necesitaba palabras para usarlos—lo había comprobado con el bruto la noche anterior—pero esta vez quería algo diferente. Quería que lo entendieran. Quería que supieran exactamente lo que se esperaba de ellos.
Y entonces, como un relámpago, una idea se abrió paso en su mente. Giró levemente la cabeza, apenas lo necesario para que su voz flotara en la penumbra de la habitación.
—Álex.
Desde un rincón discreto de la alcoba, una sombra se agitó y avanzó presurosa, arrodillándose a sus pies en un movimiento tan ensayado como instintivo.
—Sí, Amo —susurró el ruso, con el aliento entrecortado por la emoción de haber sido llamado. Jorge lo miró con perezoso deleite.
—¿Sabes árabe?
Álex inclinó la cabeza aún más, con la sumisión de un perro al que acaban de halagar.
—Sí, Amo… Un poco, Amo.
—Excelente.
El amo deslizó la mirada de Álex a los tres esclavos aún postrados, sus cuerpos tensos de expectativa, los músculos temblando bajo la tela blanca. Serían suyos esta noche. Se sentó cómodamente en la cama.
—Esta noche me servirás de intérprete —anunció Jorge, su voz impregnada de un regocijo cruel—. Estos tres esclavos me darán placer en el lecho. Asegúrate de que comprenden cada una de mis órdenes.
Álex apenas contuvo un estremecimiento.
—Sí, Amo.
Jorge levanto la barbilla del esclavo y le obligó a mirarlo, escrutándolo con un brillo afilado en los ojos; el chico se asustó.
—Y pobre de ti si descubro que has tergiversado mis palabras… —dejó que la amenaza flotara en el aire como un perfume embriagador—. Porque te castigaré.
La respuesta de Álex llegó sin vacilación, teñida de devoción febril.
—Mi Amo, pondré todo mi empeño en servirte como me ordenas… Y aceptaré con gozo cualquier castigo que desees aplicarme, porque es tu deseo y porque merezco siempre sufrir por tu causa.
Jorge dejó caer la mirada sobre los tres esclavos, apreciando cómo sus cuerpos temblaban ligeramente bajo los blusones blancos. Sus formas eran perfectas, esculpidas para el placer, pero aún estaban envueltos en un velo de tela que, aunque realzaba su misterio, ya resultaba innecesario.
—Diles que se pongan en pie y que se desnuden.
Álex inclinó la cabeza en señal de obediencia antes de dirigirse a los recién adquiridos en árabe. La orden fue cumplida con una presteza admirable. Los tres esclavos se incorporaron de inmediato, desatando los nudos de sus prendas con dedos ágiles pero nerviosos, hasta que la tela cayó a sus pies y sus cuerpos quedaron completamente expuestos.
Jorge dejó escapar un leve suspiro de satisfacción. El efecto de la depilación era impresionante.
El primer esclavo, de físico más rotundo y viril, lucía ahora una piel lisa, tensa y uniforme, lo que realzaba la pureza de su musculatura y el tamaño de sus genitales. Parecía más joven, más perfecto. Más suyo.
Los mellizos, por su parte, desprendían una fragilidad deliciosa. Sus cuerpos esbeltos y armoniosos parecían hechos para el goce, con una piel de mármol suave que reflejaba la luz de la alcoba. La ausencia de vello en sus ingles y muslos los hacía aún más delicados, más sumisos. Eran gemelos, y sin embargo tan distintos.
Jorge se tomó su tiempo recorriéndolos con la mirada. Que entendieran, sin necesidad de palabras, que eran suyos.
—Diles que yo soy el Amo Jorge Tharakos, señor de la mayor hacienda del país —ordenó en voz baja, disfrutando de su propio título—. Que deberán aprender español cuanto antes. Enséñales cómo se dice “Amo”, “sí”, “no” y “soy tu esclavo”.
Álex asintió y comenzó la traducción con fluidez. Jorge lo observó con renovado interés. El ruso hablaba árabe con una naturalidad inquietante, sin vacilaciones. Posiblemente mejor que los tres recién comprados.
Los esclavos escuchaban con atención, la respiración contenida, los ojos clavados en el suelo como correspondía. El miedo y la devoción se mezclaban en sus posturas rígidas, expectantes.
Uno por uno, Álex les hizo repetir las palabras esenciales. Sus voces eran diferentes: una más grave, otra más aterciopelada, otra apenas un murmullo tembloroso. Las palabras eran sencillas, pero su significado lo era todo.
“Amo.”
“Sí.”
“No.”
“Soy tu esclavo.”
Jorge sonrió al escucharlas salir de sus labios. Eran sonidos puros, nacidos de la sumisión. Los tres esclavos, desnudos y con la piel ardiente por la tensión, habían comprendido lo esencial. Ahora podían obedecer sin dudas.
