En el crisol de la práctica, donde las voluntades se entrelazan y los roles danzan, la salud mental emerge como faro primordial. En el instante sagrado de la "sesión", su presencia se revela esencial, un cordón invisible que permite erigir y custodiar las fronteras del deseo. Así, los artífices del BDSM, lejos de los prejuicios, se descubren como almas de temple sereno, desmintiendo la sombra que los dibuja como seres impulsivos o lastrados por turbios desequilibrios del espíritu.
Y es que, en la senda de la sumisión y el masoquismo, la autoestima florece insospechada. Se requiere, paradójicamente, una fortaleza interior robusta, una resiliencia mental superior para abrazar estas danzas de poder consentido.
No menospreciable se alza la salud física como baluarte de la experiencia. Una condición tácita, grabada en piedra, es la ausencia de velos químicos que nublen la razón y distorsionen la percepción. Este precepto resuena con el corazón mismo del BDSM: la búsqueda de prácticas puras, resguardadas y tejidas con el hilo del consentimiento mutuo. Entregarse a estos juegos con el juicio alterado sería profanar su esencia, exponerse y exponer al otro a los abismos del peligro. De ahí que sus devotos urdan redes de seguridad más intrincadas que en los encuentros carnales convencionales, conscientes de la delicada alquimia que gobierna sus rituales.
(Algunas ideas están sacadas de un artículo sobre las vivencias de las practicas asociadas al BDSM).