Era miércoles. Estaba esa semana de vacaciones. El último libro ya lo había terminado y, aunque la lista es larga, no me apetecía ninguno de los que tenía pendientes. Tampoco había grandes estrenos de películas y series. Total, que el aburrimiento me llevó a una de esas aplicaciones de citas rápidas que tantas veces he desinstalado pero que siempre terminan estando activas en el móvil.
¿Mi perfil? Bastante sencillo. Normalmente no me merece la pena el desplazamiento que conlleva el encuentro en base a las propuestas que han llegado a ser muy aburridas para mí. Y aunque no suelo estar demasiado solicitado, algún mensaje recibo de vez en cuando.
Esta tarde recibí uno. Su nombre de perfil era Alberto. Eso ya es algo raro, teniendo en cuenta la desbordante imaginación de los que tienden a escribir con una sóla mano.
Tras unos saludos cordiales, empezó por el típico “y a tí que te gusta”. Fuimos profundizando en la conversación llegando a prácticas que mi cuerpo empezó a somatizar engrandeciendo ciertas zonas.
Me terminó contando que iba a casa de unos amigos. Una especie de casa de campo, más bien tirando a cortijo pero más pequeño. Que habían comprado bebida y alguna cosa más y que iban allí a echar la tarde noche.
La conversación sexual había derivado en prácticas bdsm. Y aunque no tengo una excesiva experiencia, es uno de los estilos sexuales que más me pueden sacar de la monotonía sexual. La única pega es que estábamos en esa aplicación.
Es habitual confundir el deseo con la fantasía. Yo tengo muchas fantasías, algunas muy gore, pero no sé si tengo el deseo de practicarlas. Alguna sí. Y por supuesto no todas creo que terminen convirtiéndose en deseo, y seguramente algunas sonaban mejor en la fantasía.
Entre línea y línea me empezó a contar que le gustaba escupir y mear, todo ello envuelto en un ambiente agresivo y sórdido. Hay gente que no entiende que la actitud es muy importante en estos casos. A mí me gusta introducir el pis en el juego, pero no en mitad de un juego cándido de mesa. También me pone mucho que me escupan, pero si a alguien se le ocurre hacerlo por la calle o en una discoteca, sin venir a cuento, no respondo de mi impulsividad con los puños.
El caso es que yo estaba cada vez más caliente. Dudoso, sí. Pero mi cabeza estaba ya generando un entorno idóneo donde todas mis fantasías, se convirtiesen o no en deseo, podían hacerse realidad. El cerebro, en ese momento, genera tal cantidad de energía que se va repartiendo por todo el cuerpo, y terminas más caliente con un bonobo.
Me preguntó si me podía llamar por teléfono. Normalmente no le daría el número, aunque ya ves el miedo que eso supone habiéndome metido en los sitios en los que me he metido a veces. No obstante, y habiéndolo pedido tras una densa (y caliente, todo sea dicho de paso) conversación, acepté.
Su voz era sexi. No sé cómo explicar qué es una voz sexi, o quizá yo ya estaba predispuesto de serie a que me lo pareciese, pero claro… un punto a añadir más a la posibilidad de que se quedara una buena tarde.
Estuvimos hablando un rato. Ratificando, diría yo, lo que habíamos hablado por chat. Yo le había contado de mi fetichismo con los líquidos y los grupos donde sólo yo sería el objeto de placer.
Entonces me contó que habían quedado cuatro amigos. Él, Alberto, era gay, pero los amigos digamos que tenían una mente militar, en la que todo agujero es trinchera. Me comentó que dos de ellos, particularmente, les gustaba excederse en el sexo y, en general, los cuatro eran bastante de usar el cuerpo de otra persona hasta donde esa persona les dejase.
Me debió de notar dudoso. La realidad es que estaba nervioso por pensar que todo aquello podría ser cierto.
Confiando en que me decidiese a ir, me dijo: “mira, mientras vienes, iremos escupiendo en un bote. Cuando vengas, usaremos un embudo para meter todos esos lapos dentro de tu culo, y así tenerlo tan jugoso y mojado como dices que te gusta tenerlo.”
Como imaginarás, si esa oferta no me hubiese resultado interesante y jodidamente caliente, no estarías leyendo esta historia.
Tras indicarme la localización, y preparar mi cuerpo para una tarde noche que se avecinaba interesante, llamé a un taxi. Tuve que hacer grandes esfuerzos para no masturbarme mientras me duchaba, porque las imágenes, a cuál más excitante, se me agolpaban en la cabeza.
