Continuación de un relato previo (Cap. III de La Carcel: el flaco narigon ese), donde se me ha dado por explorar la fantasía con el flaco en particular. A ver que sale. Si comentás es mucho mejor para mi y para vos.

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Pasaron un par de semanas desde lo de las duchas, y el flaco no me había vuelto a buscar. No sé si era por vergüenza, por cagazo a los guardias o porque simplemente estaba ocupado. Yo, mientras tanto, no podía sacármelo de la cabeza. Cada vez que lo veía pateando una pelota o gritando pavadas en el patio, me subía un calor por la espalda y el culo se me ponía inquieto, como si tuviera memoria propia. Quería más, pero no iba a ser yo el que diera el primer paso. No me animaba todavía.
Una noche, después del conteo de las nueve, el pabellón estaba más silencioso de lo normal. La mayoría roncaba o mataba el tiempo con murmullos. Yo estaba en mi catre, mirando el techo, cuando sentí un roce en el colchón. Abrí los ojos y ahí estaba el flaco, agachado al lado mío, con esa sonrisa torcida y las orejas asomando en la penumbra. "Shh", me dijo, llevándose un dedo a la boca, y señaló con la cabeza hacia el fondo del pasillo, donde había un rincón oscuro detrás de unas cajas apiladas que usábamos para guardar mierda de la cantina.
No hizo falta que dijera más. Me levanté sigiloso, con el corazón en la garganta, y lo seguí. El aire estaba pesado, olía a cemento húmedo. Cuando llegamos al rincón, me empujó contra las cajas con esa mezcla de apuro y torpeza que me calentaba tanto. "Te extrañé, loco", me soltó canchero, y antes de que pudiera responder ya me tenía la cara entre las manos, metiéndome la lengua hasta el fondo de la boca. Le devolví el beso con ganas, chocando dientes, mientras sus manos bajaban a estrujarme el culo como si quisiera arrancarme los pantalones a puro apretón.
No perdió tiempo. Me dio vuelta contra las cajas, bajándome el pantalón de un tirón hasta los tobillos, y escupió fuerte en su mano. Sentí el salivazo tibio cuando me lo restregó entre las nalgas, mientras se bajaba el short con la otra mano. "Abrí las piernas, dale", me gruñó al oído, y obedecí al toque, apoyando las manos en las cajas para bancarme lo que venía. Me la metió de una, entrando lento pero hasta el final, y el primer empujón me arrancó un jadeo que tuve que ahogar en mi mano. Era una bestia, pero sabía cómo moverla: esa verga larga y con curva me llenaba justo donde más lo sentía, rozándome adentro de una forma que me hacía temblar las piernas.
No me toqué ni una vez. No hacía falta. El placer me subía desde el culo como una corriente eléctrica, cada embestida me apretaba algo profundo que me tenía al borde sin necesidad de agarrarme la verga. Él me serruchaba con fuerza, salpicando sudor, y el roce de las cajas contra mi pecho me raspaba la piel, pero no me importaba. "Qué culo, loco, qué culo", jadeaba detrás de mí, y yo solo pod...