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27 - De dónde vienen los niños

Escrito por: amomadrid8

Jorge, Eukario y Yusuf atravesaron el umbral de la casa grande, sintiendo el contraste inmediato entre el calor asfi-xiante del exterior y la frescura medida del interior. El día prometía ser inusualmente caluroso, y en ese momento del mediodía el sol abrasaba con su peso denso y opresivo. Miceros, siempre atento, se presentó con la eficiencia silenciosa que lo caracterizaba, inclinando la cabeza con respeto antes de retirarse a organizar los preparativos de la comida. Como era costumbre en la hacienda, cada detalle se supervisaba con el máximo cuidado, pero en la últimas ocasiones la meticulosidad era aún mayor: Lakua y Kamar, dos de los hacendados más influyentes del país, compartirían la mesa.

Eukario y Yusuf también estarían presentes en el almuerzo, un gesto que Jorge había mantenido en sus últimas recepciones, reconociendo con ello el papel fundamental que desempeñaban. Sin embargo, aún no era la hora de la comida, y Jorge no estaba dispuesto a dejar pasar más tiempo sin obtener respuestas. Mientras cruzaban el vestíbulo, hizo un leve gesto a Yusuf, indicándole que lo acompañara.

La estancia a la que se dirigieron era un salón interior, resguardado del calor, donde la luz se filtraba a través de celosías de madera oscura, dibujando patrones irregulares sobre los suelos de piedra pulida. Un incienso de sándalo ardía con discreción en un incensario dorado, impregnando el aire con un aroma denso y especiado.

Jorge se instaló en un amplio sillón de madera tallada con incrustaciones de nácar, una pieza exquisita en la que el lujo no estaba reñido con la comodidad. Tomó asiento con naturalidad, cruzando una pierna sobre la otra y apoyando el brazo sobre el reposabrazos. Su mirada se perdió unos instantes en el vaivén de las cortinas de lino, que se mecían con la brisa imperceptible que corría en la penumbra de la habitación.

Yusuf, sin esperar indicación, tomó asiento en un diván de tapicería marfil, frente al señor de Tharakos. No lo hizo con servilismo, sino con esa mezcla de respeto y confianza que lo distinguía, con la serenidad de quien sabe que su conocimiento es valioso. Había servido a Benassur con la misma eficacia, y ahora servía a Jorge, pero no como un simple ejecutor de órdenes, sino como alguien que comprendía las reglas del poder y sabía moverse dentro de ellas.

—Hablemos de lo que quedó pendiente, Yusuf —dijo Jorge, con la calma calculada de quien no tiene intención de repetir la pregunta.

Yusuf inclinó apenas la cabeza, un gesto de asentimiento que denotaba la disposición de quien está a punto de compartir un conocimiento reservado solo para unos pocos. Sus ojos oscuros, inteligentes, brillaron con una chispa de satisfacción contenida. Sacudió elegantemente su melena.

—Por supuesto, elí. Pregunta lo que desee saber.

—Cuéntame con precisión cómo se organiza nuestra sociedad de hombres libres; también el origen de los esclavos. Y no olvides explicarme bien el funcionamiento del soma —dijo Jorge con sencillez pero mostrando a las claras que no se iba a conformar con vaguedades

—Existen granjas de cría —comenzó, y cada palabra suya se clavó como un alfiler en la mente de Jorge—. Allí, esclavas seleccionadas dan a luz durante toda su vida útil. Son inseminadas con esperma óptimo, extraído de esclavos brutos mediante ordeños periódicos organizados por el Estado.

Jorge no dijo nada, pero sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

—Los bebés pasan el primer año con sus madres, después se los traslada a un recinto donde reciben cuidados educativos y se les observa. Se les deja jugar, hablar, crecer apenas sin influencias… hasta los cinco años.

—¿Y entonces? —la voz de Jorge sonó más tensa de lo que esperaba.

—Entonces se les somete a la prueba.

