El sábado, último día de la semana ketirí, amaneció con un sol implacable sobre Tauride. Lakua y Kamar seguían alojados en la casa grande, disfrutando de la hospitalidad de Jorge. Se encontraban en los desayunos, las comidas y las cenas, donde conversaban con naturalidad sobre política, estrategia y anécdotas varias. Pero el resto del tiempo, cada uno se sumía en sus propios asuntos, inmersos en un delicado equilibrio entre la calma y la tensión latente.
Siguiendo órdenes directas de Jorge, las patrullas rastreaban sin descanso cada palmo de su hacienda, un vasto territorio de más de seiscientos kilómetros cuadrados. Era una extensión inmensa, un laberinto de colinas, matorrales y cauces secos donde un hombre podía desaparecer con facilidad. Cada dos horas, informes detallados llegaban a la casa grande, trazando el lento pero inexorable avance de la batida, que no se detenía ni con la caída del sol ni con el frío de la madrugada.
Los soldados de Tharakos, disciplinados y silenciosos, vestían uniformes de camuflaje diseñados para confundirse con la tierra polvorienta y la vegetación rala. Su equipamiento era el de una fuerza de élite: visores nocturnos, sensores térmicos, rifles de precisión… Todo había sido adaptado cuidadosamente para funcionar bajo la interferencia electromagnética que protegía Ketiris del mundo exterior.
Uno de aquellos hombres irrumpió en la casa grande con la urgencia de quien carga con un mensaje de vida o muerte. Preguntó con voz firme por el señor de la hacienda. Jorge, que en ese momento estaba con Eukario, ordenó que lo llevaran de inmediato ante él. Percibió al instante que aquel soldado traía algo más que un informe rutinario.
El encuentro tuvo lugar en uno de los salones interiores, un espacio fresco y amplio donde las columnas de mármol proyectaban sombras alargadas sobre el suelo de piedra pulida. El militar se cuadró con rigidez antes de hablar.
—Señor, traigo noticias.
Su respiración era rápida, el sudor le perlaba la frente a pesar de la temperatura controlada del recinto.
—¿De qué se trata? —preguntó Jorge, con la mirada fija en el rostro del hombre.
—Hemos encontrado a los infiltrados.
Jorge sintió un estremecimiento en la boca del estómago.
—¿Dónde?
El soldado tragó saliva.
—Dentro del recinto de la casa grande, señor.
El silencio que siguió fue insoportable. Jorge sintió cómo la seguridad de su hacienda se desmoronaba a su alrededor. Los intrusos no estaban escondidos en los barrancos ni en las colinas lejanas: habían estado allí, dentro de sus muros, respirando el mismo aire, acechando en la penumbra.
—¿Están vivos? ¿Los habéis interrogado? —preguntó, esforzándose por mantener la calma.
—Los capturamos con vida, pero se resistieron —informó el soldado con tono tenso—. Están bajo custodia en una dependencia cercana. El comandante está preparando el interrogatorio, señor.
Jorge intercambió una mirada con Eukario. Su primera reacción fue mandar llamar a Yusuf. La seguridad de la hacienda era su responsabilidad, y alguien debía responder por el hecho de que los intrusos hubieran llegado hasta la mismísima casa grande.
Pero no esperaría a que acudiese; primero, tenía que ver a los prisioneros.
—Llévame con ellos —ordenó.
El soldado asintió y los guió con paso rápido. Salieron al exterior, donde el sol de media mañana caía implacable sobre los senderos de tierra. Un viento seco, cargado de polvo y olor a hierba caliente, soplaba desde las colinas lejanas. Era curioso, a pesar de estar tan cerca del mar los vientos solían estar cargados siempre de aromas salidos del interior de la isla. A lo lejos, en los campos, se veía el ir y venir de los esclavos, ajenos a lo que estaba ocurriendo en el corazón de la hacienda.
