Al amanecer, los cuatro hombres se movieron con sigilo, sombras deslizándose entre los escombros y la maleza que se alzaba indómita en los límites de la ciudadela. El cielo, teñido de un pálido gris violáceo, apenas comenzaba a clarear, arrojando una luz incierta sobre los muros de piedra que delimitaban el recinto. Un aire denso y húmedo, impregnado del aroma de la tierra mojada, presagiaba un día sofocante.
Se detuvieron junto a una tapia baja, agazapados como depredadores al acecho. El teniente desplegó un mapa arrugado y lo recorrió con el índice, repasando en silencio las rutas posibles.
—Según el mapa, esta es la casa grande de Tauride —murmuró sin levantar la vista.
—Tauride es la capital de la zona, ¿no, mi teniente? —susurró el sargento, esforzándose por contener la ansiedad que le crispaba la voz.
—Sí, pero estamos en la residencia del gobernador, no en la capital —replicó el oficial—. Todos estos edificios que veis detrás de la muralla forman parte de su fortaleza.
El silencio que siguió se hizo pesado. Las sombras de las hojas proyectaban formas inquietantes sobre unas paredes blancas, cuyos ventanales reflejaban débilmente la primera luz del día. Un murciélago tardío cruzó el aire con un batir de alas seco y apresurado.
—Hace cuatro días que neutralizamos la instalación —continuó el sargento, tras un instante de duda—. No comprendo por qué no han llegado aún nuestras fuerzas a la isla.
El teniente exhaló un suspiro y pasó una mano por su rostro curtido por la intemperie.
—Yo tampoco —admitió—. El plan salió a la perfección, salvo por el pequeño detalle de que no pudimos escapar como habíamos previsto. Y ahora los soldados locales están peinando la zona. Hemos escapado por poco un par de veces, pero creo que, por ahora, no nos han detectado. Con un poco de suerte, relajarán la vigilancia y podremos irnos; pero será muy difícil hacerlo sin ayuda. No tenemos provisiones; y a saber por qué nuestra inteligencia retrasa el asalto. Es hora de contactar con nuestro aliado.
—¿Está en este sitio, teniente? ¿Cree que nos ayudará?
—Eso espero. La verdad es que no estoy seguro, solo sé que es uno de los gobernadores del país, y hay como diez. Pero… por los mapas y los datos que nos dio yo apostaría sin duda por uno de los tres más cercanos a la instalación que destruimos; es más: estoy seguro de que debe de ser el gobernador de Tauride. Basta ver el mapa: casi todo lo que contiene es de esta zona; además, la instalación estaba allí. Nos la vamos a jugar.
El viento agitó las copas de los árboles con un susurro largo y lento. Ninguno de los hombres habló. Solo sus respiraciones contenidas y el lejano rumor de la brisa matutina llenaban el espacio entre ellos. Finalmente, uno de los soldados rompió el silencio.
—¿Sabría reconocerlo si lo ve? ¿Al menos él está avisado de nuestra presencia?
El teniente negó con la cabeza, sin apartar la vista de la casona más próxima.
—Nunca lo he visto. Su identidad exacta es un dato completamente secreto, aunque tengo un perfil parcial de él: edad, complexión, apariencia… con eso debería bastar. Me prohibieron expresamente contactarlo para no comprometer su situación ni ponerlo en evidencia —hizo una pausa, afilando la mirada—. Pero no queda otro modo para salir de esta. No creo que supiese nada de nuestra incursión, pero dadas sus repercusiones en la seguridad del país y visto que nos están buscando, es seguro que está enterado de que estamos aquí.
El sargento tragó saliva y ajustó la correa de su mochila, como si su peso se hubiera vuelto de pronto intolerable.
—Entonces, no hay vuelta atrás.
El teniente esbozó una sonrisa tensa.
—Nunca la hubo.
Buscaron un punto idóneo para saltar la muralla. Final-mente, se decidieron por un tramo flanqueado por árboles de follaje espeso, cuya sombra proyectaba un velo sobre la piedra, ocultando aquella pequeña porción de la valla de las miradas curiosas de los centinelas. No fue fácil escalar con las manos desnudas; la piedra era tosca y traicionera. Pero cuando el más joven logró encaramarse y saltar al otro lado, las cosas se simplificaron; con la ayuda de cuerdas los demás lo siguieron, deslizándose con la cautela de las sombras.