Soy de esas personas que no les gusta correrse en el sexo en grupo. Me gusta mantener la excitación intacta por si alguien más se une o quiere repetir, y suelo perder bastante libido al hacerlo. Es como lo de lamer pies, o culos. Simplemente no me va. No es algo que me excite. Algunas cosas no me excitan y las hago porque no hay nada como un buen ambiente de dominación para que me deje llevar, pero, en fin. Ya me entendéis.
En el taxi no dejaba de pensar que “qué genial sería que me atasen y me follasen los cuatro por todos los sitios”. Pero ya le había comentado a Alberto que no dejo que me aten cuando no hay confianza. Vamos, que cuatro tíos, y yo sólo, en una casa de campo; si me quieren hacer algo… estoy vendido (como todos). Pero bueno, habrá que confiar un poco en que la mayoría son buenas personas, porque si no, no sales de casa.
Sonó el teléfono. Era Alberto. Me dijo que a la propuesta que le hice por el chat, que sí. Y añadió que si no me importaba que se uniesen unos cuantos amigos más, a lo que no puse ningún impedimento. Desde ese momento le pregunté, en varias ocasiones, al taxista… “¿cuánto queda?”
La propuesta que aceptó Alberto y que yo le había dicho por chat venía al hilo de que le comenté que tampoco me importaba que me grabasen en vídeo, siempre y cuando, yo al menos, llevase una máscara o algo para no ser reconocido. Tampoco quiero, ahora, fama porque sí. Por lo que se vé, habría película ese día.
Me pareció más excitante aún. No es por ver luego la peli, si no porque aumenta la sensación de estar siendo usado. Y a mí, me pone mucho, pero mucho, la actitud.
El taxi paró frente a una especie de puerta de forja enorme. Era la típica casa de campo que tiene como una muralla y una verja para entrar al terreno colindante a la casa. Pagué al taxista y me bajé del coche.
Ahí estaba yo. Frente a un rudimentario portero automático con un sólo botón al que me disponía a llamar.
No contestaba nadie. Volví a intentarlo en repetidas ocasiones, y nada. Entonces volvió a mi mente lo gilipollas que se puede llegar a ser y sentir uno cuando le toman el pelo de esta manera. Por lo menos tenía batería para volver a llamar a la compañía de taxis.
“¡Cómo se puede ser tan imbécil!”, no paraba de repetirme, flagelando a la mi ya lesionada autoestima. Tenía un enfado enorme. Un enfado de esos que no son con el otro, si no contigo. Pero cómo podía haber sido tan ingenuo. Bueno, no era la primera vez.
Cogí el teléfono para llamar a la compañía de taxis. Por comodidad entré en el accesible registro de las últimas llamadas, y vi la de Alberto, así que pensé en que sería una gran ayuda para mi desahogo, insultarle efusivamente; aunque en estos casos, esa llamada jamás me la cogen.
Tras tres tonos de llamada infructuosos, la cogió: “‘¡Hombre! ¡Ya te estabas haciendo de rogar!”.
No sabía si me estaba llegando otra ostia virtual o qué estaba pasando. “¿Dónde estás?”, me dijo. Le dije que estaba en la puerta de fuera y que había estado llamando al telefonillo, y que pensaba que no había nadie. Con una risa muy sexi que en ese momento me pareció de lo más desconcertante, me explicó que con la música y el jaleo que tenían en la casa no se oía el tenue zumbido del telefonillo. Él imaginó que lo llamaría por teléfono al llegar y por eso no me advirtió. Me dijo que me esperase, que venía a por mí.
Sonreí. Aunque en milésimas de segundo pensé que era otra tomadura de pelo y que me tendría allí un buen rato. Me faltó rezar, cosa que no hice. Uno, porque no soy creyente, y otro, porque, aún si lo fuera, me parece un poquito feo interrumpir a cualquier dios que se precie para que yo echase un polvo en condiciones. Así que esperé.
En menos de 3 minutos divisé las luces de un coche tras la verja. Venía por un camino de tierra y la tarde estaba lo suficientemente avanzada como para que el crepúsculo lo pintase todo de magia. El coche aparcó a una distancia suficiente para que la verja, que se abría hacia dentro, no fuese un impedimento.
Del asiento del conductor salió un tipo. Debería tener unos 33 años, de unos 182 de alto y con una constitución media. Un poco de barriguita cervecera, y aunque tengo predilección por la gente delgada (debe ser que se convierte en fetiche las cosas que no nos gustan de nosotros y los demás no tienen), tampoco es un impedimento. Y menos ese día. Por como se había descrito por chat, debía ser él.
