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25. Harén

Escrito por: amomadrid8

—Cómeme el culo, esclavo —ordenó Jorge, con esa seguridad pausada que había aprendido a usar con ellos.

Eran las tres de la madrugada, y tras haber dormido algunas horas plácidamente el amo se había despertado con ganas de ser servido y complacido.

—Sí, Amo —respondió Víctor, inclinándose con devoción sobre su piel. Su lengua comenzó su labor con pericia, reco-rriendo el camino aprendido con ansia sumisa. Jorge suspiró y hundió el rostro en el colchón, dejándose adorar sin prisas, sintiendo el calor húmedo de aquella boca que trabajaba con la precisión de un devoto en su ritual.

—Es increíble lo rápido que aprendéis a servirme.

En los ratos en que estaban libres de órdenes los esclavos trataban de aprender todo lo posible de Álex.

—Sí, Amo —susurró Víctor, apartando apenas los labios un instante, sin comprender del todo lo que le decía su dueño, pero sin que eso importara.

Los tres nuevos esclavos dormían en el suelo, a sus pies, pero con un ojo abierto por si se precisaban sus servicios; no podían permanecer dormidos si el Amo velaba.

Jorge sonrió. Sabía que los mellizos competían por su favor. Lo notaba en cada mirada de soslayo, en cada gesto contenido, en la precisión con que cumplían sus órdenes, como si la sumisión fuera una carrera en la que uno no podía permitirse quedar atrás. Esa silenciosa pugna le divertía y le complacía a partes iguales. Aún no se había follado a ninguno de los tres.

Alzó la mano y con un leve movimiento llamó a Álex, que obedeció de inmediato. Se arrodilló junto a él con la elegancia automática de quien ha sido entrenado para reaccionar en un instante. Jorge chasqueó los dedos, y el joven se puso de pie en la postura de examen: manos enlazadas en la nuca, piernas separadas en la justa medida, codos hacia atrás. Perfecto. Era como accionar un interruptor; sin dudas, sin vacilaciones.

Jorge lo contempló con placer. Le gustaba ver cómo el cuerpo de Álex se ofrecía sin reservas, cómo la disciplina había modelado sus reflejos hasta convertirlo en la criatura precisa que ahora tenía ante sí. Un leve escalofrío le recorrió la espalda, excitado por la lengua del esclavo que acariciaba su agujero anal.

Víctor continuaba con su tarea, ajeno a todo, entregado solo a su deber, todavía virgen de culo, como el de su hermano. Su lengua recorría cada pliegue con devoción disciplinada, con la exactitud de un rito que no necesitaba palabras. Y sabía hacerlo bien. No tanto como su hermano, eso era cierto; Néstor tenía más suavidad, más gracia, más destreza innata, pero Víctor lo compensaba con su férrea determinación. Aun así, Jorge sabía que era esto, precisamente esto, comerle el culo, lo que menos le gustaba hacer a Víctor. Y por eso lo elegía a él. Un esclavo debe obedecer con mayor entrega aquello que le repugna, por-que complacer en lo que le agrada no tiene mérito.

Mientras se entregaba al placer Jorge cavilaba. Su mente volvía una y otra vez sobre la misma idea, tanteándola, paladeándola como un vino fuerte que aún no decidía si le gustaba: usar a la vez a los dos hermanos, penetrar a uno mientras el otro le penetraba a él. ¿Y si al hacerlo invertía los roles? ¿Y si se follaba a Víctor, de alma dominante, y se dejaba poseer por Néstor, tan sumiso? En teoría tenía lógica. Pero en la práctica… la idea de ser penetrado no lo entusiasmaba. No era rechazo, tampoco deseo: era simple indiferencia. Quizá, si se dejaba llevar, terminaría disfrutándolo. O quizá no.

Y luego estaba Martín. Martín era un enigma que aún no había resuelto, una grieta en su dominio absoluto. Aquel esclavo llevaba para siempre en su piel la marca indeleble de su posesión, y sabía ahora era más sumiso y entregado que nunca. Le gustaba, y le gustaba demasiado. Pero Jorge no podía permitirse la debilidad de olvidar lo ocurrido; no perdonaría tan pronto. No podía ceder demasiado.

