NOTA: ESTE RELATO ES LARGO. CONTIENE ESCENAS MUY FUERTES Y EXPLICITAS, PERO SE VAN A INTRODUCIR DE MODO PAULATINO, CAPÍTULO A CAPÍTULO.
Ketirandia era un lugar que desafiaba toda lógica. Su territorio era sobre todo insular, en medio del océano Índico, aunque poseía una zona continental de unos pocos miles de kilómetros cuadrados en la costa africana, entre Somalia y Kenia, una península montañosa que parecía casi inaccesible, con bordes protegidos por acantilados imponentes.
Nadie podía entrar o salir de Ketirandia sin pasar por sus estrictos controles. Era inquebrantable, tanto militar como económicamente. Su mayor tesoro, la ketirita, un raro mineral de propiedades únicas, era el pilar de la tecnología avanzada en todo el mundo. Sin ella, la maquinaria moderna se detendría, y los ordenadores cuánticos, la inteligencia artificial y la tecnología de fusión fría serían inviables. Esa necesidad había convertido a Ketirandia en una nación intocable. Ketirandia resultaba singular en muchos aspectos; no era un país religioso, sino laico, y sus leyes y tradiciones estaban al margen de los demás países. No había firmado la Carta de las Naciones Unidas, ni pertenecía a ninguna organización internacional. Sus fuerzas armadas parecían no existir, pero era un baluarte inexpugnable; ni siquiera en el pasado habían sido colonia de potencias extranjeras, como Gran Bretaña o Francia, y los ketiríes habían defendido rabiosamente su independencia. Por supuesto muchas veces ojos avariciosos se habían posado en el país, y se trazaron planes para integrarlo en el engranaje mundial, bien por la fuerza de las armas o del comercio, bien con amenazas bien con sutilezas, pero siempre con resultados desastrosos para quienes lo intentaron.
Ni siquiera los satélites podían sondear Ketirandia desde el espacio, pues la tecnología ketirí lo impedía; en Ketirandia no funcionaban los teléfonos, ni siquiera los aparatos eléctricos de ningún tipo, con lo que los vehículos modernos eran inservibles. Todo lo que sabían los países exteriores es que había una “interferencia” que dejaba fuera de servicio cualquier aparato que usara electricidad e impedía todo tipo de comunicaciones; esto explica que las poquísimas escaramuzas armadas que se intentaron a modo de sondeo terminaran en estrepitoso fracaso, pues se componían de vehículos y armamentos tan elementales que casi daban risa, y para colmo la comunicación para coordinarse y dar órdenes había hacerse de viva voz… con estos elementos cualquier intentona fue siempre desbaratada en minutos.
Pero la República Libre de Ketirandia no era un lugar que no podía visitarse. Si bien no tenía lo que podría llamarse una industria turística, los extranjeros que lo deseasen podían intentar visitar el país, visado mediante. La moneda del país era el doblón, y mantenía su convertibilidad en oro. Es decir, un doblón podía comprarse mediante un gramo de oro, y del mismo modo en cualquier lugar del mundo cambiarían una moneda de un doblón o un billete de cien doblones por su valor equivalente en oro o la moneda que se deseara; en el momento de nuestra historia, el año 2025, más o menos un doblón equivalía a ochenta euros.
Jorge se levantó dispuesto a iniciar el regreso a Madrid. Estaba en Kenia, donde acaba de visitar la reserva natural de Dodori, en la que había visto gacelas, elefantes, e incluso tortugas y dugongos. En lo más profundo de su ser se sentía harto y decepcionado; viajar solo, a sus sesenta y cinco años, fue un error. Sí, había hecho hermosas fotos y visto paisajes maravillosos, pero se sentía más solitario que nunca. Para colmo, si había llegado a tener alguna fantasía calenturienta antes de partir con negritos complacientes y atléticos esta se desvaneció por completo al comprobar no solo que la mayor parte de chicos no le gustaban, sino que además cualquier manifestación homosexual era severamente castigada en ese país, a pesar de que las guías turísticas hablaban de “cierta apertura” en ese aspecto; pero lo cierto es que ninguno de sus compañeros de viaje, una excursión de medio pelo pero precio de lujo, sospechaba que tras su fachada apacible y convencional había un gay activo y muy dominante; o al menos así se consideraba Jorge en su fuero interno.