No tardaron en llegar a una construcción de piedra maciza, sin ventanas visibles, con una única puerta de madera gruesa reforzada con hierro. Frente a la entrada, un pelotón completo montaba guardia, con los rostros tensos y las armas listas. Cuando Jorge se aproximó, los soldados se cuadraron en silencio, abriendo paso a su señor.
Dentro, el aire era espeso y olía a tierra y sudor. La luz entraba tamizada por rendijas en las paredes que hacían de tragaluces, proyectando líneas doradas sobre el suelo de losas irregulares. El ambiente estaba cargado de expectación.
Jorge respiró hondo y avanzó. Con cada paso, sentía que se acercaba un poco más a la verdad que estaba a punto de revelarse.
Los tres soldados enemigos colgaban inertes, suspendidos por las muñecas de una gruesa viga central. La luz del hangar, que entraba oblicua por las aberturas superiores, resaltaba la palidez tensa de sus cuerpos y el temblor involuntario de sus músculos agotados. Vestían solo la ropa interior, y a pesar de su buen estado físico, ninguno tenía la corpulencia imponente de los esclavos de fuerza, ni la armonía esculpida de los personales. Eran soldados entrenados para la guerra, sí, pero no para el sometimiento.
Dos de ellos, los mayores, mantenían la cabeza baja, los labios apretados, como si ya hubieran asumido lo inevitable. Pero el tercero, el más joven, aún resistía. Su cuerpo era más atlético que el de sus compañeros, y sus ojos, cargados de ira y desafío, se clavaban en Jorge con un rastro de arrogancia casi pueril.
Jorge lo observó con interés. Tal vez aún no entendía en qué posición se encontraba realmente.
El comandante de la patrulla avanzó con paso firme y se cuadró ante él. A pesar de su rango militar, se inclinó con respeto, como correspondía al dueño de la hacienda.
—Estos son los tres que andábamos buscando, señor —anunció—. Un pequeño comando de acción rápida. Un sargento al mando y dos soldados.
Jorge sintió una corriente de satisfacción helada recorrerle la espina dorsal. Al fin. Ahora sí podría acallar todas las dudas de Kamar y Lakua. Ahora sí el Consejo tendría pruebas contundentes.
Pero el comandante parecía aún en guardia.
—Cabe la posibilidad de que estén informando a alguien —añadió—. Llevaban comunicadores de radio de bajo alcance.
Jorge se extrañó.
—¿Funcionan incluso bajo nuestra interferencia?
—Sí, señor. Son dispositivos de tecnología analógica. No pueden usarse para tareas complejas, como guiar un misil o levantar mapas, pero sí para comunicaciones directas por radio.
Jorge cruzó los brazos.
—Entonces puede haber alguien más.
El comandante asintió con gravedad.
—No pueden estar comunicándose con una nave en el mar o en el aire. El alcance no es suficiente.
—¿Cuánto cubren?
—No lo sabemos con precisión. Tal vez dos kilómetros. Cinco, en el mejor de los casos.
Jorge dejó caer la cabeza hacia un lado, procesando la información.
—Así que es muy posible que haya otro equipo cerca.
—Es una posibilidad, señor. Nuestros soldados continúan la búsqueda por si acaso.
El silencio se volvió pesado, cargado de conjeturas peligrosas. Jorge miró de nuevo a los prisioneros. ¿Sería uno de ellos lo suficientemente temerario para hablar?
—Y naturalmente —continuó—, nuestros prisioneros no han dicho nada.
—Como era de esperar, señor —dijo el comandante con una leve sonrisa—. Se niegan a hablar. Pero he solicitado la presencia de un vilicus especializado en interrogatorios. Debería estar aquí en cualquier momento.
Jorge asintió.
En ese instante, la puerta del hangar se abrió con un golpe seco.
Yusuf fue el primero en entrar, con su habitual aire impasible y calculador. Pero no estaba solo; a su lado, una figura oscura emergió de las sombras. Un vilicus. Un esclavo de disciplina. Iba prácticamente desnudo, salvo un escueto taparrabos de cuero y botas altas.