Yusuf hizo una pausa, dejando que la palabra flotara en el aire.

—Algunos niños desarrollan iniciativa. Corren, inventan juegos, crean normas, desafían a los demás. Otros, en cambio, se dejan guiar. Prefieren seguir instrucciones. Son felices obedeciendo, sin cuestionarse nada.

En ese momento crucial, elí, se les separa. Los primeros serán hombres y mujeres libres. Los segundos, sus esclavos.

El pulso de Jorge latía con fuerza en sus sienes. Parte de él sentía un profundo rechazo, pero otra parte… otra parte reconocía la lógica impecable de aquel sistema.

—¿Y luego? —su voz salió más ronca de lo que pretendía.

—A partir de ahí, se les educa. Los esclavos reciben soma. Su identidad se disuelve poco a poco hasta que no queda más que obediencia pura. Ninguna responsabilidad, ninguna elección. Solo el alivio de no decidir nunca. Los otros siguen caminos que les conducen a desarrollar sus capacidades como ciudadanos y ciudadanas libres de Ketiris; reciben estudios, un trabajo acorde a él y se integran en la sociedad. Se investigan las capacidades y las inclinaciones naturales, y así unos pueden ser alfareros, o joyeros y otros maestros, o médicos, o diplomáticos. Naturalmente es un proceso mucho más complejo que he simplificado notablemente, porque es el Estado quien lo organiza todo, y lo hace también teniendo en cuenta las necesidades del país. Todo se planifica pensando en eso para que no sobre ni falte nada.

Jorge miró el fuego de las velas oscilando acompasadamente. Sintió una incomodidad creciente en su interior.

—¿Y no pueden producirse errores de clasificación cuando se realiza esa prueba?

—Por supuesto. A veces se destina para ser esclavos a quienes no deberían. Pero entonces el soma no funciona con ellos: se rebelan, intentan escapar, rechazan las órdenes. Si es así, el error se corrige a tiempo.

—¿Y al revés?

La sonrisa de Yusuf se ensanchó un poco.

—Eso es más común. Niños libres a los que les agobia tener que tomar decisiones y responsabilizarse de ellas; niños que piden ser esclavos, que suplican pertenecer a alguien; que quieren que se les diga qué deben hacer, que sienten la libertad como una zozobra.

Jorge sintió una extraña opresión en el pecho.

—¿Y se les concede el cambio?

—Si se confirma que el deseo es genuino, sí. El soma lo fija.

El hacendado apartó la vista. Algo en sus entrañas se removió con violencia.

—Entonces explícame mi esclavo. Explícame a Álex.

—No hay nada que explicar —dijo Yusuf con suavidad—. No fingió. No hubo engaño.

Jorge negó con la cabeza, con un nudo formándose en su garganta.

—Él… él lo hizo para superar el test de mentiras. Fingió desear ser mi esclavo falsamente, para poder espiar.

Yusuf lo miró con algo parecido a la compasión.

—Si el soma funcionó en él —dijo despacio—, es porque en lo más hondo de su ser él ya le pertenecía. Da igual su orientación sexual, da igual todo. Él le admiraba de verdad; más que eso: le amaba… aunque posiblemente ni él mismo era consciente de ello. Esto ocurrió de modo automático, cuando se conocieron. Usted entonces ya era un elí; y él entonces ya era un esclavo.

Silencio.

Jorge sintió el peso de esas palabras caer sobre él, como una losa. Un vértigo extraño lo embargó. Pero algo le decía que lo que acaba de decir Yusuf podía ser verdad.

Después de todo él siempre había sido un Amo, eso era cierto. Desde niño le gustaba sentirse obedecido; y en su primera infancia de hecho las cosas funcionaban así, porque otros niños aceptaban gozosos el papel de jugar a ser sus servidores, esclavos incipientes. Luego todo se complicaba en la vida, con el juego cruzado de los sentimientos, incluso el sexo y sus fetiches. No. Ser Amo, o ser esclavo no era un juego sexual; ni siquiera era un asunto sexual. El sexo estaba dentro, sí, pero porque forma parte de los seres vivos; un Amo manda y un esclavo obedece, esa es su naturaleza, eso es lo que son. No lo han elegido, no se puede cambiar: es así.