Tras el desayuno el guía les dijo que se presentaba una dificultad: en Somalia la guerra se había recrudecido y una incursión reciente impedía moverse hacia la capital, Nairobi, para tomar el vuelo de regreso a casa. Deberían quedarse en el pequeño y destartalado hotel del parque nacional, aunque no habían de preocuparse por los gastos, que correrían por cuenta del seguro contratado por la agencia. Esto removió profundamente a Jorge, que deseaba volver cuanto antes a su pisito en Madrid. Rápidamente abrió su portátil –por suerte había conexión a internet–, y trató de buscar otra opción. En la embajada de España en Nairobi estaba Miguel Ángel, antiguo amigo de juventud y hoy cónsul en Kenia; de hecho había sido él quien le recomendó visitar el país y le había ayudado con los trámites diplomáticos. Se inició un chateo entre ambos.
―Hola Miguel Ángel, soy Vicente. Estoy atrapado en Dodori, pero me gustaría regresar a Madrid cuanto antes, ¿no puedes ayudarme?
―Hola Jorge, siento los inconvenientes pero no, nadie te puede traer aquí hasta quién sabe cuándo… la última vez que la guerrilla cortó la carretera y el tren de la costa tardamos tres meses en reanudar la comunicación.
―¡Tres meses! No me digas… ¿y no hay ninguna opción?
―No. Bueno, salvo que quieras pasar por territorio de Ketirandia, claro, jajajajaja.
―¿Ketirandia? ¿donde dicen que hay caníbales y salvajes?
―Jajajajaja, nooooo, no hagas caso de eso, ni una cosa ni otra.
―Pero yo he leído algunas cosas, todas malas…
―Mira, es un país muy raro. Pero es totalmente seguro si lo cruzas en tránsito. ¿Tú tienes un billete de regreso a Madrid?
―Sí, Nairobi / París / Madrid, con salida en tres días, el jueves 18 a las 13:22.
―Bueno, pues puedes ir a Sunrut, en la costa, muy cerca de donde estás, y allí hay vuelos diarios a Nairobi. Yo te voy a buscar al aeropuerto y listo.
―¿Y ya está? ¿así de fácil? ¿no necesito visado ni nada?
―Por supuesto que lo necesitas. Y tienes que firmar una especie de contrato de confidencialidad que te compromete a no extrañarte, criticar ni inmiscuirte en las costumbres locales. Yo te puedo hacer todo ese papeleo si quieres. Por cierto, aunque te puedo enviar electrónicamente todo, deberás llevarlo en papel impreso, ya que allí no funciona nada, ni móviles ni ordenadores, ni hay internet, ni nada. Pero serán unas horas, tranquilo.
Acordaron que en unas horas Miguel Ángel le remitiría por correo electrónico todos los documentos para que los pudiese imprimir en el hotel. Mientras tanto Jorge hizo las maletas y buscó en Google información sobre la República Libre de Ketirandia… sin éxito. Él no sabía que el poder de este estado era tanto que podía mantenerse fuera de los índices de búsqueda; no es que no hubiese nada en internet sobre el país, sencillamente es que cualquier mención quedaba automáticamente fuera de los buscadores, así que o sabías tú la dirección de la web o jamás navegarías a la página en cuestión. Sabedores de ello, los portales comerciales de viajes y turismo hacían las veces de duros censores, de modo que cualquier comentario sobre este extraño país, elogioso o calumnioso, se eliminaba de inmediato y sin miramientos… so pena de sufrir la ignominia de quedar fuera de los motores de búsqueda, algo catastrófico para este tipo de empresas.