Su presencia cambió la atmósfera al instante. Los soldados, hasta ahora estoicos, se tensaron instintivamen-te; incluso el más joven, el que hasta hacía un momento miraba con desafío, bajó los ojos con una leve vacilación.
Yusuf apareció en el umbral, con la expresión cuidadosamente neutra que lo caracterizaba, pero con una leve sombra de inquietud en los ojos. A su lado, un esclavo de disciplina mantenía la cabeza gacha, en actitud servil, como si su sola presencia bastara para demostrar obediencia.
—Elí, buenos días. Me dijeron que me estaba buscando. Este esclavo también se dirigía a la escuela de obediencia —saludó Yusuf con su tono habitual, firme pero prudente.
Jorge no sabía de la existencia de ese sitio.
—¿Escuela de obediencia?
—Sí, elí. Estamos justo en ella. Aquí es donde se disciplina el ganado —explicó Yusuf con naturalidad, pero había algo en su voz… una mínima vacilación, como si supiera que algo había salido mal.
Jorge no lo hizo esperar.
—Tengo que hablarte sobre cómo estás organizando la seguridad —dijo, con la voz tensa como una cuerda al borde de romperse—. Estos que ves aquí —señaló con un movimiento breve pero cargado de significado a los prisioneros encadenados— son los tres hombres que buscábamos.
Yusuf se giró lentamente, observando por primera vez a los cautivos. El color se esfumó de su rostro al instante.
—El comando israelí infiltrado —continuó Jorge, disfru-tando por un segundo del impacto que sus palabras provocaban—. Los mismos que destruyeron el nodo de la interferencia.
Hubo un instante de silencio helado.
—Eso —prosiguió, tomándose su tiempo— no es culpa tuya.
Yusuf respiró aliviado, pero el aire se le quedó atrapado en la garganta cuando Jorge añadió, con fría intención:
—Pero que los hayan atrapado dentro de las murallas de mi casa, como si estuvieran de paseo… eso sí lo es.
Yusuf palideció aún más. Por primera vez, su aplomo se resquebrajó. Su melena, siempre flotando con arrogante despreocupación, pareció perder de golpe su brillo desafiante. Tragó saliva y bajó la mirada, enmudecido.
Jorge lo dejó en ese estado por unos segundos. Que sintiera la presión. Que comprendiera su lugar; pero en ese momento había algo más urgente que discutir.
—Hablaremos de todo eso cuando sea más oportuno —anunció con calma, disfrutando de su autoridad—. Por ahora, lo prioritario es saber con quiénes estaban en comunicación estos saboteadores.
El comandante, que hasta entonces se había mantenido en respetuoso silencio, avanzó un paso y se dirigió a Jorge con la deferencia debida.
—Señor, le solicito permiso para interrogar a los prisioneros. Y para usar métodos de tortura si es preciso.
La frase quedó flotando en el aire, impregnándolo de una densidad sofocante.
Jorge no respondió de inmediato. Miró a los soldados. Vio su piel brillante de sudor, sus mandíbulas tensas, las marcas rojas que dejaban los grilletes en sus muñecas. El más joven seguía sosteniéndole la mirada, pero ahora su insolencia parecía más forzada. Los otros dos ni siquiera levantaban la cabeza. Ya estaban rotos. Aún no lo sabían, pero lo estaban.
Finalmente, Jorge habló.
—Permiso concedido —dijo en voz baja, pero lo suficientemente clara para que nadie dudara de su decisión.
El comandante inclinó la cabeza en señal de aprobación.
—Excelente, señor. En primer lugar, ordenaré a su vilicus que les cause dolor intenso, pero sin impedirles hablar.
Jorge asintió.
—Me gustaría saber en detalle en qué consistirá cada paso del interrogatorio —añadió, sin apartar la vista de los prisioneros.
El comandante sonrió apenas.
—Por supuesto, señor. Será un honor explicárselo.
Y detrás de Jorge, Yusuf seguía sin atreverse a levantar la cabeza.