Por eso los niños mal clasificados casi inmediatamente llaman la atención y se envían al lugar correcto. Cuanto más lo pensaba más le gustaba el sistema ketirí. En cambio en el resto de sociedades los amos y los esclavos estaban camuflados, mimetizados como lo que no eran. Solo podían mostrarse auténticos cuando jugaban, y en cambio lo que llamaban vida real era paradójicamente una enorme simulación, que se complicaba diabólicamente con las relaciones familiares, por ejemplo al asumir la responsabilidad de los hijos, o al elegir una pareja única y excluyente. Hombres que deseaban postrarse a los pies de otro, pero se obligaban a caminar erguidos, fingiendo que su alma no clamaba por cadenas. O su propio caso, un amo latiendo en el pecho de un tranquilo profesor de se-cundaria.

Por eso él se notaba liberado, en el mes que llevaba siendo ciudadano de Ketiris había sido él, se sentía orgulloso de sí mismo, capaz de todo. Ese mes valía más que todo lo anterior.

Por eso Ketiris era “el país de los libres”. Ahora lo entendía de verdad. Y también que era lógico que el soma no pudiera funcionar con los tres israelíes capturados.

Pero Yusuf no conocía tan bien como pensaba las propiedades del soma.

En ese mismo momento los tres prisioneros continuaban encadenados y habían recibido una generosa dosis inyectada de la droga, porque el comandante sabía que a veces sus efectos valían la pena. El soma no esclaviza, pero tiene un poder distinto, uno que se manifestaba de formas impredecibles. Lo sabía el comandante a cargo de los interrogatorios, y pudo comprobarlo cuando, entre los prisioneros, uno de ellos se quebró. El más joven.

Sus compañeros permanecieron imperturbables, sus ojos duros como piedras, su carne tensa bajo el dolor. Pero él, el muchacho de cuerpo firme y musculado, sucumbió al poco de recibir las inyecciones. Al principio fue solo un temblor en las manos, un estremecimiento casi imperceptible en la garganta. Luego, su respiración se hizo irregular, sus pupilas se dilataron, su frente se perló de un sudor frío. Su gallardía se desmoronó como una estatua agrietada desde dentro.

Lo que el soma despertaba no era obediencia. Era verdad.

Jorge vio el terror reflejado en sus ojos y supo que estaba contemplando a un hombre que, por primera vez en su vida, comprendía quién era en realidad. La máscara que había construido sobre sí mismo, los años de adoctrinamiento, la disciplina férrea con la que había querido forjarse como soldado, todo se deshacía en un remolino de recuerdos que afloraban con la crudeza de un golpe certero.

Ya no era un soldado.

Era un niño. Un niño palestino que había huido del polvo y la sangre de su tierra natal, que se había alistado en el ejército de sus opresores creyendo que así se arrancaría de la carne su propia historia. Había repetido los juramentos, había prometido fidelidad a una bandera que no era la suya, había obedecido órdenes, había empuñado un arma contra su propio pueblo. Y había creído que lo había olvidado todo.

Pero el soma lo arrastró de vuelta.

Vio el rostro de su madre, la casa donde creció, el sol abrasador sobre los muros blancos, el olor del pan recién horneado. Vio los cuerpos destrozados en las calles, las miradas de los que le llamaban traidor. Y comprendió, con un horror indescriptible, que nunca había dejado de ser lo que era.

El comandante lo contempló con fascinación. Ya no era un interrogatorio: era un acto de revelación.

