Escrito por: _AscendenteEscorpio
Nota del autor: Todo lo que subo lleva una continuidad cronológica vital, no obstante, cada testimonio funciona en sí mismo de forma autoconclusiva, de manera que solo es necesario leerlo por capítulos si se quiere una experiencia más completa. Este es el testimonio número 3.
APRENDIENDO A RESPIRAR – EL PROFESOR DE GIMNASIA
Mis pulmones protestaban, oprimidos, con un ligero silbido que ascendía por mi garganta y dibujaba sobre mi pecho cada una de las ramificaciones de mi árbol bronquial. Asma. Esa asfixia que me acompañaba desde niño como una amiga molesta, se hacía más punzante en dos ocasiones particulares: cuando la primavera explotaba a base de gramíneas y cuando se me forzaba a realizar un ejercicio extremo.
En aquel momento, coincidían las dos a la vez.
Debía de ser mediodía, casi a final de curso, y mis piernas trotaban por el cemento de aquellas pistas de instituto público de secundaria. Desde nuestro aburridísimo recorrido apenas podía distinguirse el feo edificio de ladrillo, las porterías blancas y rojas, las canastas gastadas a base de pelotazos y una verja que nos separaba del exterior, de la pequeña ciudad de provincias que —en el fondo— no era más que otra cárcel más.
Mientras corría no veía el momento de huir de una vez a Madrid para estudiar. Desde que acabó la obra de teatro —con gran éxito, al parecer—, y a la vista solo quedaba la selectividad y cientos de exámenes, el mundo se había convertido en algo aún más gris. El director de teatro había salido de la ciudad tras el estreno y mi profesor de historia seguía sintiéndose culpable y acomplejado, sin casi mirarme a los ojos y rehuyendo cualquier acercamiento. Su fe, su ética profesional o ese cargante ambiente de provincias le mantenían reprimido, y si algo había averiguado aquellos meses era que yo no quería acabar como él. Madrid sería mi liberación, mi salida del armario, el fin de la mediocridad del instituto y el inicio de una nueva vida.
Pero, mientras, aún tenía que aguantar las gilipolleces de la guía didáctica y la tiranía de profesores que no debían de tener más de dos neuronas. Uno de ellos era el profesor de educación física, Pepe. ¿Veis? Hasta el nombre era ridículo. Era todo lo contrario a la elegancia de mi profesor de historia o la energía sexual del director de teatro. Cincuentón, algo sordo, con barriga y un chándal sempiterno que parecía haber estado de moda allá en los juegos olímpicos de Atlanta 96. No era ni alto ni bajo, ni guapo ni feo, ni calvo ni peludo. Su único cometido en la vida era cronometrarnos mientras hacíamos las vueltas de calentamiento para luego soltarnos una pelota de fútbol —a los chicos— y una de baloncesto —a las chicas— para que jugáramos durante el resto de la clase.
Además de la estúpida separación por sexos no ya de los alumnos, sino de los mismos deportes; me cabreaba q...
Aprendiendo a respirar - El profesor de gimnasia
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