Cada uno de sus esclavos tenía su lugar, su función, su papel en aquel juego de deseo y sometimiento. Álex, por ejemplo, ya no le despertaba pasión. Su hermosura era incuestionable, su obediencia intachable, pero el fuego entre ellos se había extinguido. Lo usaba para el baño, para las tareas más íntimas, para traducir las órdenes a los recién llegados. Pero nada más. Y Álex lo sabía. Lo sufría. Anhelaba una caricia, una señal de que aún importaba, de que su cuerpo seguía siendo digno de deseo.

Pero esa madrugada, mientras Víctor seguía con su lengua trabajando en la oscuridad, Jorge tuvo una revelación. Una idea tan obvia que le pareció ridículo no haber pensado en ella antes.

Indicó a Álex con un gesto que se acercara para recibir un nuevo mandato. Álex, erguido y expectante a pesar del dolor en los músculos por mantener la posición de examen durante tanto tiempo, se aproximó a su dueño.

—Ordena a los mellizos que se pongan en pie.

Álex transmitió la orden con su voz clara y sumisa. Los dos esclavos se incorporaron de inmediato, firmes ante su amo. Jorge se sentó en el borde de la cama y los contempló con deleite. Eran magníficos. Idénticos y distintos, espejos rotos que reflejaban la misma belleza en fragmentos opuestos.

—Que se besen —ordenó, su voz envuelta en miel y acero—. Pero no de cualquier modo. Que se devoren.

Y se quedó a observar.

El estupor se dibujó en los rostros de los mellizos, y con él, una repulsión apenas contenida. Pero la obediencia era su ley, y no había escapatoria. Se giraron el uno hacia el otro, vacilantes, y con un esfuerzo visible se besaron, así de pie como estaban. Sus labios se encontraron en un roce que pretendía ser ardiente, pero que era solo el eco de una orden cumplida a la fuerza. No había placer en ese contacto, solo tensión, solo el peso de una sumisión que se tornaba cada vez más áspera. Los brazos buscaron torpemente un abrazo estrecho, como si necesitaran de él para no salir disparados en direcciones opuestas. Era notorio que evitaban rozar sus genitales, y no se tocaban en zonas demasiado íntimas.

Jorge sonrió. No iba a conformarse con eso.

—Que uno penetre al otro en mi cama —dijo, con la voz tranquila de quien dispone de la voluntad ajena como de un juguete.

Álex transmitió la orden, sintiendo en su carne la vergüenza de ser mero conducto de la humillación.

Néstor, con el rostro inexpresivo, se arrastró hasta el lecho y se colocó a cuatro patas. Su miembro, encogido por la angustia, apenas era una sombra de sí mismo. Víctor, en cambio, intentaba forzarse a la dureza, masturbándose con torpe determinación. Estaba dispuesto a cumplir, aunque cada fibra de su ser protestara contra ello.

Pero Jorge aún no había terminado de jugar. Esperó el momento exacto: cuando el glande de Víctor, aún a medio camino entre la flacidez y la firmeza, rozó la entrada de su hermano. Entonces, habló.

—No, así no. Que sea Néstor quien se folle a Víctor.

El tiempo pareció romperse. Un latido largo y agónico en el que el cuerpo de Víctor se tensó como una cuerda a punto de desgarrarse. Su respiración se volvió irregular, su piel ardió con la fiebre de la vergüenza. Néstor, por su parte, palideció. Su sexo seguía sin responder, y ahora el peso de la orden se volvía un desafío imposible.

Lo intentaron. Intercambiaron las posturas. Se acariciaron con torpeza, se besaron con una desesperación ajena al deseo, se lamieron en un intento febril de despertar algo en su carne que se negaba a obedecer. Pero cuanto más se urgían, más los traicionaban sus propios cuerpos.

El silencio se hizo pesado, cortante. Sabían que su Amo los miraba con impaciencia. Y entonces, la desesperación los empujó al peor error posible: intentaron engañarlo.

Víctor fingió gemidos entrecortados, su voz temblorosa en una falsa queja de dolor. Néstor cerró los ojos y torció el rostro en una imitación burda del éxtasis. Pero no sabían con quién jugaban.