El joven rompió a llorar. No con la furia de quien se resiste, sino con la mansedumbre de quien se rinde. Sus labios temblaban. Su cuerpo, antes tenso y desafiante, ahora parecía más ligero, como si al fin hubiera soltado el peso de una mentira que había cargado demasiado tiempo.

Mahmud Ashour alzó la mirada, y en sus ojos húmedos no había ya rastro de desafío ni de resistencia, solo la devastación de quien ha sido despojado de su última mentira. El comandante lo vio y supo que hablaría. No por miedo. No por dolor. Sino por venganza.

Las palabras brotaron de su boca como un torrente incontenible, como un alud que arrasa todo a su paso. No se llamaba David Cohen, ni ahora ni nunca. Su nombre era Mahmud Ashour. Y odiaba a Israel.

Sus dos compañeros, colgados de las cadenas como figuras esculpidas en la desesperación, lo miraron con el estupor de quien contempla a un espectro. Aquello era imposible. Para formar parte de las fuerzas especiales israelíes no bastaban las habilidades físicas ni la destreza con las armas: se exigía una convicción absoluta, un fanatismo inquebrantable, una lealtad incuestionable al Estado que lo había moldeado. Pero Mahmud lo había hecho todo para llegar hasta allí. Había renunciado a su lengua, a su historia, a su pueblo. Seguramente había mata-do a sus propios compatriotas. Tal vez demolió casas con familias enteras dentro. Tal vez disparó contra niños que solo tenían piedras en sus manos.

Y sin embargo, él seguía siendo quien era.

El soma lo había arrancado de la cáscara en la que se había convertido y lo había arrojado de vuelta a su verdad más oculta. Había vivido como un sionista. Ahora, despojado de la farsa, odiaba con una ferocidad imposible todo lo que había jurado defender. Pero más que a Israel, más que a sus mandos, se odiaba a sí mismo. Y no había redención posible. Solo podía entregar lo único que aún poseía: su conocimiento.

El comandante ordenó que lo liberaran. Sus cadenas cayeron con un estrépito metálico, pero el joven no se movió al instante. Parecía paralizado por el peso de su propia traición. Finalmente, lo llevaron fuera del alcance de los oídos de sus compañeros, que ya no importaban. Ahora eran irrelevantes. Lo único valioso era lo que aquel muchacho roto tenía que decir.

Mahmud habló. O más que hablar, vomitó palabras. Se atropellaban unas a otras, enredadas en la desesperación, cargadas de culpa y de un ansia frenética por vaciarse de la historia que lo consumía. El comandante lo dejó hablar, no lo interrumpió. Cada dato era un fragmento del mosaico que necesitaban completar. Cada confesión, un golpe certero contra la muralla del enemigo.

Cuando el comandante comprendió que ya no había nada más que exprimir de aquella alma destrozada, ordenó que lo custodiaran, pero con trato amable. No era un prisionero más. Era un testigo de su propia condena.

Y entonces echó a correr.

Tenía que llegar a la casa grande cuanto antes. Había que informar a las autoridades, sí. Pero sobre todo, Jorge Tharakos no debía escapar.

Porque si Mahmud decía la verdad, el amo de la hacienda no era solo un extranjero con suerte; era un traidor.

Se presentó en la casa grande cuando aún estaban en la sobremesa. Desde el umbral, observó la escena: tres hacendados compartiendo vino y conversación con dos funcionarios. Reconoció a uno de los empleados de vista, pero al otro lo conocía bien: Yusuf; había colaborado con él en múltiples ocasiones por cuestiones de seguridad y logística.

El comandante contuvo el impulso de irrumpir de inmediato. Si Jorge lo veía, le exigiría un informe sobre el interrogatorio. No debía levantar sospechas antes de tiempo; así que esperó. Dos horas enteras.

Cada minuto fue un goteo lento de impaciencia, pero fi-nalmente, cuando la sobremesa terminó y los invitados se retiraron, abordó a Kamar. Porque si alguien podía mover los hilos sin hacer sonar las alarmas, era él.