—Pregúntales si tienen nombre, el que sea. Que me lo digan sin vergüenza.
Jorge sabía que a los esclavos se les asignaba un número, pero supuso que de modo informal sí tendrían algún tipo de nombre, y aunque no pensaba respetarlo, quería conocerlo por curiosidad.
—Los tres me aseguran que no tienen ninguno, Amo. Solo su número.
Jorge pensó en ponerles uno en ese momento, y nada mejor que un reto para inspirarse. Además: estaba muy excitado. Se desnudó, se tumbó sobre el lecho en el que estaba sentado, y llevando sus manos a la nuca ordenó que los tres se le acercaran para darle ofrecerle “una caricia de placer y bienvenida en un minuto”. Los jóvenes fueron claramente conscientes de que en ese minuto iban a ganarse o perder el favor de su Amo.
El primero en acercarse fue el mellizo más atlético, que se había definido como “activo”. Con toda suavidad subió a la cama y situó la raja de su culo en el punto justo sobre el pene erecto de su dueño; se flexionó con habilidad y besó la boca de Jorge con suave humedad; era a la vez firme y mullido, sumiso y valiente. Jorge habría seguido más adelante… pero recordó que solo los estaba probando. Cerró los labios y lo envió de nuevo a su sitio mientras escuchaba que decía:
—Sí Amo, soy tu esclavo.
El segundo mellizo quiso ser distinto. Besó apenas los labios de Jorge y se giró para quedar con la cabeza hacia sus pies; y es que estos eran su objetivo. Jorge creía no disfrutaba este fetiche pero… ¡qué inesperado placer descubrió! El chaval le lamió los pies como nadie lo había hecho. Su lengua, suavísima, sabía también endurecerse cuando recorría la planta; se entretuvo en cada dedo, chupeteándolos, estremeciendo a Jorge de placer. Sabedor de que te apenas si disponía de un minuto para presentarse buscó enseguida el culo del amo, y demostró que su lengua también allí era deliciosamente hábil. Iba a pasar a ocuparse de la erección de Jorge pero este lo despidió, sobreponiéndose a su deseo urgente.
Faltaba el tercero. Se tumbó al lado del amo, un poco torpe en sus movimientos, envarado por los nervios. Lo be-só. Fue un beso atrevido, que no era solo ofrecimiento y sumisión, porque él pugnaba también por abrirse paso con su lengua dentro de la boca de Jorge. Resultaba raro. Jorge recordó los primeros besos que se dio, a escondidas casi, en sus tiempos de universitario en Madrid. Recordó ese placer prohibido, esa urgencia, ese deseo a la vez imprudente y necesario. No parecía un esclavo quien lo besaba, sino un amante que lo deseaba con el alma. Después de unos segundos el esclavo retiró los labios, algo que desconcertó a Jorge; pero no trató de hacerle una mamada, ni de aca-riciarlo. Ese tiarrón de dos metros temblaba como una hoja, y dijo algo en árabe que Jorge sí comprendió:
—Sukran, Amo.
Le estaba dando las gracias.
Jorge sintió una punzada en el pecho, una sensación extraña, visceral. No era simple gratitud lo que vibraba en esa voz temblorosa; era devoción pura, absoluta, algo que iba más allá de la obediencia.
No podía permitirse vacilar. Él era el dueño.
Se inclinó apenas hacia ellos, sus ojos recorriendo cada centímetro de sus cuerpos con posesión y deleite. Y entonces decidió. Señalándolos con el dedo, con la firmeza de quien talla un destino en piedra, pronunció los nombres que, desde ese instante, los marcarían para siempre.
—Víctor. Néstor. Martín.
Las sílabas resonaron en el aire como un decreto irrevocable. Ellos no lo sabían, pero esos nombres no eran al azar.
Lo repitió lentamente, dejándolos caer con una cadencia calculada, como si los inscribiera a fuego en sus almas.
—Víctor. Néstor. Martín.
Los tres esclavos se estremecieron al escuchar sus nuevos nombres, un regalo divino de su Amo, el sonido mismo de su existencia renacida.
—¡Sí, Amo! —respondieron al unísono, con voces vibrantes de emoción y sumisión.
Jorge saboreó el momento. Esos nombres… Eran de tres hombres que le marcaron. Tres amantes, tres heridas abiertas en su pasado, tres recuerdos de deseo no correspondido. Los tres le hicieron sufrir. Los tres lo rechazaron.
Y ahora, eran sus esclavos.
Había en ello algo infantil, quizás enfermizo, quizás ridículo… pero a él le encantaba la idea. Sentía que, por fin, la vida le estaba pagando una deuda.
