Era el verano del mundial del naranjito, de la visita del Papa, de la guerra de las Malvinas... Y a mi me había tocado vivirlo entero en un cuartel deprimente en una triste ciudad de provincias.
A consecuencia de todos los grandes fastos que vivía nuestro país, el cuartel estaba casi sin personal; Unos vigilaban puntos estratégicos de la ciudad, otros patrullaban por las calles -los militares temían se produjera algún atentado- y muchos más (esto era lo peor que podía pasarte) realizaban maniobras en Los Monegros. Yo me había librado de ese terrible destino, pero a cambio mi vida se limitaba a hacer guardias un día si y otro también, casi sin salir del cuartel.
Llevaba unos diez días allí metido y parecía que, al fin, podría salir un fin de semana de permiso. Me presenté a la hora en punto a pasar revista: En posición de firmes, en medio del patio, con toda la solanera del mediodía, unos pocos soldados aspirábamos a salir de aquella siniestra reclusión. El oficial de día que pasaba revista era el teniente Furia -también llamado "la Susi". Un tío completamente loco que disparaba con su pistola reglamentaria a las ratas del callejón y del cual se decía que era mejor alejarse cuando te reclamaba para algún "servicio".
Y aquel día la Susi estaba de mal humor. Cuando llegó a mi puesto, se colocó a mi espalda. Pasó un dedazo por mi nuca para comprobar el largo del cabello y no le pareció correcto. Así que me echó para atrás y me arrrestó en la Compañía hasta nueva orden.
Furioso, volví al barracón que servía de dormitorio común, sala de juegos y cuarto de estar para unos cincuenta soldados. Irrumpí en la sala hecho un basilisco, gritando algo así como "¡Maldito fascista hijo de puta!!". Afortunadamente, casi nadie me oyó. Allí sólo quedaban el cabo-cuartel y dos o tres soldados tan pobres que no salían nunca por no gastar.
Me tiré en mi litera, desconsolado. Era el camastro de abajo en la última litera, en el extremo opuesto a la zona de entrada y área recreativa, allá donde reinaba una tele en blanco y negro que siempre emitía "Verano Azul". Así que creía estar completamente solo en mi rincón. Y me derrumbé: Me puse a llorar y a sollozar histérico.
De repente una voz bronca, insultante: "Deja de llorar y largo de aquí, maricón, que me estoy haciendo un pajote!!".
Sorprendido, volví la mirada hacia atrás y descubrí, en el camastro opuesto al mío de la misma doble fila de literas, el cuerpo semidesnudo del propietario de aquel vozarrón.
Se trataba de Sebastián, un soldado del quinto llamamiento, el de los malotes y conflictivos. Un crío de veinte años con cuerpo de haber currado en el campo y en el andamio desde niño. Medio analfabeto, barba cerrada, un metro ochentaycinco. Descalzo y sin camisa, con los pantalones de faena medio bajados y el rabo al aire, sujetaba en una mano un ejemplar del Lib mientras con la otra se agarraba los huevos (contundentes, hermosos huevos peludos).
-Perdona -dije-, no quería molestarte, me voy...
Me puse en pie, asustado.
-Espera... Ven p'acá, que me vas a ayudar!... Ponte aquí a mi lado!
Sumiso como un corderito que va al matadero, me tumbé en el camastro contiguo al suyo, sin separación entre ambos. Apestaba a macho cabrío. El tío no había pasado por las duchas en semanas y el calor del verano había hecho su efecto.
-Ven, sujétame la revista mientras me pajeo -obedecí. Era la típica revista porno popular de la época, tías tetudas con pinta de fulanas baratas y el chocho bien abierto y rezumante. El ejemplar había tenido mucho uso, se notaba en lo acartonado de algunas páginas. El se masturbaba compulsivamente y de vez en cuando me pedía que le pasara de página. Cuando se iba a correr, paraba y descansaba un rato, jadeante. Yo dejaba la revista sobre el colchón y me quedaba quieto. En uno de esos "descansos", me preguntó:
-¿Tu eres maricón, verdad?
No podía mentir. A aquella altura de curso, media ciudad conocía de sobra mi tendencia. Las borracheras en la mili eran muy malas.
-Homosexual -contesté, precisando e intentando mantener la dignidad.
-Pues eso, maricón. Te gustan las pollas, no?
Afirmé, un poco ruborizado.
-Mira, yo estoy cansado de hacerme pajas, ¿me la meneas tu mientras yo miro la revista? -Y sin esperar respuesta me agarró la mano derecha y me la llevó hasta su miembro.
Era un pollón no muy largo pero si gordo, sin circuncidar, muy lubricado y, en aquel momento, caliente y duro como una piedra al sol. Comencé a darle caña y pareció gustarle. Primero se la meneaba despacio, acariciándole a veces desde la base al capullo. Luego iba mas rápido y acompasado, agarrándola entera.
Él miraba en la revista la foto de un maromo corriéndose en la boca de la lumi de turno. Volvió la cabeza hacia mi y me susurró al oído:
-Chúpame el nabo, anda!
Lo cierto es que yo lo estaba deseando. Bajé la cabeza hasta su vientre peludo. El olor a macho era aún más intenso. Y el sabor de su verga, fuerte, avinagrado. En una cata moderna de pollas hubieran dicho algo así como "afrutada y con cuerpo, notas de cuero, tabaco y madera".
Me dediqué con esmero a satisfacer aquel totem de masculinidad. De cuando en cuando bajaba a los cojones y se los lamía sacando bien la lengua -eso parecía gustarle mucho.
Estuvimos así bastante tiempo, él sólo jadeaba y a veces me ordenaba parar. Pero en un momento dado, sin avisar, me agarró la cabeza por la nuca mientras me la clavaba hasta el fondo de la garganta. Me inundó un chorro a presión de lefa líquida, caliente, que pasó directamente al esófago. Aflojó algo la presión en la nuca y retiró parcialmente la polla, dejando como un tercio de la misma dentro de mi boca. Seguía soltando semen, ahora espeso, agrio.
Cuando finalmente su polla comenzó a reblandecerse dentro de mi boca, le di un buen repaso con la lengua y los labios y se la dejé inmaculada.
-Joder... Qué pedazo maricón!! -fue todo lo que dijo.
Y de aquello no se habló más. Sebastián fue a partir de ese momento y hasta que se licenció -poco después, desgraciadamente- no un amigo, pero si un aliado en la lucha por la supervivencia en el cuartel. Cada vez que nos cruzábamos a solas en el patio de armas o en un cambio de guardia, me sonreía de oreja a oreja y me decía, por lo bajo:
-Maricooooón!!
La puta mili (1982)
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