Recordó entonces haber leído algo hace tiempo sobre este país, referencias a que sus leyes permitían la esclavitud y los castigos físicos, y más aún, que la norma social establecida era la homosexualidad. Jorge pensó que solo en un estado bárbaro y atrasado podía caber algo así, aunque al tiempo sentía un cosquilleo en la entrepierna y la sensación ambigua de rechazar y desear a la vez que se diera esa realidad. Aunque definitivamente lo que le resultaba más chocante era la existencia de un país basado en la homosexualidad; pensó que tal vez se haría referencia a algún rito o periodo de homosexualidad aparente, como en la antigua Grecia. Bueno, pero había que llegar. Pidió un mapa en el hotel, y comprobó que la frontera quedaba a escasos 150 km. de allí, aunque lo malo era que había que ir camino de Somalia, ya que el minúsculo enclave terrestre de Ketirandia estaba incrustado entre Somalia y Kenia.
Fue incapaz de convencer a ningún nativo para que lo llevase en su coche, pero no por miedo a ir a Ketirandia, como pensaba, sino a la milicia somalí. Ya estaba por abandonar el proyecto cuando el gerente del hotel le propuso venderle un vehículo.
―Mire, señor ―decía el gerente en su curioso francés―. Compre el Rover. Está muy viejito pero le va a llevar. Es todo diésel, todo diésel, no le afecta la interferencia, antes iba cada semana con un tour a la frontera, ir y volver, siempre seguro, siempre camina, es todo confiable. Yo necesito dinero porque falta pagar por los víveres de sus compañeros y el seguro no me da ahora nada en absoluto, entonces esto es bueno para los dos.
―Pero ¿cómo voy a comprar el coche solo para un viaje? De ahí yo regreso en avión a Nairobi. Es ridículo.
―Cobro muy poco. La mitad de la mitad. Luego cuando la guerrilla se va yo recupero el Rover si tengo suerte, o lo pierdo si se lo llevan. Usted lo deja en el parking de la zona previa, el “Last parking”, se llama.
―¿De cuánto hablamos?
―Solo quinientos euros. Trescientos.
Jorge había hecho internamente un cálculo de pagar hasta mil, así que el trato se cerró en trescientos, entre grandes risas y agradecimientos del gerente, que puso en el vehículo suficiente combustible para ir y volver de sobra: el tanque lleno. Se apresuró a subir su equipaje al destartaladísimo vehículo, rogó que no se deshiciera en pedazos antes de tiempo, se cercioró que tomaba la ruta correcta, una simple carretera de tierra que le aseguraron no tenía desvíos ni encrucijadas y llegaba directamente a la ciudad portuaria de Sunrut, en Ketirandia, y se puso en marcha sin despedirse de nadie pero tras comer unos bocados apresurados, esperando que su siguiente comida como es debido fuese ya en Nairobi… o en París… o en Madrid. Tenía miedo, claro está, de encontrar algún peligro por el camino, pero lo cierto es que todo parecía despejado. Mientras conducía hacia la frontera, un silencio inquietante llenaba el aire. Los paisajes áridos y dorados que rodeaban Ketirandia no parecían acoger a los extraños; más bien, los alejaban, como si el país entero fuera un coloso dormido que despertaría ante la mínima provocación. Las historias que había escuchado sobre aquel lugar volvían a su mente, y aunque intentaba mantenerse sereno, una parte de él no podía evitar sentir una mezcla de fascinación y temor.
Pronto supo a qué se refería el gerente hablando de “la interferencia”, pues su Google Maps dejó de funcionar, más aún, su teléfono se apagó, como si una mano negra lo hubiera desconectado. Por suerte el vehículo seguía renqueando a buena velocidad, y Jorge deseó con fuerza estarse aproximando a un destino por aquel sendero limpio de indicaciones. Entonces lo vio. Era apenas una manchita, una figura humana que iba creciendo ante él, y le hacía ostensibles gestos agitando los brazos. Podía dar la vuelta, pero ¿era eso razonable? ¿y si resultaba ser una avanzadilla somalí? Bajó la velocidad y se fue aproximando; no parecía haber nadie más allí. La imagen era surrealista: un chico de unos veinte años, blanco como la leche, de casi dos metros de alto, con una camiseta de tirantes color rojo y unos vaqueros cortados casi a la altura de la ingle que dejaban al aire dos piernas sin rastro de vello. Llevaba un sombrero tipo australiano y una mochila a la espalda.