Abrió la gran puerta de forja y, con una gran sonrisa, se acercó a mí y me dio un abrazo que me hizo sentir en confianza.
Yo estaba realmente nervioso. Creo que me temblaban hasta las piernas. Era una mezcla de excitación e inseguridad que no sabría ni cómo describir incluso a día de hoy.
Subí al coche, y Alberto, frente al volante, me miró y sonrió. ¿Qué tal? Me dijo. Era un tipo muy muy amable y risueño, pero terminaba las frases de la forma necesaria para recordarme que estábamos en una situación sexual que iría creciendo minuto a minuto.
Me indicó que la gente ya estaba de copas y algunos, con alguna que otra sustancia más. También me dijo que tenía un para montañas, de esos que dejan ver los ojos, porque me ratificó que iban a hacer grabaciones.
En el corto camino en coche, también me recordó que habían estado escupiendo en un bote. Lo habían llenado de lapos y pis. Sonriendo me dijo, que en realidad habían llenado dos botes de cristal de un litro cada uno aproximadamente. Y que la mayor parte del líquido era saliva.
Yo estaba durísimo, con todo el cuerpo excitado y muy nervioso. Ya se divisaba la casa, típica de campo y de una sola planta. Se oía música.
Al aparcar cerca de la puerta principal, la música se notaba más aún. Parecía que provenía de un patio trasero que debía tener la vivienda. Alberto me invitó a ponerme el pasamontañas que bajé hasta la nariz. Al entrar, ya olía a sexo.
Alberto y yo ya habíamos hablado de que estaría pendiente y de que si algo realmente no era de mi agrado, habíamos pactado una señal para que parasen.
Al entrar, dos amigos suyos, que apenas pude ver, vinieron y me cogieron por los hombros. Yo casi no podía ver nada con el pasamontañas, porque los agujeros de los ojos no coincidían exactamente con los míos. Ahora pienso que eso lo hizo aún más excitante.
No sé cuánta gente habría, aunque ya te puedo contar que no todos me follaron. Otra gente se lo montó por su cuenta y otros parece que ya habían terminado su juego sexual cuando yo había llegado.
Estos dos amigos me tumbaron boca abajo en una mesa baja que había en mitad de lo que parecía ser el salón. Olía a tabaco, a vaporizador de sabores varios, a alcohol y a sexo. Todo ello con el olor a cloro que impregnaba muchos de los torsos que iban entrando y saliendo de la piscina.
Uno de los chicos que me había llevado a empujones hasta el salón, bajó mis pantalones y me dio un azote en el culo desnudo. Alberto se puso a mi altura y me dijo: “vamos a divertirnos. Recuerda nuestro código si algo te molesta.”.
Ese código, no lo dije esa noche.
Alberto se incorporó y se sacó la polla que introdujo en mi boca llegando a mi garganta. Notaba como algunos de los chicos de allí se reían de mí, me decían puta y me escupían. A la vez, el chico que me había bajado los pantalones, al que llamaré el chico de la barba, noté como escupía abundantemente en mi ano y metía algo. Más tarde supe que era un pequeño embudo. Empezaron a verter dentro el contenido de los dos botes de cristal.
Mi excitación era tal que sentía que perdía el conocimiento. Alguien retiró a Alberto de mi boca y me metió su polla. Era una polla enorme que me costaba tragar, pero que tenía curvatura hacia abajo, por lo que logró entrar bien al fondo de mi garganta atragantándome en más de una ocasión antes sus soeces palabras y risas despectivas.
Con mi culo que rebosaba lapos y pis, note como otra polla me lo follaba. Entró sin ninguna complicación y el dueño de la misma dio un gemido enorme al notar mi culo increíblemente mojado por dentro. Se excitó de tal manera que empujó rápido y fuerte, con gemidos que eran casi gritos y en cuya cada embestida notaba como se escapaba líquido de mi culo.
Noté que alguien meaba sobre mi cabeza y mi espalda, que aún tenía la camiseta.
Tras un rato donde las ovaciones, gemidos y risas se hacían cada vez más intensas, los “déjame a mí ahora tío” y los “joder que me corro, dame ese culo que lo llene” hacían que perdiese la cuenta de la gente que allí estaba. Casi ni me daba cuenta de cuando una polla diferente entraba en mi culo o mi garganta.