El comandante se volvió hacia el vilicus con una leve inclinación de cabeza. Sin una palabra, el esclavo se dirigió al estante de piedra en la pared próxima y tomó tres cadenas cortas de acero, de diseño particular.
Un tintineo metálico llenó el aire cuando dejó caer dos de ellas y sostuvo solo una en la mano. Luego se situó frente al primer prisionero. El sargento, un hombre de mediana edad, mantuvo la cabeza baja, la mandíbula apretada, como si ya hubiera decidido no quebrarse. Pero su cuerpo, tenso como un arco, lo traicionaba.
El vilicus no dudó. Le enganchó la primera pinza a un pezón desnudo. El crujido de los dientes metálicos clavándose en la carne fue apenas un susurro, pero el grito del soldado resonó en las paredes de piedra. Luego ajustó la segunda pinza al otro pezón y dejó caer la cadena, que colgó con un peso inesperadamente cruel.
El sargento jadeó, los músculos de su torso crispándose. Sus muñecas, encadenadas por encima de su cabeza, temblaron con un leve traqueteo. Pero no dijo nada.
El procedimiento se repitió con el segundo prisionero, el más viejo de los tres. Este no gritó. Se limitó a soltar el aire por la nariz en un tembloroso silbido, los labios apretados con feroz determinación. Pero su piel, que se tensó alrededor de las pinzas como si quisiera expulsarlas, delató su sufrimiento.
El tercero, el más joven, observó todo con los dientes apretados, respirando hondo, anticipando su turno. No apartó la vista cuando el vilicus se situó ante él. Primera pinza. El joven se sacudió violentamente, pero no gritó. Segunda pinza. Los tendones de su cuello se marcaron como cuerdas tensas. La cadena colgó libremente entre sus pezones y el impacto de la caída pareció atravesarle el pecho. Su respiración se volvió errática; pero siguió en silencio.
Jorge los contempló con una curiosidad casi científica.
—¿Realmente eso duele tanto? —preguntó, sin apartar la mirada del lento ascenso y descenso de los torsos atormentados.
El comandante sonrió.
—Más de lo que parece, señor. El dolor inicial es solo el comienzo. El peso se convierte en una garra invisible que nunca deja de apretar. Pero sobre todo, el verdadero tormento llega con esto.
Sacó un pequeño dispositivo negro y lo colocó en las manos de Jorge.
—Úselo, si quiere comprobarlo usted mismo.
Jorge examinó el aparato. Un dial con una escala del cero al cinco. Por el momento, el indicador marcaba cero. Sonrió y giró el mando; los efectos fueron inmediatos. Apenas la aguja abandonó el cero, el primer espasmo recorrió los cuerpos encadenados, como una descarga eléctrica en cámara lenta.
Cuando Jorge llevó el dial bruscamente hasta el uno, las cadenas cobraron vida, chasqueaban, parecían serpientes metálicas.
Los tres soldados se arquearon al unísono, una coreografía involuntaria de torsos crispados. Los músculos de sus vientres se tensaron como cuerdas de un instrumento desafinado, y el joven, el más desafiante hasta ahora, lanzó un gruñido ahogado, tragándose el grito que amenazaba con estallar en su garganta.
Los otros dos cerraron los ojos con fuerza, negándose a ceder a la vergüenza del dolor; pero el temblor de sus cuerpos los delataba. Los soldados jadeaban.
Jorge mantuvo la posición del mando durante un minuto entero, observando cada contracción de los músculos, cada nuevo temblor involuntario. El sudor empezaba a perlar sus frentes.
—Interesante —susurró Jorge, sin apartar la vista de la escena. Pero aún no suficiente.
Giró el dial hasta el dos. El efecto fue instantáneo.
El sargento rompió su mutismo con un gruñido, como un perro herido. El mayor emitió un quejido bajo, casi un lamento. Y el joven…
El joven finalmente gritó. Fue un sonido rabioso, feroz; pero era un grito.
Jorge dejó el dial en el dos durante treinta segundos más, saboreando el poder absoluto que sostenía en su mano, antes de girarlo de vuelta a cero. El silencio que siguió fue aún más elocuente que los gritos; el comandante sonrió con aprobación.