―Water, sir, please ―dijo en tono suplicante, mientras sonreía pícaramente.
Jorge se detuvo a su lado y le alargó una botella de agua de dos litros, que el desconocido apuró sin preguntar; aún estaba fresca porque la llevaba tapada bajo una manta en el asiento del copiloto. Como el vehículo era abierto podían hablar sin tener que bajar de él; Jorge, muy nervioso, estaba listo por si había que arrancar pitando.
Por lo menos no había nadie más con él, pensó con alivio. Tras aplacar su sed el joven le dio las gracias en inglés, que hablaba con soltura; de hecho Jorge pensó que su nacionalidad sería británica. Cuando el joven supo que Jorge era español le habló en su idioma casi tan bien como cualquier compatriota.
―Ah, señor, conozco España, he estado dos años trabajando en Ibiza. Muchísimos compatriotas van allí de vacaciones y yo los atendía.
―Es cierto, los ingleses van muchísimo por esas islas.
―¿Ingleses? Ah, ya; pero no, yo soy ruso, señor.
―Pues hablas inglés perfecto también.
―Muchas gracias. No es difícil, ya le digo que estuve dos años allí.
Jorge pensó que si él fuera camarero en Moscú dos años no iba a hablar ruso con esa soltura, pero guardó la reflexión para sí mismo. Ese chico, tan perfecto, tan irreal, era el sueño de cualquier hombre. Sus pezones se marcaban bajo la camiseta y a veces incluso sobresalían por el lado, aunque trató que no se diera cuenta de ello. Tenía un culazo, era para volverse loco, ¿qué haría allí?
―Señor, ¿me llevaría usted a Sunrut? No puedo pagar, pero le daré conversación.
Llevar al lado a este tiarrón de ensueño era una tentación irresistible. En realidad lo más prudente sería seguramente partir solo, pero se autoconvenció de que entre los dos podrían afrontar mejor un asalto de los milicianos somalíes, lo que era una idiotez porque una ráfaga de metralleta seguía siendo un peligro inafrontable. Con un gesto que trataba de ser tranquilo le señaló la parte de atrás; el joven acomodó la mochila y se sentó en el asiento del copiloto tras quitar la manta y las botellas. Se reanudó el viaje. Jorge calculó que faltaba medio camino, lo que significaba al menos un par de horas, ya que iban necesariamente despacio. Entonces se dio cuenta de que no se habían presentado.
―Me llamo Jorge.
―Soy Alexander. En casa me llaman Sasha, y fuera de Rusia, Álex.
―Tengo entendido que hay varios nombres en ruso, ¿no?
―Ah, sí claro; mi nombre completo es Alexander Paulovich Sokolov.
―Encantado, Álex.
Con el traqueteo del viaje la camiseta se iba subiendo unos centímetros, y dejaba a la vista un precioso ombligo con una fina línea de vello que se perdía hacia la parte superior, posiblemente dividiendo su tronco en dos; a Jorge no le gustaba el vello, pero lo bueno de tener un cuerpo diez era que cualquier cosa te queda bien, hasta el vello. Jorge se esforzaba en disimular sus miraditas estratégicas, y se calaba las gafas de sol todo lo posible.
―¿También viajas a Nairobi?
―Sí, pero tengo algo que hacer en Sunrut. Fotos para una revista, me las van a comprar. Con ese dinero quiero casarme con Nadia, mi prometida en Moscú. Ya hemos elegido una dacha y está todo preparado.
―¿Y eso no está prohibido? Quiero decir hacer fotos y sacarlas del país. En todo caso no creo que tu móvil vaya a funcionar, parece que no tienen electricidad… por cierto, espero que eso no afecte a los aviones, ―pensó espantado Jorge―. Pero no, qué tontería, si vuelan con regularidad es que al menos en el aeropuerto sí funcionan los aparatos eléctricos.
