"Considere este un adelanto improvisado durante un largo y aburrido viaje. Pendiente de publicar una versión ampliada y corregida a futuro."
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Cuando terminó el verano ya teníamos la costumbre de andar para todos lados juntos. Además, el abuelo se desentendía de mis ausencias, confiando ciegamente en el gauchito que cada mañana pasaba a buscarme con la camioneta para irnos a vagar por el rio. "Pesquen algo y traigan que vamos a comer" decía el viejo ilusionado, y él le mentía cada vez que sí. Era notorio que volvíamos más de una vez tarde y sin pesca, pero la costumbre ya estaba hecha.
Abajo de la camisa yo llevaba las marcas de una tarde de sexo, amor, rudeza, y un sabor de agua y tierra que me inundaba la boca con su regusto. El gauchito sacudía la cabeza desde el volante y desaparecía en el extremo de la calle, mientras por mis piernas se deslizaba todavía tibio el semen de una cogida improvisada sobre el asiento de la camioneta.
Si eso era amor, no lo habíamos pensado. La diversión se nos acostumbró tanto que poco a poco consumió todo el tiempo disponible.
Nos encantaba encontrarnos cada día lo más temprano posible para ir al rio, o al montecito para comernos la boca a dentelladas, ahogándonos en besos y saliva. Después inevitablemente él me atoraba la boca de verga y a menudo dejaba que su semen corriese sobre mi lengua mientras se lo tomaba con glotonería.
Algunos crepúsculos, me ardía el cuerpo en mil sitios, donde sus dientes habían dejado una marca o donde se dibujaban perfectamente sus dedos finos rojizos sobre mi piel. Mordidas y nalgadas era parte continua de nuestros encuentros. Rivalizábamos, yo por entregarme y el por poseer mi humanidad. Yo por absorber su jugo de juventud e ímpetus, él doblegando resistencias y penetrando mi cuerpo con adoración. Éramos amantes, pero no lo sabíamos. Hacíamos el amor, y no podríamos haberlo nombrado.
Lo acompañaba al campo y me gustaba asomarme por la ventanilla de la camioneta para verlo caminar entre los pastos dando gritos a las vacas que acudían hambrientas de sal. De pronto tomaba una de la oreja y mirándome sonriente amenazaba con subirse de un salto a ver cuánto aguantaba sus corcoveos. Creo que mi susto le impidió cada vez la travesura.
Después me hacía señas y escondidos en el galpón, sobre un fardo de alfalfa me montaba con firmeza abriéndome el culo a empujones hasta acabar ambos. Primero yo, latiendo desesperado por la sensación de llenura, y luego él, curvándome con mi cabello en el puño y otra mano que me ahogaba los gemidos. Duro, plenamente hermoso.
El gaucho. Cap IV
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