Jorge los observaba con calma, sin moverse, sin pestañear. Él había visto demasiado. Sabía distinguir con la precisión de un experto la carne que se entrega de la que solo finge hacerlo. Lo había aprendido en años de sexo virtual, de pornografía destilada hasta el mínimo detalle. Nadie podía engañarlo en eso.

Aunque, en el fondo, jamás habría permitido que Víctor fuera desvirgado por alguien que no fuera él. Ni Néstor. Ni ninguno de sus esclavos. La orden solo había sido otro juego. Otro ardid para recordarles, con cada latido, quién era el dueño de sus cuerpos y de sus destinos. Pero, juego o no, no iba a permitir ninguna mentira en sus esclavos.

—¡Que traigan dos cepos y el brasero con ascuas para calentar el hierro hasta que arda! —ordenó Jorge con voz firme; y Álex, sin dudarlo, echó a correr, desvaneciéndose en la penumbra del pasillo en busca de los hombres que se encargaban de tales menesteres.

Víctor y Néstor sintieron el peso de la realidad desplomarse sobre ellos como una losa cuando escucharon el tono despechado de la voz del amo; no necesitaron conocer el significado de sus palabras para comprender que su engaño había sido torpe. Insuficiente. De rodillas, con el pecho ahogado en sollozos y la mirada anegada de lágrimas, suplicaban sin palabras, con el temblor de sus cuerpos desnudos, con las manos crispadas en un ruego que no se atrevía a alzarse demasiado alto.

Esperaban a un vilicus. A un verdugo de cuero y látigo que desgarrara su piel hasta que los huesos mismos suplicaran clemencia. Pero cuando vieron llegar los cepos y el brasero encendido, un terror aún más hondo les heló la sangre. Comprendieron sin necesidad de explicación. Comprendieron en el instante exacto en que el resplandor rojizo de las ascuas iluminó sus rostros.

No hizo falta ninguna orden. Sin resistencia, con la sumisión grabada ya en los músculos, se acercaron a los inmovilizadores y ofrecieron sus muñecas y su cuello para ser sujetados. Se cerraron aros y pasadores.

Jorge observó la escena con una calma que rozaba la indiferencia. Calculó el tiempo. Aún faltaba mucho para que el hierro alcanzara su punto de incandescencia. Un tiempo en el que nada de lo que hicieran, ni súplicas ni gritos, cambiaría su destino.

Bostezó. Se acomodó sobre los cojines de la cama con la pereza de un hombre satisfecho. Y, sin una mirada más a los cuerpos encadenados a sus pies, se dejó caer en un sueño tranquilo, profundo, como si lo que iba a ocurrir más tarde no fuera sino un trámite sin importancia.

Poco más de una hora después entreabrió los ojos y vio que el hierro al rojo parecía listo. Mandó que Álex lo fuera a buscar y se lo mostrara; efectivamente, desprendía una luz dorada, casi amarilla.

—Que Martín me chupe la polla —mandó al esclavo para preparar la penetración de Víctor, que iba a ser el primero de los hermanos en tener el culo marcado para siempre. El ahora esclavo favorito se aplicó lentamente a cumplir la orden; con las manos cruzadas en su espalda sacó la lengua y acarició con su punta el glande de su dueño. Sus labios firmes abrazaron el glande, aún fláccido. Jorge aprovechó para soltar unas gotas de orina que tenía dentro y que el esclavo deslizó en su interior agradeciendo el trago con ojos sinceros. Con suavidad empezó a mamar el cetro supremo de su Amo, y lejos de experimentar ningún rechazo notó que el corazón le palpitaba de emoción cuando notaba que se estaba poniendo erecto, porque era por él, por un esclavo que ahora tenía nombre; su Amo, su dueño, su dios, estaba demostrándole que le agradaba lo que hacía, él, un gusano indigno que había insultado a su dueño corriéndose sin permiso. Nunca más lo volvería a hacer, prefería que lo mandase castrar. El pene de Jorge alcanzó la dureza que deseaba; lo sacó de donde estaba.

Una vez bien en forma se acercó a los cepos. Metió los cinco dedos en la boca del esclavo que iba a abrasar para que se los humedeciera; hecho esto los extrajo y le dio con ellos una sonora bofetada. Víctor empezó a murmurar algunas palabras y Jorge preguntó a Álex con la mirada.