—¡Es fantástico! ¿Cómo funciona? —preguntó Jorge, con la curiosidad de un niño que acaba de descubrir un mecanismo fascinante.
El comandante sonrió, complacido por su entusiasmo.
—Usa el mismo principio de inducción que permite recargar baterías de forma inalámbrica —explicó, girando el pequeño dispositivo en su mano—, pero cada eslabón de la cadena tiene un efecto multiplicador. Y lo mejor… —se inclinó ligeramente hacia Jorge, como compartiendo un secreto— es que este mando solo inhibe la descarga. Si lo destruyéramos o se averiara, la corriente alcanzaría su máximo nivel. Y no hay ser humano que soporte eso.
Jorge recorrió con la mirada los tres cuerpos colgantes, tensos como arcos.
El más joven se mordía el labio hasta hacerlo sangrar, negándose a ceder. El sargento, en cambio, empezaba a temblar, el sudor resbalándole por el torso, respirando de forma errática. El más viejo tenía los ojos cerrados, un rictus de concentración en el rostro, como si tratara de alejarse mentalmente del tormento.
Jorge disfrutaba viendo cómo cada uno enfrentaba el dolor a su manera.
El comandante se giró bruscamente hacia los prisioneros.
—¿Alguno quiere hablar antes de volver a bailar para nosotros?
Silencio. Los soldados ni siquiera levantaron la cabeza. El joven, el más arrogante, escupió al suelo con desprecio; Jorge levantó una ceja, divertido.
—¿Cree que hablarán, comandante?
—Oh, sin duda lo harán, señor —aseguró, con la seguridad de quien ha hecho esto cientos de veces—. Ahora los dejaremos permanentemente en el nivel uno. Eso es… insoportable con el tiempo.
Jorge giró el dial lentamente hasta la marca. Los tres se arquearon al instante. El sargento jadeó con violencia, tratando de contener un grito; el mayor apretó los dientes hasta que su quijada crujió. Y el joven…
El joven soltó una carcajada seca, desafiante. Jorge sonrió de lado.
—Aún tiene humor.
—No por mucho tiempo —dijo el comandante, con un leve brillo sádico en los ojos—. Vamos a azotarlos. Y luego… el catálogo de posibilidades es extenso.
El vilicus ya se estaba preparando. Movía las manos con meticulosa precisión, desabrochando los restos de tela que aún cubrían a los prisioneros. Pronto los tres quedaron completamente desnudos, expuestos en toda su vulnerabilidad.
Jorge inclinó la cabeza, observándolos con detenimiento. No podía negar que la escena le despertaba algo en las entrañas, una fascinación morbosa, una excitación sutil que no podía controlar. Los cuerpos suspendidos, retorcidos por el dolor, la tensión de los músculos al resistirse… Era imposible no sentir algo primario ante tal espectáculo de dominación absoluta.
El vilicus tomó un látigo largo, sus colas de cuero terminaban en pequeñas bolas metálicas, diseñadas para desgarrar la piel con cada impacto; se colocó detrás del sargento.
El primer latigazo cayó con un chasquido brutal El sargento se sacudió en el aire, un espasmo violento recorrió su cuerpo, pero no emitió sonido. Solo su respiración entrecortada delataba lo que sentía. El segundo golpe rasgó la piel. El tercero dejó una línea roja y abierta en su espalda. Al quinto, se derrumbó. Un gemido lastimero se escapó de su garganta.
El vilicus se movió al prisionero mayor. El látigo descendió sin piedad, y su piel curtida cedió de inmediato. Jorge se estremeció. Era espectacular.
Cuando el turno llegó al joven, este apretó los puños y mantuvo la cabeza alta.
—No te van a quebrar, ¿verdad? —susurró Jorge, sin que nadie lo escuchara.
El látigo cayó con saña. Los músculos del joven se crisparon, duros como piedra. Segundo golpe; su respiración se volvió errática. Tercer golpe; el primer rugido de dolor brotó de su garganta.
