El motor del camión rugía todavía cuando él bajó de la cabina. Alto, ancho de hombros, sudado, con las botas llenas de polvo. Su camiseta estaba manchada de grasa y su mirada era dura, impaciente.

—Arrodíllate. Ya sabes lo que eres.

No hubo presentación, no hubo conversación. Solo órdenes. Solo dominio.

Me tiré al suelo de grava, las piedras clavándose en mis rodillas, mientras él caminaba hacia mí con pasos pesados.

Se abrió la bragueta sin perder tiempo, sacando su verga gruesa, venosa, endurecida de hambre y furia. Me agarró del pelo brutalmente y me forzó a abrir la boca.

—No eres más que un agujero para mí, escoria. Hazlo rápido, o te dejo tirado como perro.

Me empujó su miembro en la garganta sin piedad, marcando el ritmo con golpes secos de cadera. Jadeaba como un animal encima de mí, brutal, necesitado. Yo apenas podía respirar, babeando sobre sus botas sucias.

No tardó ni un minuto. De repente gruñó, apretándome la cabeza contra su pelvis, y se corrió con fuerza, llenándome la boca a la fuerza, sin dejarme opción.

—Traga todo, basura. No desperdicies ni una gota.

Cuando terminó, me soltó como si fuera basura usada. Se subió la bragueta sin mirarme, escupió cerca de mi cara y soltó, mientras encendía un cigarro:

—La próxima vez, espero que no tardes tanto en abrir la boca, trapo.

Se subió de nuevo a su camión y arrancó el motor, dejándome allí, manchado, marcado, arrastrado en la tierra… exactamente como él quería.