—Te suplica perdón y castigo, mi Amo —fue la respuesta.

Jorge repitió el bofetón y a continuación clavó su falo en la boca dolorida del esclavo; el pene se endureció aún más. Sin dilación rodeó el cepo y metió su miembro por el esfínter anal del muchacho, que hizo cuanto pudo por relajarse; se sentía triste y arrepentido. A pesar de que estaba inmovilizado casi por completo sí podía mover ligeramente el culo, y sobreponiéndose al dolor trató de acompasarse con las embestidas de su Amo, diciendo además con una voz que Jorge encontró sexy y varonil:

—Gracias Amo… gracias Amo… gracias Amo…

Jorge aguantó bastante tiempo; el culo de Víctor era muy estrecho, le aprisionaba el miembro sin flojear, pero a partir de cierto momento notó que se lubricaba notablemente; se movió con mayor rapidez y notó que su pene entraba bien hasta el fondo; ahora se detenía un instante en apretar con todas sus ganas; ahí le hacía daño, mucho daño.

Víctor recibió la polla de su amo con toda humildad, consciente de la bendición que suponía, pesaroso y sumiso por haber desobedecido y, lo que es peor, haber sido falso. Ojalá su Amo estuviera disfrutando tanto como él sufriendo.

En cierto momento Jorge notó que se iba a correr sin remedio. Miró a Álex, ya preparado con el hierro luminoso en la mano:

—¡Ahora esclavo! ¡Márcalo!

Se había apartado un poco, dejando indefensa la nalga derecha del mellizo. Esta vez el hierro hizo un claro sonido de siseo, y se hundió un poco más que en el bruto y en Martín; también hubo más humo y un olor más intenso a carne quemada.

El esclavo sintió un dolor agudísimo y gritó tanto que se lesionó la garganta. Jorge mandó quitarle el hierro a la vez que se estaba corriendo; Víctor se sacudía con desesperación, sin dejar de aullar. Era el tercer esclavo marcado, contando al bruto. Su hermano Néstor lloriqueaba, temblando porque sabía que era el siguiente; Jorge sacó su pene, aún casi en erección, y se lo limpió en la boca del hermanito los restos de esperma; comprobó que el muy ingrato se limitaba a lamer y seguir lloriqueando. Lo fulminó con la mirada y le dio un tremendo bofetón en cuanto le sacó la polla. Entonces pudo escuchar cómo dijo:

—Gracias Amo, soy tu esclavo.

Se lo iba a follar marcándolo, pero ahora iba a echarse un sueñecito.

Entre tanto Víctor aullaba sin poder contener el dolor. El culo iba cambiando ostensiblemente de color y también se estaba hinchando. Jorge tuvo una gran idea: meó sobre el culo humeante del esclavo, tratando de acercarle a la marca; este notó cierto alivio al contacto con el líquido, que le daba frescor y escozor a partes iguales.

Tras ordenar a Álex que limpiara la inmundicia se tumbó en la cama y reclamó a Martín a su lado; el antiguo ruso obedeció sumiso y humilde con las lágrimas resbalando por su hermoso rostro. El nuevo esclavo le lamía suavemente los pezones y Jorge se recreaba en sobar la marca de su culo, aún en carne viva.

Ordenó a Álex amordazar a Víctor para no escuchar sus ayes mientras disfrutaba de las atenciones de Martín.

Cuánto le fascinaba Martín. Su presencia era un monu-mento a la virilidad, muy por encima de Víctor y, sin duda, de Néstor. Los tres habían aprendido a amar a su amo desde el primer instante en que fueron adquiridos, pero en Martín el sentimiento tomaba una dimensión distinta. No era solo sumisión, ni siquiera simple devoción: lo idolatraba. Jorge representaba para él la encarnación de todo lo que un hombre debía ser—maduro, seguro de sí mismo, dueño absoluto de su destino y del de los demás—y él, Martín, tenía el privilegio de hacerle feliz.