El amanecer los sorprendió ya dentro del recinto. Se refugiaron en un matorral denso, inmóviles como depredadores al acecho. El aire olía a tierra húmeda y a leña recién encendida; por todas partes la vida despertaba con el bullicio discreto de una pequeña ciudad que comenzaba su jornada. Ellos, en cambio, permanecían en un silencio sepulcral.
El teniente repasó su plan una vez más.
—No podemos movernos los cuatro. Hay que localizar a nuestro contacto y pedirle ayuda.
El más joven del grupo se adelantó un poco, con la tensión vibrando en cada músculo.
—Mi teniente, me ofrezco voluntario para la misión.
El oficial esbozó una media sonrisa, más de orgullo que de burla.
—Gracias, David. Pero solo yo tengo los datos para encontrarlo y saber que es él. Yo iré.
Se volvió hacia el sargento, bajando aún más la voz.
—Vosotros os quedaréis aquí, en absoluto silencio. Intentaremos comunicarnos por radio cada dos horas, en punto. Si en veinticuatro horas no contacto, es que algo ha salido mal. En ese caso, usted tomará el mando y regresarán como puedan. Tal vez nuestros refuerzos lleguen pronto, pero hasta entonces las decisiones serán suyas.
El sargento sostuvo su mirada con firmeza.
—No, mi teniente. Todo va a salir bien. Nuestro hombre nos echará una mano.
El teniente asintió con una leve inclinación de cabeza. También lo esperaba.
Comprobaron que sus relojes estuvieran sincronizados. Luego, con un último vistazo a sus hombres, el oficial se deslizó entre la maleza. Su avance era meticuloso, un reptar sigiloso entre la hierba alta, deteniéndose solo para reajustar su posición o fundirse mejor con el paisaje. Los tres soldados contuvieron la respiración mientras lo veían avanzar. Un parpadeo después, había desaparecido.
El bosque, indiferente, volvió a llenarse de murmullos.
El día había comenzado en la casa grande. Los sirvientes se movían con la precisión de un ballet, disponiendo la mesa para el elí, aunque a esa hora él aún dormía plácidamente en su lecho, sumido en sueños apacibles rodeado de sus esclavos. El porche de entrada era un hervidero de actividad: preparaban el desayuno para los mismos cinco comensales que habían compartido la cena la noche anterior.
El teniente no tardó en localizar el edificio principal, la residencia indiscutible del gobernador de la región. Su avance fue meticuloso, desplazándose de escondite en escondite, atento a las patrullas armadas. Para su sorpresa, no parecía haber vigilancia cercana al centro del poder, una negligencia grave, pensó con cierto asombro.
Estaba tan cerca que podía oler el aroma especiado del té, el dulzor de los panes recién horneados. No sabía cómo se desarrollarían los acontecimientos… Pero por la cantidad de platos dispuestos, quedaba claro que el gobernador no desayunaría solo. Otro inconveniente.
Tras sopesar sus opciones, trepó con sigilo hasta una frondosa acacia, desde cuya copa podía vigilar el porche y la mesa con una vista privilegiada. Allí permaneció inmóvil, paciente, hasta que los comensales hicieron su aparición.
Ajustó los prismáticos y los estudió con atención. Cinco figuras compartían el mantel del desayuno. Los numeró mentalmente, observando sus gestos, sus interacciones con entre ellos y con los criados. El contacto debía ser uno de ellos.
Descartó de inmediato al número dos y al cinco. El número uno tampoco encajaba, era una mujer. Su instinto le indicó que la clave estaba en el número tres. Sí. Seguro.
Esperó con paciencia a que terminaran el desayuno y se dispersaran. La fortuna le sonrió: el número tres se retiró al interior del edificio.
Los sirvientes se apresuraron a desmontar la mesa; en cuestión de minutos no quedó rastro del desayuno. Viendo despejado el camino, el teniente descendió lentamente de su refugio y, en el momento oportuno, se deslizó dentro del palacete.