Me dieron la vuelta, quedando boca arriba. Mi cabeza levemente hacia atrás dejaba mi garganta perfecta para que entrasen al fondo, sobre todo para todos aquellos que la tienen ligeramente curvada hacia arriba. Me pusieron un cojín o algo similar en cintura, para que mi culo quedase ligeramente hacia arriba y mantuviese la mayor cantidad de líquido, tanto del original como de la leche que iban depositando dentro. Cada vez que me lo follaban sonaba el chapuceo. Cada vez que alguien cambiaba en mi garganta, me pegaba una hostia en la cara y me escupía en la boca.
Algunos, mientras follaban mi culo, me cogían de las muñecas haciendo más fuerza, haciendo palanca y entrando al fondo de mi culo que no dejaba de sonar como un coño mojado de una actriz porno.
Alguien me levantó de la mesita, y me llevó a alguien que ya estaba preparado en el sofá, poniéndome encima de él y notando como otra gran polla se hacía paso por mi culo abierto y mojado. De pie, alguien metió su polla en mi garganta.
Y no podía parar de gritar de placer, cuando noté que otra polla más entró en mi culo. De tanto líquido con poder de lubricación, y aunque noté que tuvieron que hacer fuerza, ni me dolió. Ese placer indescriptible, de dos pollas entrando y saliendo de mi culo a descompás. Mi culo, que no dejaba de expulsar una mezcla de lapos, pis y lefa en cada embestida, me provocaba un placer tan intenso que prácticamente silenciaba mis jadeos.
No sé cuánto tiempo estuvimos allí. El ritmo fue aminorando conforme el deseo en forma de líquido blanco me bañaba por fuera y por dentro. Agotado y extasiado, no dejaba de sentir diferentes grados de placer.
Aunque el ritmo sexual fue descendiendo, la fiesta seguía avanzando. Alguien se corrió empujando con fuerza, y al “desconectarse” de mí, sentí la voz de Alberto a la altura de mi cara. “Ven conmigo, ¡anda!”, me dijo.
Me ayudó a incorporarme del sofá, que había visitado varias veces esa noche, al igual que el suelo y la mesita baja del salón.
Me acompañó a un dormitorio, que tenía un cuarto de baño adosado. Me quitó suavemente la empapada camiseta, y me retiró suavemente el pasamontañas. La luz del dormitorio me deslumbró. Alberto sonreía. “Ven, date una ducha”. Entré al cuarto de baño, cuya puerta cerró Alberto por fuera, para dejarme intimidad y proceder a un aseo profundo. “Estaré fuera con estos. Avísame al teléfono cuando termines, o si quieres, échate un rato en la cama”.
Tras ducharme me eché un rato en la cama, quedándome totalmente dormido. Nunca me ha molestado el ruido para dormir cuando estoy cansado.
Habrían pasado cuatro o cinco horas. Alberto me despertó susurrando, diciéndome que la gente ya se había ido. Que no pasaba nada si quería quedarme a dormir y por la mañana me acercaba a la ciudad.
Yo me espabilé un poco, y lo miré con los ojos entreabiertos. “Si lo prefieres, te acerco ahora, pero no pasa nada por quedarte”.
Le sonreí como cuando sonríes al despertar en una soleada mañana de domingo, y le dije que prefería volver esa noche.
Alberto tenía una sonrisa muy bonita. No era, lo que se dice, una cara super guapa, pero tenía una sonrisa que te hacía sentir bien. Y con ese poder de la sonrisa, me dijo que no había problema. Que le diera un par de minutos y me acercaba a la ciudad.
Mientras íbamos en el coche, me dijo que me pasaría una copia de las grabaciones. Pero le dije que no. Literalmente le dije “creo que cuando mañana despierte, voy a pensar que ha sido sólo un sueño; un magnífico sueño, por cierto”. Alberto rió. “Y ¿sabes qué? Será interesante mantenerlo sólo en mi memoria mientras se va diluyendo y convirtiendo en una aventura increíble a la que mi cabeza añadirá y quitará cosas para dejar un recuerdo perfecto. Así que no. Prefiero no tener las grabaciones.”
Además no salgo bien en cámara, dato que me callé y que me hizo sonreír en aquel momento.
Cuando desperté el jueves, una gran sonrisa se dibujaba en mi cara. Y un buen puñado de agujetas se encargaban de intentar borrarla sin éxito. Igual que cuando intentas no reirte por la tontería que ha dicho un colega en mitad de un velatorio de compromiso.
Sí. Si no recuerdo mal, esa tarde, esa noche, era miércoles.
Era miércoles
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