Álex rebuscó en su mochila (sus largos brazos llegaban sin problemas al asiento trasero), y extrajo de ella una cámara Nikon analógica.
―Este modelo no tiene ni pila para el fotómetro: es completamente manual. Llevo películas químicas, todo está preparado.
―Pero a ver, ¿de dónde vienes? ¿cómo estabas en el camino ahí solo?
―Vengo desde Somalia. Mi plan era llegar por la costa, pero no fue posible, me tuve que adentrar y calculé mal. Casi me atrapan los milicianos, pero tuve suerte y unos compatriotas me llevaron Kenia adentro, ellos son mercenarios contratados por los keniatas… eso da igual. El caso es que cuando pensé que estaba en el lugar adecuado me separé de ellos; con el GPS me pude orientar, lo que es bueno por un lado y malo por otro, porque indicaba que estoy lejos de mi objetivo. Pero encontré la senda y caminé hacia Ketirandia… luego apareciste tú.
Había algo irresistible en ese fuego vital de Álex, tan seguro, tan arriesgado… tan hermoso. Jorge pensó en Nadia, y se imaginó al gigantón follando con ella… eso le causó una erección intensa. Había que sacar algún tema de conversación.
―Bueno, o sea que tu plan es hacer unas fotos y sacarlas a escondidas, ¿no temes que te descubran? Creo que son muy severos con eso, estilo Corea del Norte o peor.
―Solo será un carrete. La cámara se quedará, y el carrete saldrá oculto en mi cuerpo.
―¿En tu cuerpo? ¿Te lo vas a meter por…?
―¡No, qué dices! Me lo voy a tragar dentro de una bolsa especial. Luego en Rusia sale, ya sabes… jajajajaja.
―¡Eso es muy peligroso! ¡Puedes tener una obstrucción o algo peor!
―Es el riesgo. Pero me van a dar mucho, mucho, mucho dinero. No es para mí, es para Sonia y para mí. ¿Y cómo has pensado que me lo meto por ahí detrás? ¡Eso si yo soy maricón y no soy! ¡qué asco!
Jorge pensó que ser ruso y homófobo era casi inevitable. Pobres gays rusos. Tal vez por eso se interesaba en Ketirandia.
―Pues dicen que en el país que vamos ser gay está bien considerado.
―No comprendo por qué no borran del mapa este sitio. Yo tiraba una bomba atómica y ya. Fuera maricones, fuera pervertidos. Deberían estar todos muertos. Perdona si tienes un amigo gay tal vez, pero es lo que siento, son tan… patéticos. Yo los conozco, en Ibiza siempre vienen y me miran, viejos, sucios, afeminados. Qué asco.
Jorge perdió la erección con rapidez, y pensó casi con pánico qué iba a pasar si Álex sospechaba de él. Pobre chico, tan seguro de reconocer a los gays de inmediato y sentado al lado de uno que se lo follaría si eso no fuera más que una fantasía calenturienta. Evidentemente antes dejarse tocar un pelo esa masa preciosa de músculos le habría roto la crisma... Algo en su interior empezó a generar rechazo por el dichoso Álex, un musculitos homófobo e irresponsable; si iba a hacer fotos pues muy bien, pero no quería que lo relacionaran con él, no fuese a ser que hubiera problemas; e incluso malévolamente empezó a desear que no le salieran las cosas tan bien como él calculaba.
―Bueno, pues si te parece luego llegamos cada uno por nuestro lado al control aduanero; de todos modos quizá nos veamos en el aeropuerto. Mi vuelo sale el jueves, haré noche allí mismo, o tal vez si encuentro hotel, no sé. ¿Cuándo vuelas tú?
― El viernes 19 por la tarde.
― Ah bueno, pues tal vez entonces no nos veamos… o sí, quién sabe.
Empezó a desear librarse ya de ese chico tan rubio y con ojos tan grises, con ese ombligo y esas piernazas, y esos brazotes… sí, no quería volver a ver ese culo perfecto que se separaba de una espalda anchísima por una cintura mucho más estrecha que la suya.