A un lado, Álex sufría en silencio; no podía evitar la punzada de celos que le atravesó el pecho. Él también tenía un nombre, sí… pero no era un regalo. No era una marca impuesta por aquellos labios que eran su mundo. Nada podía dolerle más que eso.
Era la hora de la cena. Jorge se vistió con calma, disfrutando del roce de la tela fresca sobre su piel, y ordenó a Álex que se encargara de instruir a los nuevos esclavos mientras él cenaba.
—Enséñales el vocabulario más elemental. Quiero que cuando vuelva puedan responderme sin vacilar.
—Sí, Amo —respondió Álex, inclinando la cabeza con reverencia.
También ordenó a los asistentes para que volvieran a colocar el cepo cerca de la cama y pusieran ascuas en el brasero para calentar el hierro de marcar ganado. Tres esclavos observaron con miedo estos preparativos pero el cuarto lo hizo con envidia.
La cena se sirvió en la gran mesa, compartida con Eukario y Yusuf. Jorge estaba de un humor excelente, lo que no pasó desapercibido para sus acompañantes. Su risa resonaba con más facilidad, su mirada tenía un brillo satisfecho, y cada sorbo de vino parecía deslizarse por su garganta con placer renovado. Eukario, en particular, se sintió aliviado al saber que la interferencia había sido restaurada con un sistema aún más sólido.
—No podía haber salido mejor, elí —dijo con una sonrisa—. Es increíble que el enemigo haya creído que habíamos caído en la trampa.
Jorge asintió con una sonrisa indolente. Sí, era una victoria, pero no era eso lo que lo tenía tan exultante. La verdadera razón de su buen ánimo estaba clara para todos.
Yusuf lo miraba en silencio. Él, que no había siquiera llegado a ser elí, entendía ahora con más claridad que nunca la dicha de poseer esclavos personales. Observaba a Jorge, su despreocupada satisfacción, la forma en que inclinaba la copa entre los dedos con la certeza de que el mundo le pertenecía, y sintió una punzada de anhelo.
Si Benassur le hubiera prohijado…
Jorge apuró la copa con la indolencia de quien sabe que la noche le pertenece. Después de beber alegremente Jorge se retiró a su alcoba, y los empleados apostaban tratando de adivinar la hora en la que sonaría el primer grito que indicaría que una nueva nalga había quedado marcada con la letra T.
Al entrar en la alcoba, las voces de repaso se acallaron de inmediato. Los cuatro esclavos se arrodillaron con humildad, las frentes inclinadas hacia el suelo, en una perfecta imagen de reverencia. Jorge los contempló con satisfacción.
Se permitió un momento para pensar en cómo organizar la noche. No tenía prisa. El deseo estaba allí, vibrante, pero quería saborearlo con calma; no necesitaba poseer a los tres esa noche. Le intrigaba la idea de probar con los hermanos, había algo fascinante en la simetría de sus cuerpos, en la idea de que aquellos dos muchachos, criados juntos, ahora compartirían también el deber de darle placer.
Finalmente, tomó una decisión. Se dejó caer sobre el lecho, con la languidez de quien sabe que el mundo entero gira en torno a su deseo. Con voz tranquila, pero firme, ordenó:
—Que Víctor y Néstor me den un masaje a cuatro manos.
Álex, siempre diligente, tradujo la orden. Los hermanos reaccionaron con inmediatez, como si esperaran ansiosos la oportunidad de tocarlo. No hubo preguntas, no hubo dudas, solo obediencia absoluta.
Se deslizaron sobre la cama con gracia, vertiendo aceites perfumados en sus manos antes de hundirlas en la piel de su amo.
Las palmas recorrieron su espalda con firmeza, con la destreza de quienes habían sido instruidos en el arte del masaje. Uno se concentró en los pies, amasándolos con devoción, mientras el otro trabajaba los hombros y el cuello, presionando cada punto con precisión.
El calor de sus manos, el ritmo acompasado de sus movimientos… Jorge sintió su cuerpo ceder al placer de la relajación.
Poco a poco, el masaje se convirtió en una coreografía perfectamente sincronizada. Las manos de los hermanos descendían y ascendían en un vaivén que bordeaba lo sensual, pero sin apresurarse. Los dedos deslizaron aceites sobre su espalda, sus glúteos, sus brazos… Era un culto a su piel, una celebración de su cuerpo.
En algún momento, su erección inicial se disipó, pero no le importó. Había algo superior en ese instante de entrega.
Cuando sus cuerpos insinuaron con suavidad que debía darse la vuelta, Jorge no se resistió. Los dejó hacer.
Los esclavos continuaron su trabajo, recorriendo su pecho, sus costados, sus muslos… reservando el centro de su deseo para el final, como si supieran que aquel era un premio que aún no habían ganado. El placer era absoluto.
