No quedaba nada de él. Solo el cuerpo y el hambre.

Habían pasado años. Años sin tocar, sin ser tocado. Su esposa dejó de mirarlo como hombre. Su amante huyó sin despedirse. Y él se quedó allí, endurecido por dentro, oxidado, con la polla latiéndole como un animal enjaulado. No era amor. No era deseo romántico. Era necesidad. Furia contenida en los huevos. Hambre en la piel.

Había oído cosas. Hombres entrando por el callejón tras la oficina. Hombres que buscaban lo mismo. Algo que no se pregunta. Algo que no se nombra.

Esa noche no lo pensó más. Bajó las escaleras con el corazón agitado, los labios secos, la polla palpitando tras la cremallera. El callejón olía a orina, a nicotina, a semen viejo. Y en medio de esa oscuridad, lo vio.

Su jefe.

De rodillas.

El traje arrugado, la corbata torcida, los ojos brillando como dos brasas encendidas. Le sostuvo la mirada sin decir una palabra. Solo bajó la vista. A su entrepierna. Y empezó a bajarle la cremallera con una lentitud que dolía.

Cuando le sacó la polla, no hizo nada más. Solo la olió. Hundió la nariz como un perro fiel. Le gruñó un gemido bajo, animal. Luego, con una lengua tibia, la lamió por la base, como si limpiara un trofeo olvidado. No hubo ternura. Solo reverencia y hambre.

—Oh… joder… sí… por favor, señor… —dijo él sin pensarlo.

Pero su jefe levantó la cabeza.

—Cállate —escupió con voz seca—. Date la vuelta.

Los pantalones cayeron. El aire frío golpeó sus muslos. Y entonces la lengua. Directa. Cruel. Deliciosa. Le lamía el agujero sin pudor, sin pausa. Él se aferró a la pared, temblando, la saliva ajena deslizándose por sus nalgas. Se corrió sin tocarse, mojando el cemento, sin saber cómo, sin entender por qué. Solo supo que ya no era él.

Entonces el sonido. Esa maldita cremallera abriéndose como una amenaza. Y luego… el desgarro.

La polla del jefe se abrió paso sin avisar, como si lo hubiera estado esperando toda la vida. Fue dolor. Dolor real. Como si lo rompieran por dentro. Pero no gritó por auxilio. Gritó porque lo necesitaba.

—¡Oh joder! ¡Sí! ¡No pares!

Su jefe le mordió el cuello.

—No has terminado… perra. No hasta que me vacíe dentro de ti.

Las embestidas eran brutales, desiguales, sin ritmo, como un castigo. Como si quisiera arrancarle el alma desde el culo. El sonido de las bolas golpeando contra sus nalgas era seco, repetitivo, sucio. Los gemidos se mezclaban con jadeos, saliva, sudor, y el eco lo amplificaba todo.

Y cuando su jefe finalmente se corrió, lo hizo empujando con una fuerza que lo levantó de puntillas. Sintió el calor llenándolo por dentro, los dedos clavados en sus caderas, el aliento sucio en su oído.

—Así se folla a un hombre. Así se le destruye.

Y lueg...