Aquel verano solía salir muchas tardes y, huyendo del calor insoportable del centro, me acercaba con mi pequeño Fiat Uno a la zona de ligue de la Casa de Campo. Dejaba el coche aparcado en la explanada que hay frente a la estación del teleférico y me paseaba por los bosquecillos de encinas, disfrutando de las vistas: Vistas espectaculares de la ciudad al fondo y no menos entretenidas de machos y maricas fornicando libremente entre el carrascal.
Pese a lo evidente que era la actividad recreativa del lugar, era bastante discreto a los ojos de quien pasara inadvertidamente por la carretera. Así que lo frecuentaban muchos hombres casados de vida hétero, esos que suelen pedir discreción y nunca admiten su bisexualidad.
Aquella tarde reconocí, entre la hilera de coches aparcados, el BMW de Jorge. Era un maromo ya maduro, tan alto como yo pero todo músculo y… con un pollón de dimensiones legendarias, un poco demasiado grande para poder manejarlo con comodidad. Por otra parte, Jorge era (como yo) más bien pasivo, la primera vez que le vi nos habíamos enrollado, pero no habíamos pasado de hacernos una paja en común. Como era un tío educado y bastante simpático, nos presentamos y charlamos un rato. Estaba casado y tenía tres hijos de corta edad. Desde ese día, cuando nos cruzábamos por allí nos saludábamos y a veces charlábamos un rato fumando un pitillo.
Oteaba el panorama pensando en las musarañas cuando vi llegar por la carretera un Nissan Patrol nuevecito, pero tan sucio de barro y salpicaduras que apenas se adivinaba su color original. Estacionó a escasa distancia de mi propio coche y descendió su conductor: Un hombre de edad mediana, moreno y con barba, más bien alto y de complexión maciza sin ser gordo. Vestía un niqui negro, pantalones de faena y botas militares.
“Interesante y atractivo” pensé “Éste tiene tierras!”. Hay que recordar a los jóvenes que hace treinta años la posesión de un todoterreno, SUV o como queráis llamarlo no era tan frecuente como ahora en Madrid, siendo a veces un señal del estatus de quien provenía del medio rural o lo frecuentaba. A esto se unía el aspecto rústico y varonil pero elegante del sujeto. Así que me dispuse a seguirle de forma discreta.
Observé que seguía un camino entre las encinas que descendía suavemente hacia una vaguada. Como yo conocía ese terreno, decidí dar un pequeño rodeo para encontrármelo de frente como por azar y tirarle entonces los tejos. Pero cuando quise recuperar su pista, había desaparecido. Frustrado, volvía a subir el camino cuando escuché el crujido de una rama a mis espaldas.
Me detuve en seco: El chulazo del Patrol me miraba fijamente tras el tronco en el que acababa de orinar, mostrando en todo su esplendor un rabo todavía goteante. Me quedé embobado mirando mientras él comenzaba a meneársela y me hacía un gesto invitándome a acercarme. Acudí presto a la llamada.
El hombre no se cortaba un pelo y sabía bien lo que quería: “Chúpamela!” ordenó con voz de mando. Obedecí y pronto estaba con los pantalones bajados y mis rodillas en tierra, degustando ese fruto agridulce que sobresalía rotundo de una espesa mata de pelo negro. Yo procuraba aplicarme a la tarea pues quería causarle el máximo placer y, sin embargo, notaba que no se acababa de empalmar, como si algo o alguien le estuviera distrayendo. No me desanimé; poco a poco y merced a mis buenos oficios, su polla iba tomando consistencia dentro de mi boca al tiempo que, inclinándose hacia delante, alargaba el brazo para acariciarme el culo hasta llegar al ojete, metiendo un dedo ensalivado y luego dos. Sentí entonces los pasos de alguien que se acercaba a mi espalda. Alarmado, solté lo que tenía entre los labios y volví la cabeza. Era Jorge, mi amigo del BMW, que con la bragueta abierta y el rabo enhiesto, acudía al reclamo de mi seductor.
“Fóllatelo!” dijo este último. Ahi me asusté: “No va a poder, tengo el culo estrecho y su polla es demasiado grande” dije en un susurro. Jorge no hablaba pero se le veía tremendamente excitado. “Pues te jodes un poco, maricón!” “Venga, dale por culo!”. Como un corderito camino del matadero, obedecí las instrucciones de Patrol. Él apoyaba su espalda en el tronco de la encina, yo mi cabeza y mi boca en su rabo y ofreciendo el culo en pompa a disposición de Jorge. En ese momento, Jorge y yo éramos tan solo dos juguetes, dos títeres interpretando una escena porno para el recreo del mamporrero Patrol.
No voy a idealizar lo que pasó. Aquello fue una completa tortura hasta el final cuando, jadeante, Jorge se corrió dentro de mi mientras Patrol terminaba su faena en mi cara mezclando su lefa con mis lágrimas. Luego se guardó la polla en el slip, se subió la bragueta y desapareció cuesta arriba sin decir adiós.
Nos quedamos allí un rato, recuperando la compostura. “Perdona si te hice daño, no sé que me ha pasado, he sido incapaz de resistirme” Dijo Jorge, un poco avergonzado. “Descuida, tío, tanta culpa tienes tu como yo”. Encendimos un pitillo. “Y no me arrepiento: Este hombre ha sabido sacar de nosotros el animal que llevamos dentro”.
A veces, algunos de nosotros necesitamos que un hombre saque el animal que llevamos dentro.
En la Casa de Campo (1994)
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