Jorge comprendió que la resistencia de los soldados iba a ceder en algún momento; el cuerpo tiene sus límites. El orgullo también.
Pero esa lucha… ese proceso de rendición lenta…
Era… hermoso.
Se giró hacia el comandante.
—Entonces, comandante, ¿puedo confiar en usted? ¿Tendremos resultados hoy mismo? El interés superior de Ketiris es lo primero.
—Haré cuanto sea posible, señor. Yo mismo iré a la casa grande para informarle.
Jorge echó un último vistazo a los tres cuerpos.
El vilicus seguía su tarea, meticuloso, incansable. Las espaldas de los prisioneros ahora eran un lienzo de marcas rojas.
Jorge respiró hondo. El aire tenía un perfume extraño. No era solo el aroma del sudor y la sangre… Era el olor del poder.
—Le dejo con su trabajo, comandante.
—A sus órdenes, señor.
Y sin volverse, Jorge salió de la estancia, con una sonrisa casi imperceptible en los labios; le acompañaban de regreso Yusuf y Eukario. Entonces una idea apareció en su cabeza. Sí, era extraño que nadie hubiera caído en la cuenta.
—Yusuf, ¿no podemos usar soma para obligarles a confesar lo que necesitemos? —preguntó, con la impaciencia de quien cree haber hallado una solución evi-dente—. ¡Convirtámoslos en esclavos!
Yusuf, sin varia el paso, apenas giró la cabeza. La brisa del mediodía agitó de su túnica color azafrán.
—¿Eso piensa, elí? —respondió, con una calma que irritó a Jorge—. El soma no funciona así.
Por un instante, el hacendado creyó haber oído mal.
—¿Cómo que no? —detuvo el paso un instante y se volvió hace el empleado—. ¡Yo mismo he visto cómo Álex se convirtió en mi esclavo por efecto de esta droga! Y sé que se les suministra a los esclavos en cada comida, en cada sorbo de agua, para mantener su sumisión. ¿O me lo vas a negar?
Un largo silencio se extendió entre ellos. Yusuf suspiró, y con ese suspiro pareció medir la ignorancia de su patrón.
—El soma no crea la sumisión —explicó al fin, su voz apenas un susurro—. Solo la arraiga. La amplifica, la fija. Pero no la induce.
Jorge frunció el ceño.
—Eso no tiene sentido.
—Al contrario —replicó Yusuf—. Es como la hipnosis. En los relatos fantásticos se cree que alguien puede ser hipnotizado para cometer un crimen, para volverse alguien que no es… pero cualquier psicólogo sabe que eso es absurdo. La hipnosis no siembra deseos, solo los extrae de donde ya estaban ocultos. No puede obligar a nadie a hacer lo que no quiere hacer.
Jorge lo escuchaba, pero su instinto le decía que había algo erróneo en aquella teoría.
—¿Y mi esclavo? ¿Y todos los esclavos? ¿Insinúas que desean serlo? ¿Que aman el látigo y la humillación?
Yusuf dejó escapar una sonrisa apenas perceptible.
—En cierto modo, sí. Pero solo en cierto modo. Creo que es hora de que conozca a fondo cómo nos proveemos de esclavos en Ketiris, elí.
Muchas veces Jorge había especulado acerca del funcio-namiento exacto de esa extraña sociedad de la que formaba parte, con personas que parecían nacidas de la nada, puesto que la heterosexualidad se consideraba algo nefasto, casi prohibido, y donde los esclavos resultaban ser la base efectiva de la sociedad. Pero ¿de dónde salían los esclavos? Más aún, ¿de dónde provenían los hombres y mujeres libres de Ketiris? Recordó lo que le dijo Lakua cuando la conoció, hacía pocos días: “Pensé que Kamar ya te habría contado de dónde vienen los niños… Yusuf debió habértelo comentado”. Parece que ese era el momento para hablar de ello.
26 - Interrogatorio
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