Que su amo lo hubiera elegido a él primero para recibir su marca no lo vivía en absoluto como un castigo; era más que un honor: un destino. Sí, ahora Víctor también la lle-vaba, y pronto Néstor se sumaría a ese vínculo indeleble. Pero él, Martín, había sido el primero. Eso significaba algo. Sabía que con el tiempo llegarían otros esclavos personales, que el harén de su señor se ampliaría, pero estaba resuelto a ocupar un lugar único, a ser más que un simple siervo entre tantos. Porque no solo servía a su amo; lo comprendía, lo veneraba. Y, sobre todo, lo amaba.

Cuando Jorge besaba a Martín, el mundo entero se disipaba como bruma al alba. Nada existía fuera del calor de su piel, del roce de su aliento, de la forma en que su esclavo se abandonaba con absoluta entrega. Martín no solo era hermoso: su cuerpo cincelado destilaba virilidad, fuerza, una promesa de resistencia quebrada solo ante su amo. Cada músculo tensado al servicio de un placer que no le pertenecía, cada gemido sofocado en la penumbra de la alcoba, era un tributo silencioso a la voluntad de Jorge.

Estaba aprendiendo español con la urgencia de quien anhela comprender hasta la última palabra de su dueño, como si el lenguaje mismo fuera otra forma de rendición. Álex le estaba enseñando, ahogando sus propios celos en la devoción ciega que sentía por su señor. Y lo hacía bien, hablándole además de gustos y preferencias; ahora Martín sabía no solo cómo contestar mejor a Jorge, sino cómo susurrarle con la cadencia exacta que volvía su deseo una tempestad incontrolable. Sabía qué caricia despertaría un estremecimiento, qué palabra murmurar en su oído cuando el placer alcanzara su clímax.

Jorge dejó que sus dedos recorrieran la piel marcada de Martín, deteniéndose en el relieve aún inflamado de su sello. La carne vibró bajo su caricia, un eco de dolor y sumisión entremezclados. Martín no tembló: ofreció su cuerpo con un orgullo silencioso, con la dignidad de quien sabe que su entrega es su mayor tesoro.

Se tendió sobre las sábanas, las piernas apenas abiertas, la respiración contenida en un hilo de anticipación. Cada roce con la seda era un tormento exquisito, un recordatorio constante de su reciente ceremonia. Su carne ardía, el dolor danzaba con el deseo, y cuando Jorge introdujo los dedos en el interior de su culo el gemido que escapó de sus labios fue la más pura forma de rendición.

En la penumbra de la alcoba, donde el aire estaba denso con el perfume de la madera, del incienso y del sudor, la batalla de caricias continuó. Como una danza sagrada, un ritual en el que cada toque era un voto, cada jadeo, una oración.

En un momento dado Jorge escuchó de labios de Martín una súplica.

—Azótame, Amo. Soy tu esclavo. Azótame, te lo suplico.

Jorge se volvió loco de deseo. Tomó un látigo de cuero que siempre reposaba en la cabecera de la cama mientras Martín se ponía en aspa, boca arriba en la cama.

¡Schaaaas! ¡Schaaas!

El látigo restallaba contra el pecho del esclavo, contra su vientre perfecto, contra sus muslos de mármol.

Con un gesto le ordenó voltearse y tenderse boca abajo, su culo musculoso exhibiendo la letra de su hacienda recién estampada en él. Dolía solo verlo, amoratado por el fuego. Se concentró en azotar la espalda triangular.

¡Schaaaas! ¡Schaaas! ¡Schaaaas! ¡Schaaas!

Que un amo azotase personalmente a un esclavo era algo profundamente honroso, casi una ceremonia de consagración. Martín lloraba de felicidad.

—Gracias Amo —fue capaz de decir.

Jorge se tumbó a su lado, y los besos sellaron de nuevo su unión absoluta; lo habría penetrado con gusto, pero reservaba la siguiente leche para el culo de Néstor. Se dejó vencer por el delicioso sopor que sentía.

Cuando se despertó todos dormían; pero Martín y Álex se espabilaron de inmediato en cuanto notaron que el amo se había movido, atentos para servirlo de la mejor forma posible.