Todo salió a pedir de boca. El número tres estaba absorto leyendo un periódico. Solo cabía ser audaz. Le habló en inglés.
—¡Señor, necesito ayuda! ¡Pertenezco al comando israelí que recibió sus mapas e instrucciones para el desmontar la interferencia! Tiene que ayudarnos a salir de la isla cuanto antes.
Su interlocutor comprendió de inmediato que su única opción era colaborar con él; él era efectivamente el contacto que buscaba el militar. Se rehízo de la sorpresa y reaccionó.
—¡Sígame, rápido!
Lo guio a través de salas vacías, adentrándose en el laberinto de habitaciones. Finalmente llegaron a una especie de bodega pequeña y oscura que parecía que no se usaba desde hacía tiempo.
—¿Está solo, no hay más soldados con usted?
—Tengo tres hombres esperando afuera; necesitamos comer y beber con urgencia, y luego conseguir paso franco hasta la costa y una pequeña embarcación. Con eso bastará.
—Ahora le traeré algo para usted. Necesitaré lo que queda de día para organizar la salida de usted y su grupo, pero creo que no será difícil. No se le ocurra moverse de aquí.
Al poco le proporcionó agua y comida para aguantar un día y una manta en la que acostarse. Le insistió para que no se moviera de la habitación hasta que fuera a buscarlo al otro día, y se marchó como alma que lleva el diablo.
A salvo en su nuevo escondite, tuvo que esperar hora y media para poder comunicarse con el resto de su comando. Unos minutos antes del momento exacto el oficial extrajo su radio, un dispositivo rudimentario pero fiable, diseñado específicamente para aquella misión. Su carcasa metálica reflejaba la tenue luz que entraba por un ventanuco, y la antena telescópica capturaba la señal con una precisión asombrosa pese a su alcance limitado y ausencia de microchips. Funcionaba con un ingenioso sistema de batería manual: una manivela que, al girarla, generaba la energía necesaria para la transmisión. Era un artefacto tozudo, pero cumplía su cometido y era indetectable.
Miró su reloj analógico. La aguja tropezaba con la hora acordada. Era el momento.
—Sargento, ¿me recibe?
Un instante de estática. Luego, la voz clara y serena del sargento rompió el silencio de la frecuencia.
—Aquí estamos, mi teniente. Sin novedad. ¿Cómo van las cosas?
El oficial exhaló con alivio.
—He contactado con nuestro hombre en este país. Es un pez gordo, siempre rodeado de gente, pero lo he abordado en un instante de soledad y ha logrado escabullirse para ayudarme. Estoy a salvo, oculto en un rincón seguro de la mansión principal.
—¿Cómo lo ha encontrado, señor? ¿Está dispuesto a ayudarnos?
—Casi me equivoco. La gente aquí viste de un modo peculiar. Pero la descripción era precisa, y he sabido reconocerlo a tiempo. Este hombre nos buscará modo de salir y nos dará algunas provisiones. Os avisaré en cuanto tengamos luz verde para largarnos; pero la mala noticia es que no será antes de mañana.
—Entendido, mi teniente. Mantendremos la posición hasta nuevo aviso.
El oficial tragó saliva. Otro día que sus tres hombres tendían que pasar en un agujero. Sabía que el equipo estaba al límite: hambre, sed, tensión acumulada en cada músculo. Pero no había alternativa.
—Sé que estáis agotados, pero os prometo que esto terminará pronto.
El sargento rio suavemente al otro lado de la línea.
—No se preocupe, señor. Aguantaremos. Saber que nos iremos pronto hace más llevadera la espera.
—Sigan atentos a la radio. Corto.
—Corto y fuera, mi teniente.
El oficial cerró los ojos un instante, escuchando el sonido del viento entre las palmeras. Nadie apareció ya ese día; se durmió. Al despertar la noche avanzaba sobre Ketirandia con su manto de estrellas. La isla guardaba secretos, y él estaba a punto de descubrir uno de los más peligrosos.
24 Amigo de Israel
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