Kamar fue el último en levantarse de la mesa, demorándose unos instantes después de que los otros cuatro comensales se hubieran retirado. Apenas se puso en pie, sintió la presencia del comandante acercándose con paso firme.

—Señor, debemos hablar de un asunto grave —anunció en voz baja, con la urgencia contenida de quien está a punto de volcar una verdad peligrosa.

Kamar lo miró con el ceño levemente fruncido.

—Estoy al tanto de la captura del comando israelí. Una excelente noticia. El Alto Jorge Tharakos me lo comunicó durante la comida. ¿Han conseguido información relevante? ¿No debería informarle a él antes que a nadie?

El comandante no titubeó.

—Lo habría hecho… si no supiera que es un traidor.

Kamar sintió que un peso invisible le caía sobre los hombros. No mostró su conmoción, pero en su interior la maquinaria de su mente se puso en marcha con una velocidad febril. Sin decir palabra, tomó al comandante del brazo y lo condujo discretamente a una pequeña sala apartada, lejos de testigos indeseados. Una vez dentro, cerró la puerta con calma forzada y señaló una silla.

—Hable.

El comandante se sentó, con la espalda rígida y los ojos encendidos por la gravedad de lo que estaba a punto de relatar.

—Capturamos a tres hombres, señor. Un sargento y dos soldados. Pero descubrimos que llevaban un radio de corto alcance, lo que nos hizo sospechar que estaban en comunicación con alguien más. Centré el interrogatorio en eso, pero sin éxito. El señor Tharakos me autorizó a usar cualquier método para obtener la información y me instó a conseguir resultados hoy mismo. Yo sé que con el tiempo, todo hombre acaba hablando, pero en estas condiciones solo las torturas más extremas podrían haber acelerado el proceso… y aun así, no estábamos obteniendo nada.

Kamar asintió con lentitud.

—¿Y entonces?

—Entonces probé con el soma.

Los ojos de Kamar se estrecharon.

—Tengo entendido que el soma no surte efecto en personas de convicciones férreas. Estos comandos no pueden ser otra cosa que fanáticos.

—Así es, elí. Fue un disparo a ciegas. Pero dio en el blanco.

El comandante hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras flotara en el aire antes de continuar.

—Uno de los soldados no era quien decía ser. No se llamaba David Cohen, como afirmaba en sus documentos. Su verdadero nombre es Mahmud Ashour. Un palestino.

Kamar frunció el ceño, sin disimular su perplejidad.

—Un traidor. ¿Qué crédito tiene su testimonio?

—No es un traidor en el sentido que imaginamos. Se había convertido en otra persona, había borrado su antigua identidad… hasta que el soma la sacó a la superficie. No es un agente infiltrado con un propósito. Es un niño palestino que renegó de su patria, que abrazó el sionismo con la desesperación de quien busca escapar de un destino maldito. Mató por ellos. Mató a los suyos. Pero el soma no tiene piedad con las mentiras que nos contamos a nosotros mismos. Y ahora ha recordado quién es. Ahora odia lo que fue. Y quiere redimirse.

Kamar cruzó los brazos.

—¿Y qué ha contado?

—Todo. Su comandante, un teniente que aún no hemos capturado, les informó sobre el traidor dentro de Ketiris. No era un espía cualquiera. No era un contacto menor. Era un gobernador. Un hacendado. El señor de esta casa.

El silencio cayó sobre la habitación como una losa.

Kamar sintió cómo una sombra helada reptaba por su espalda. Si todo esto era cierto, él había sido el artífice del ascenso de Jorge Tharakos. Él había permitido que un extranjero se convirtiera en uno de los hombres más poderosos del país. Y Jorge lo había engañado con la habilidad de un jugador consumado.

Cada pieza encajaba. Demasiado fácil había sido todo. La llegada de Jorge, la conversión en ciudadano ketirí, la absorción en el sistema. La elección de Álex como esclavo, un espía ruso de escasa valía que se dejó convencer sin apenas resistencia. Demasiados indicios que pasaron inadvertidos.

