Ante la honda inquietud, sellada por el anhelo ferviente y el placer anticipado de contemplar a mi Señor, mi gozo se tornó un torrente incontenible. Era palpable, una verdad que desterraba toda soledad; Él estaba allí, inmerso en aquel acto impúdico de entrega que hasta entonces había velado de mi presencia.

Dos azotes más de aquel látigo, que ahora me sabía a néctar divino por ser empuñado por mi Dueño, y cuyo dolor se diluía ante su mera presencia, grabaron senderos encarnados sobre mi espalda y mis nalgas. Los golpes continuaron su danza cruel, mas ya nada poseía importancia alguna; su figura se erguía ante mí, y su sola existencia tejía un manto de consuelo sobre mi espíritu.

—Es menester —articuló su voz, grave y demandante— que te ofrezcas a otro para saciar sus instintos más primarios. No me causes deshonra, pues mi paciencia posee límites infranqueables, y aborrecería que te creyeras una ramera desobediente.

No albergaba intención alguna de defraudar a mi Señor. Si su voluntad dictaba que me entregara a otro, sus razones, sin duda, serían inescrutables. Sin embargo, aquella idea sembró una sombra de desazón en mi interior. Pero, ¿quién era yo para osar contrariar los designios de mi Amo?

Doblegada sobre mi propio cuerpo, sentí una violencia inusitada desgarrar las entrañas de mi feminidad. El dolor, punzante y real, arrancó un grito de mi garganta, un lamento ajeno al placer. Me había penetrado con una furia desmedida, moviéndose con la urgencia de quien no concibe un mañana, vertiendo su simiente ardiente en mi interior.

Un leve quejido de reproche hacia mi Señor escapó de mis labios, por haberme entregado a aquel salvaje. La respuesta fueron dos bofetadas secas y resonantes.

—Era una apuesta —espetó con frialdad— y por poco me la haces perder. Tu comportamiento dista mucho de ser digno de mí. Me debato entre la idea de desterrar de mi memoria aquello que edificamos con los años y dejarte volar en solitario.

Mi corazón se fragmentó en mil astillas heladas. Hincada de rodillas en el suelo, solo atiné a abrazarme a sus piernas, implorando perdón por mi osadía. A cambio, solo recibí el gélido desdén de su mirada. Ante aquella desolación, mis mejillas se inundaron de lágrimas amargas, incapaz de soportar su indiferencia y su desprecio lacerante.