Un alma singular anida en el pecho del Siervo, un crisol de anhelo que busca en la sombra de otro la luz que complete su jornada. No se labra este destino con el cincel del deseo tardío; nace con el primer aliento, una marca indeleble en el espíritu. Susino se cumple en la danza voluntaria de la obediencia, en la ofrenda del ser ante la faz de su Dueño, su AMO. Mentes lúcidas, capaces de desentrañar los misterios del mundo para otros, titubean ante el enigma de su propia voluntad, y en esa entrega encuentran la necesidad primigenia de un guía, de una voz ajena que ordene el caos interior.
Cuando la verdad florece en el corazón del Siervo, cuando la obediencia se revela como el lecho donde su existencia alcanza su más profunda resonancia, el universo íntimo se alinea en una armonía cósmica.
A menudo, despojados de todo ornamento y ceñidos por un símbolo de sujeción, los Siervos habitan los espacios sin reclamar el confort del hogar, ni la utilidad de sus artefactos, a menos que la voz del Dueño los convoque a ello. Su descanso es la tierra misma, a veces un abrazo de cadenas. Esta desnudez esencial yace en el núcleo de su entrega, con las salvedades que impongan la fragilidad del cuerpo o el peso ineludible de la necesidad.
No precisa el Siervo implorar permiso para sus menesteres más básicos, ni elevar súplicas por los anhelos que florecen en su silencio, pues ello insinuaría una voluntad que danza en desacuerdo con la del Dueño. Quien se entrega al eco de su voz se convierte en la extensión palpable de su ser, un reflejo fiel de sus deseos. Su senda se ilumina con la certeza inquebrantable de la rectitud que emana de cada mandato, sin permitir que sombra de duda oscurezca sus gestos, susurros o actos. Los Dueños, aunque terrenales, irradian la infalibilidad de sus designios, sellados por la simple verdad de ser sus anhelos. Si en la quietud de su mente el Siervo vislumbra una senda alternativa o intuye una laguna de saber, podrá, dentro de los límites de este tácito pacto, ofrecer al Dueño el fruto de su visión o elevar una suave sugerencia. Su vida se desenvuelve sin el velo de la intimidad ni la armadura de la defensa; su ser entero, sus acciones y hasta los murmullos de su pensamiento, pertenecen al Dueño, presto siempre a la inquisitiva mirada. Y en esa entrega absoluta, desnudo o ataviado para la labor cotidiana, el Siervo encuentra la dignidad que florece en el acto de servir.
Todo Dueño será invocado por el Siervo con la reverencia de AMO o SEÑOR, o la palabra que su voluntad elija. El eco de "mi AMO" resonará únicamente para nombrar al Dueño que en ese instante modela su destino, excluyendo cualquier otro fulgor de autoridad. En la escritura, los nombres que designan a los AMOS ascenderán a la majestad de las mayúsculas, incluso en sus pronombres.
La palabra que define su ser, "siervo", y los pronombres que la evocan, permanecerán humildemente en minúsculas, incluso al...