Y ahora Kamar temía algo más que la traición: las consecuencias para él mismo.

Si esto llegaba al Consejo, si se revelaba que él había sido quien lo acogió, quien le abrió las puertas… ¿seguiría contando con su apoyo?

La mente de Kamar trabajó con una velocidad vertiginosa. No podía dejar que la situación se le escapara de las manos.

—Llame a Lakua y a Yusuf —ordenó en voz baja—. Hágalo discretamente. Y ponga a Jorge bajo vigilancia inmediata.

—Está en sus habitaciones privadas, señor. Al parecer, disfrutando de sus esclavos.

Kamar sintió una punzada de desprecio. Aún ignoraba que el cerco se cerraba en torno a él.

Minutos después, Lakua y Yusuf estaban en la misma estancia. El comandante habló con precisión militar. No dejó espacio para la duda.

Cuando terminó, Lakua tenía el rostro lívido.

—¡No puede ser! ¡No puede ser! —murmuraba, como si repetirlo pudiera cambiar la realidad.

Yusuf, en cambio, permanecía inmóvil, con una expresión insondable.

—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó con frialdad.

Kamar tomó una decisión al instante.

—Debemos encontrar al teniente. Jorge lo oculta en algún lugar de este edificio. No sabe aún que sus hombres han sido capturados, pero pronto lo descubrirá. Si no actuamos de inmediato, puede desaparecer.

Lakua asintió.

—¿Y Jorge?

—Primero atrapemos al teniente. Luego decidiremos su destino.

Kamar miró a Yusuf.

—Debe moverse rápido y sin levantar sospechas. Encuéntrelo antes de que sea tarde.

Yusuf asintió con la expresión inescrutable de quien mide cada uno de sus pasos. Sin más palabra, se deslizó fuera de la habitación y se perdió en el laberinto de pasillos del palacete.

Solo Lakua y Kamar quedaron allí, atrapados en un silencio denso, como si la traición flotara en el aire, en cada sombra, en cada rincón de la casa que Jorge creía suya. Lakua pensaba febrilmente; Kamar calculaba el siguiente paso.

De improviso el sonido inequívoco de un disparo sacudió el aire, atrayendo la atención de todos. Sin duda se había producido en el edificio principal.

Cuantos estaban en la casa corrieron hacia el estruendo; Jorge, Kamar y Lakua entre ellos. Desde una habitación en sombras emergió un Yusuf desencajado, con una pistola humeante en la mano. Su respiración era errática. En un pequeño anexo, entre cajas de velas y bujías, un hombre yacía sentado, los ojos aún abiertos en una mueca de asombro. La bala le había entrado por la frente y salido por la nuca, dejando una mancha oscura en la pared.

A los pocos segundos, Yusuf dejó caer el arma. Sus manos temblaban. Sintió un nudo en la garganta y el estómago se le revolvió. Trató de mantenerse en pie, pero sus piernas flaquearon y cayó de rodillas, sollozando en un rincón. El teniente israelí estaba muerto. La sangre aún fluía por ambos orificios de bala.

—Debe haberse topado con él de repente… y disparó sin pensar —dijo Kamar, con una calma que contrastaba con la tensión en el aire—. Qué lástima, podríamos haberlo interrogado.

Jorge clavó la vista en el cadáver, incapaz de asimilar lo que acababa de ocurrir. Sentía que las cosas no podían ir peor para él.

—Este hombre se había refugiado, estaba escondido en su casa, Jorge —continuó Kamar, con la misma frialdad—. No pudo llegar hasta aquí sin ayuda desde dentro. Y como puede ver, incluso había comido pan, carne y dulces de su cocina. ¿Lo ve?

Jorge no respondió. Tenía razón en todo.

27 - De dónde vienen los niños

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