El Consejo de Estado se reunía habitualmente el último viernes de cada mes; ese era el último día del mes y, por tanto, la fecha indicada, pues ese caía precisamente en viernes. La reunión tendría lugar en la gran sala de mármol del Palacio de la Asamblea, un recinto solemne donde la luz de las lámparas de aceite arrancaba reflejos dorados a las columnas talladas con inscripciones.
Los diez asistentes solían comer en pequeños grupos junto con íntimos y colaboradores antes de la sesión formal, alargando sobremesas que derivaban en reuniones improvisadas. En esta ocasión, sin embargo, la expectación era mayor de lo habitual: Jorge Tharakos se presentaba como miembro de pleno derecho, su primera aparición en el Consejo. Su posición resultaba paradójica; según las normas de prelación ocupaba el lugar menos honorable por ser el más reciente en incorporarse, pero su hacienda, la más grande del país, le otorgaba un peso imposible de ignorar. En Ketirandia, la riqueza no solo abría puertas; las construía.
Jorge se había informado sobre la estructura del encuentro. Tras la salutación y apertura formal del Consejo por parte del hegemón Mario Baraka —a quien no conocía en persona—, le correspondía a él el primer turno de palabra. Era costumbre que los nuevos miembros ofrecieran una pequeña propuesta legislativa, un gesto más ceremonial que efectivo, que solía aprobarse por consenso como una bienvenida simbólica; esto había sido motivo de desvelo para Jorge. No conocía las leyes de Ketirandia con la profundidad necesaria para proponer reformas, y mucho menos se sentía capacitado para sugerir cambios en un sistema que apenas comenzaba a comprender.
Sin embargo, dos días antes, una idea se le había ocurrido. Consultó con Lakua en su palacio de Asier, y ella le animó con entusiasmo a presentarla. No solo era pertinente, sino que podía marcar su entrada en el Consejo con una declaración de intenciones clara.
Aún no estaba preparado para dar un discurso en el idioma ketirí, ni siquiera aunque fuera leído y breve, así que cuando llegó el momento Kamar leyó en su nombre el texto que Jorge había redactado y Eukario había traducido al idioma del país. Su voz profunda y serena llenó la sala:
—Sé también que es costumbre traer alguna propuesta ante este Consejo para que se pueda incorporar como nueva norma legal. Pido de antemano vuestra indulgencia si la mía os resulta inapropiada, ya que, aunque mi afán y mi compromiso para ponerme al día son firmes, mi ignorancia aún es grande.
Los miembros del Consejo escuchaban con atención. Kamar hizo una pausa calculada antes de continuar.
—Lo diré abiertamente. Propongo cambiar el sistema de compra de esclavos y esclavas personales.
El efecto fue inmediato. Los asistentes intercambiaron miradas, se revolvieron en sus asientos, inclinándose levemente hacia delante con renovado interés. Un silencio cargado de significad...