Escuchando: Nightclubbing - Iggy Pop - 1977
Caminamos durante quince minutos por callejuelas llenas de borrachos y turistas, pero nadie parecía sorprendido por nuestra comitiva: Los tres amos por delante, arrastrando con sus correas a las tres putitas/perras. Yo iba incomodísimo, me dolía la polla enjaulada y la braguita me rozaba las ingles y los huevos, haciendo cada paso insoportable. Finalmente llegamos a la puerta del local de copas. Una discreta placa metálica anunciaba: “Dick’s – CLUB PRIVADO”. Don Carlos llamó al timbre y un portero con pinta de gorila abrió la cancela. Los amos enseñaron sus tarjetas de socio y el paso nos fue franqueado.
Nos encontrábamos en una habitación que recordaba al vestuario de un gimnasio (había bancos, taquillas, pero también un mostrador de recepción), bien iluminada con focos led de luz blanquecina. Los amos se dirigieron al mostrador, donde atendía un morenazo guapo de gimnasio. En un momento les facilitó tres cestas con el equipo necesario. Don Carlos me arrastró a un rincón, se sentó en un banco y me fue explicando.
-”Aquí vais a ser perritas. En ningún momento puedes dejar de estar a cuatro patas, a no ser que yo mismo -y sólo yo- te lo ordene. Dispones de chanclas para los pies, manoplas de cuero para las manos y rodilleras para no hacerte daño. También vas a llevar este aparato metido por el culo. Es un dildo terminado en colita de perro, pero también es un aparato eléctrico con mando a distancia”.
Yo puse cara de acojone. -”No te asustes, cielo, es sólo un vibrador, no da calambre. Os vamos a dejar sueltas por el local, para que deis una vuelta y nosotros podamos hablar de nuestras cosas. Pero vendréis a buscarnos rápidamente en cuanto notéis que el chisme este os vibra. Todos los amos que circulan por el club os pueden sobar, incluso daros algún azote en el culo, pero nada más. Igualmente, te cuidarás muy mucho de prestar la más mínima atención a ningún otro macho. Eres sólo mía, aunque en alguna ocasión te pueda dejar en préstamo, como antes con Roberto”.
Dicho ésto, procedió a desnudarme por completo, dejándome tan solo el collar de perra y la jaula, y a colocarme el equipo necesario. El dildo me dolió un poco al entrar por el esfínter, pero ya me iba acostumbrando cuando Don Carlos hizo una prueba de funcionamiento. -”¡¡Uuuuuyyyy!!” -me quejé. -”Es como si me follase un tren!!”. -”No seas quejica, nena, ya verás como te va a dar gustito!”. Era cierto, mi polla estaba creciendo, pugnando por liberarse de su envoltura de plástico y recordándome una vez más que para mi no habría placer sin dolor. -”Todo en orden!” -dijo Don Carlos, y en un momento se desnudó él también, guardó mi ropa y la suya en una taquilla y sacó de allí su vestimenta: un arnés de cuero negro con tachuelas, una fusta y unas botas de caña alta, también de cuero negro. En la polla se colocó un cockring a juego. -Venga, nena, cálzame”. Me incliné a sus pies, que besé con cariño, y luché con las manoplas y los dientes para calzar las botas y cerrar sus correas. Mientras, mi dueño se entretenía dándome golpecitos de fusta en los glúteos.
-”Si ya estáis preparados, podemos pasar adentro” - dijo Don Roberto un poco malhumorado. Los demás llevaban ya un rato esperando, listos para el combate. -”No te enfades, hombre, piensa que mi perra es novata y hay que explicárselo todo… y ya estamos listos”. El recepcionista pulsó un botón y se abrió una puerta metálica al fondo del vestuario. Daba a un pasillo iluminado con unas pocas bombillas rojizas. Entramos en fila india, cada perra a cuatro patas precedía a su amo, que la azuzaba con la fusta. A cada lado del pasillo se abrían, tras cortinajes, habitaciones aún más oscuras, si bien algunas se adivinaban habitadas por el sonido de conversaciones o gemidos. Por fin, entramos en uno de estos cuartos, el reservado a nuestros dueños.
En un rincón lucía tímidamente una lámpara de pie con pantalla roja. En el centro de la habitación, una mesita para las bebidas, rodeada por tres butacones de cuero que parecían cómodos. En las tres paredes libres había camastros estilo futón japonés.
Don Andrés pulsó un timbre en la pared y al minuto apareció un camarero joven y guapo, completamente vestido. Los amos ordenaron cervezas bien frías y “el abrevadero de las perras”. A continuación, tomaron posesión de sus sillones y nosotras nos acomodamos en el suelo, a los pies de nuestros señores. Nos quitaron las correas, dejando el collar. Don Carlos me explicó -”El collar rojo significa que tenéis dueño, nadie se va a propasar con vosotras.”
El camarero regresó con el pedido en un carrito. Sirvió las botellas de cerveza en grandes copas y puso en el centro de la mesa unos aperitivos. Luego colocó un bebedero perruno al lado de cada perra. -”Es todo, Paquito, te avisamos si queremos algo más”. -dijo Don Andrés, que debía tener confianza con Paquito. -”¿Tenéis sed, perras?” -”Ssiiiii!!!” contestamos las tres a coro.
Entonces Don Andrés levantó el bebedero de Xumina, lo acercó a su polla y orinó abundantemente en la vasija. Se la ofreció a su perrita, que meneó el rabo en señal de agradecimiento y comenzó a beber a lametones. Don Roberto hizo lo propio con Conchita. Por último, Don Carlos orinó un oloroso chorro en mi recipiente y me lo puso delante con una sonrisa: -”Bébetelo todo, cariño!!”.
Aquello me daba realmente mucho asco, pero no quería decepcionar a mi señor, beber sus meos era otra forma de demostrarle mi entrega y mi agradecimiento por ser tan paciente y comprensivo con un perfecto novato. Así que saqué la lengua y hundí mi cabeza en la escudilla, sorbiendo como pude aquel líquido amarillento. Sabía fuerte, a amoniaco y a especias. A mi amo. Y mi amo me recompensó con un cariñoso pellizco en el cogote.
Qué bien me sentí!.
(4) Sábado. Juegos de señores.
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