Era el turno de Néstor. Un segundo polvo con el éxtasis del orgasmo mientras el sello se estampaba en un culo joven y hermoso. El jovencito se había adormilado, ya que dormir profundamente era imposible en la incómoda postura que llevaba horas manteniendo, doblado en ángulo recto.

El amo arrastró la boca de Martín hacia su pene, quien supo de inmediato cuál era su cometido, y se aprestó a ello con la misma ardorosa pasión que en el caso del hermano ya marcado. El culo de Néstor era suave y sonrosado, y por un instante Jorge sintió lástima por desfigurarlo de un modo tan claro e irreversible; pero de inmediato se reafirmó en la idea que tenía. Además, ese niñato le había intentado engañar, ¡a él! ¡a su amo! No: no se iba a arrepentir.

El brasero había calentado el sello de metal tanto que brillaba con luz propia; de hecho ordenó a Álex que lo moviera un poco para que bajara de temperatura, no fuera a producirse una quemadura excesiva.

De una patada brutal hizo saber a su próxima víctima que pusiera los cinco sentidos en la operación que se avecinaba; el esclavo lo comprendió de inmediato, y aunque aterrorizado trató de erguir su culo y se dispuso a proporcionar todo el placer posible a su Amo.

—Soy tu esclavo —respondió al notar el dolor del golpe, un pequeño anticipo de lo que se le venía encima.

En la casi oscuridad de la alcoba resultaba aún más excitante ver su cuerpo juvenil doblarse y ofrecerse con devoción, una víctima voluntaria para un sacrificio de dolor y sexo.

Ya no lloraba. Cuando llegaba el momento los esclavos notaban prevalecer el orgullo por la atención que el Amo les prestaba y la satisfacción por el placer que le estaban consiguiendo que el miedo al dolor; de hecho lo que más le pesaba a Néstor es haber cometido el imperdonable pecado de querer engañar a su Amo. Y no había castigo suficiente para algo así.

Entonces notó un dolor agudo en su culo; lo estaban penetrando por primera vez: su Amo lo estaba haciendo. No se lo había imaginado así. Aunque se educaba a los esclavos para servir sexualmente no se les permitían prácticas directas, para que los amos que los compraran disfrutaran de cuerpos no solo vírgenes, sino intactos también por dispositivos extraños.

El esfínter le ardía, le quemaba. Trató de respirar, de relajarse, pero el dolor era grande; el pene de Jorge no era grueso, pero Néstor era extremadamente estrecho, por eso cuando le hacían el lavado anal usaban la cánula más estrecha, y se reían comentando que el amo iba a disfrutar de lo lindo con él.

Pero Jorge temió incluso no poder penetrarlo. Sacó su miembro, que se estaba desinflando tras hundirse un par de centímetros, y metió su dedo corazón hasta el nudillo: Néstor gritó con ganas.

Álex estaba de rodillas al lado mismo de Jorge, pero este reclamó de nuevo a Martín para encargarse de ponerle de nuevo el pene en forma; mientras tanto metió dos y luego tres dedos en el culo del jovencito, que aullaba sin parar. Tras unos buenos cinco minutos de distensión anal Jorge probó de nuevo con su pene y pudo traspasar el esfínter con su glande, aunque el prepucio le tiraba un poco. Una serie larga de azotes en el culo con las manos hizo el milagro, pues Néstor empezó a dilatar el culo de modo automático, en espasmos. Jorge aprovechaba para culminar la penetración, y pudo así disfrutar plenamente de ese culo maravilloso; Néstor se movía tanto y tan sensualmente que Jorge casi se olvidó de todo y estuvo a punto de correrse; pero entonces se acordó de lo que deseaba hacer, y como en las otras veces se apartó un poco, pero sin sacar su polla de dentro del culo. Una señal y Álex, hábil y atento, llevó el hierro a la nalga derecha del chico, que nunca había sentido tanto dolor. Su culo adolescente ardió y una parte se elevó en forma de humo; las fosas nasales de Jorge se saturaron con su olor, y pensó que ningún incienso era preferible al humo que producía el culo de un esclavo al ser marcado.

El amo ordenó a Víctor, ya liberado del cepo, que amordazara a su hermano. Néstor, justo antes de recibir la mordaza sacó fuerzas para decir con claridad.

—Gracias, Amo.

25. Harén

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