Aún quedaba un buen trecho, calculó Jorge, tal vez una hora. El sol aún estaba alto, llegarían de sobra antes del atardecer. Con el tiempo todo esto sería una anécdota, tal vez una o dos pajas pensando en Álex. Bueno, quizá cuatro. Ya ni lo miraba, ni veía ese ombligo que… uf, madre mía.
―Jorge, sé que es pedir mucho, pero preciso un favor.
―Pues… tengo el dinero justo, Álex.
En realidad tenía mucho más que lo justo, pero no estaba dispuesto a que ese chulazo le sacara dinero. Bueno, un poquito si acaso. Pero mucho no.
―No, no. No es eso, tengo ya el billete de avión y no necesito nada más, incluso tengo comida ahí en la mochila. Es otra cosa. No tengo visado, es casi imposible conseguirlo, a los rusos no nos quieren dar.
Claro que no os los dan, pensó Jorge. Pero si sois homófobos, ¿qué esperabas de un país que tolera los gays? Ahora Ketirandia no le parecía tan mal, después de todo ponían a los rusitos en su sitio.
―Pues lo lamento de veras, pero no veo cómo te podría yo ayudar con eso.
―Sí, sí puedes. Yo puedo cruzar la frontera contigo si me lo permites.
―¿Viajar conmigo? ¿Cómo si fueras mi hijo menor o algo así? Imposible, tenemos pasaportes distintos, y además nadie iba a creer…
―No, no, así no.
Jorge observó extrañado que Álex empezó a ponerse colorado como un tomate. Sería el calor… ¿o no?
―Yo puedo ir contigo como serviente.
―¿Cómo sirviente?
― Eso, sí, perdona, sirviente, servidor personal.
―¿Con el mismo visado? Imposible… sin ser familia próxima no lo creo.
―Sí, sí, hay una ley ketiratí, lo tienes en tu visado escrito.
En realidad no había revisado mucho la documentación, el nombre y poco más. Estaba la famosa cláusula de confidencialidad, y un montón de letra pequeña en inglés y francés que no se había molestado en leer más que por encima. Justo en ese momento dieron una curva y vieron el famoso “Last Parking”, totalmente vacío; y un tiro de piedra más adelante un muro gris enorme con una sola abertura sobre la que lucían brillantes las letras “K. S. R.” Una bandera, sin duda la enseña nacional, lucía enorme izada en un mástil.
―Señor Jorge, por favor espera, para en el parking y yo te muestro en tu visado.
Jorge no quería sacar un documento así; ¿y si se lo robaba? Aunque de poco le iba a servir, porque estaba codificado e impreso, no podría falsificarlo así como así. El maldito le puso el brazo alrededor del cuello, aunque sin duda sin ninguna malicia; pero esto hizo estremecer de nuevo la polla de Jorge, que volvió a endurecerse. A su pesar, Jorge buscó el visado.
―¿Tú me dejas y te muestro?
Álex empezó a pasar hojas en los documentos de Jorge, hasta que llegó a un párrafo específico.
―¿Tú ves? Aquí puedes escribir mi nombre y todo legal.
Señalaba una línea ahora vacía donde aparentemente podía inscribirse alguien como acompañante del titular del visado.
―Pero Álex, ¿tú has leído bien? Mira el epígrafe… “Name and surame of the permanent slave” No es un simple acompañante o servidor, ¡es para un “esclavo”!
―Claro, yo ya lo sabía. Pero es el único modo. Mira, es solo un día, luego te vas.
―Pero tenemos vuelos distintos. En cuanto comprueben eso sabrán que todo es una mentira.
―Diremos que se compraron así por error y que no pasa nada, que nos juntaremos en Nairobi. Seguramente no lo van a notar. O si pasa algo tú ya te has ido, es problema mío.
―Pero Álex, es muy arriesgado…
Jorge no quería participar en ese juego, a saber lo que podría pasar si les pillaban las autoridades ketiratíes. Álex se dio cuenta por la cara que ponía el español de que no estaba dispuesto a ayudarlo.