—Que Martín beba mi leche —ordenó a Álex, quien de inmediato transmitió el mandato.
Martín sabía lo que tenía que hacer, lo había estudiado, ensayado con moldes y simulaciones plásticas. Por fin iba a comerse una polla. Se acercó a la cama, ocupada por tres cuerpos, y se agachó humildemente hasta tener el capullo de su Amo justo bajo su nariz. Por un momento recordó el motivo por el que huyó de la granja de instrucción muchos años atrás: precisamente porque le repugnaba la idea de meterse un pene en la boca, incluso aunque fuese una simulación. Pero todo cambiaba cuando se trataba del pene de un amo: su Amo. Lamió delicadamente el glande, bajando la piel que lo cubría usando solo la lengua y los labios; Jorge empezó a ignorar las sensaciones de las manos que lo masajeaban y se concentró en el placer que le daba el treintañero. Con toda facilidad su pene, no muy grande, desapareció engullido dentro de la garganta de Martín, que tuvo la habilidad de llegar a acariciar los testículos con el labio inferior abierto. Todo el miembro estaba cubierto de saliva, y se deslizaba sin fricción en la cavidad del joven; Jorge empezó a jadear al compás de la felación, retorciéndose de gusto. Los dos mellizos pararon su masaje al poco, conscientes de que con sus maniobras estaban interfiriendo con el placer de su dueño. Jorge tiró de Martín para que subiera a la cama, y sacó con urgencia el miembro de su boca: no quería correrse todavía. Lo agarró a duras penas por el cabello y arrastró su cabeza hasta ponerla a su altura.
Jorge estaba tumbado de espaldas en la cama y Martín tendido sobre él, los sexos en contacto, las bocas en una lucha interminable. El amo metió dos dedos por el culo del esclavo, que se dejó hacer con sumisión. Ambos tenían una gran erección; Jorge notaba el pene del chico sobre su vientre, enorme, durísimo, palpitante, prueba cierta de la excitación sexual del joven. Incentivó que se moviera en vaivén sobre él, haciendo que Martín estuviera realizando algo intermedio entre follar y masturbarse, su capullo cada vez más firme, más cerca de soltar su semilla, y su culo castigándose con los dos dedos que tenía bien dentro. El ritmo de Martín se aceleró, y de improviso soltó un chorro abundante sobre Jorge; y esto no era lo que deseaba; por segunda vez un esclavo se corría sin su permiso. Y este era un esclavo personal, supuestamente educado.
Jorge, furioso, le dio dos bofetadas con la mano abierta. De inmediato Álex limpió a su Amo con una toalla limpia; los cuatro esclavos quedaron consternados por la falta de Martín, aunque por supuesto este último mucho más que nadie; estaba tan hundido que ni siquiera suplicaba perdón.
—Ponlo en el cepo, Álex. Y prepara el hierro.
Martín se dejó aprisionar sin oponer resistencia alguna. Jorge comprobó que su pene en erección entraba perfectamente por el culo del Martín, quien lo relajó al máximo para facilitar el ser enculado por su Amo; se sentía tremendamente culpable y merecedor del castigo que se le venía encima. En cuanto Jorge notó su pene dentro ordenó a Álex lo mismo que la otra vez:
—Ponle el hierro. Que le queme bien profundo.
—Sí, Amo —contestó el ruso agarrando la marca con cuidado por su mango.
Era fácil. Al sentir el hierro al rojo vivo sobre la nalga el esclavo trataba instintivamente de echarse hacia delante, pero avanzar unos centímetros ya no podía continuar; el culo quedaba entonces a presión contra el metal, que destruía todas las capas de la piel y dañaba para siempre la carne, formando una escara permanente.
—Ahora, esclavo —ordenó a Álex. Y este empujó con saña.
El alarido sacudió la noche.
Jorge no permitió que Álex retirase el hierro hasta muchos segundos después, y entonces Martín se sacudió con desesperación… el pene del amo recibía así un masaje vigoroso e imprevisible mientras el culo se lubricaba de modo extraordinario por efecto del calor extremo. El resultado era un placer único.
Jorge vació su esperma dentro de Martín y chasqueó los dedos para que los hermanos limpiaran los restos adheridos a su pene; aterrorizados ante el poder omnímodo de su Amo, ambos compitieron en humildad y obediencia para agradarle.
Finalmente Jorge se acostó con un hermano a cada lado. Ordenó que le lamieran el cuerpo y de este modo se durmió profundamente, vencido por las emociones del día y el vino que había tomado; ambos esclavos siguieron su labor sin pausa hasta que Jorge se despertó, horas después. Para entonces sus bocas se habían hinchado, lo que a Jorge le resultó muy divertido.
23. Marcas de esclavitud
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