―Te comprendo. Tú no eres un marica, y te da vergüenza.
―¿Cómo dices?
―Tú no eres un marica. Si llevas un esclavo es seguro que eres un depravado, un pervertido, un enfermo. Eso es lo que quiero mostrar en mis fotos, pruebas de la depravación. Y es normal que tú no quieres aparentar algo así.
Jorge leyó, ahora sí, el texto completo del visado y sus anexos. Efectivamente se aceptaba el tránsito del “viajero principal y sus animales, entre los cuales puede figurar un esclavo permanente si ambos, viajero y esclavo, son varones. En viajero deberá poder probar la legal posesión de sus propiedades…” Seguían muchas reglas y normas, pero lo fundamental era eso.
―Mira Álex, imaginemos que te quiero ayudar. ¿Cómo iba yo a poder demostrar que te poseo legalmente? En ningún país es legal la esclavitud.
La cara de Álex se iluminó con el brillo de la esperanza que aparecía con la frase de Jorge. Era evidente que no se trataba de alguien que no supiese de lo que hablaba, el chaval se había estudiado el tema a fondo.
―Pero sí es legal en Ketirandia. Y una de las formas reconocidas es la entrega voluntaria e irrevocable, así la llaman. Es decir, si yo redacto un documento por el que me entrego a ti para siempre como esclavo absoluto, renunciando a ser una persona y pasando al rango de objeto u animal tuyo, sujeto a tu total autoridad, desde su punto de vista me convierto en tu esclavo permanente, en cuyo caso tengo cabida en tu visado.
Ahora el que se puso colorado fue Jorge, al que la idea de tener un esclavo de ese porte, aunque fuese solo para aparentar y durante unas horas le parecía un sueño hecho realidad, ni en sus más locas fantasías lo habría imaginado, él, que era tan corriente físicamente, que jamás había conquistado un chico guapo…
―Si te da tanta vergüenza es porque eres un hombre cabal y honrado, no marica. Yo lo sé. Pero te lo pido por favor, cuando te vi me di cuenta de que eras una suerte para mí, yo solo no podía entrar.
―Está bien Álex, lo haré. Es una locura, pero creo que el riesgo va a ser para ti. ¿Y ya has pensado cómo lo haremos? No sé cómo deberíamos presentarnos, no sé cómo es eso de tener un esclavo.
En cuanto Álex escuchó el sí de Jorge se lanzó a rellenar los papeles. La tarde empezaba a caer y no era cosa de tardar mucho. Sacó un cuaderno grande de la mochila y redactó de su puño y letra un documento similar al descrito, por el que se declaraba esclavo de Jorge; copió los datos de los pasaportes, puso una fecha falsa y lo firmó; Jorge también lo hizo. La caligrafía de Álex era impresionantemente hermosa; le entregó el documento a Jorge.
―Listo, ya soy tu esclavo. En adelante te llamaré “Amo”.
―Qué raro suena.
―Tienes que acostumbrarte… Amo.
―Je, je…
Jorge en el fondo estaba excitadísimo con la situación; posiblemente en parte había cedido a la farsa impulsado por su erección.
―Guardas el contrato como recuerdo y luego si nos vemos en España tú me obligas con él a fregar los platos.
― Ja ja ja, bueno, eso sería señal de que todo ha salido bien.
Entre bromas sacaron el equipaje y se dispusieron a pasar la aduana que suponían estaba detrás de la fea puerta del muro. No había un alma a la vista.
―Espera Amo ―dijo Álex muy en su papel― . No toques las maletas, eso será cosa mía. Ah, y me voy a poner sexy.
Álex empezó a desnudarse salvo el calzoncillo, y Jorge muy prudentemente se dio media vuelta. El joven sacó una prenda de la mochila y se la puso, era una especie de uniforme de una sola pieza que servía de pantalón y camiseta.
―Es para gimnasia, a las chicas les encanta ―sonreía con picardía.
Y no es de extrañar… la prenda se quedaba totalmente ceñida, y por si fuera poco dejando el torso prácticamente al aire salvo dos finos tirantes; Jorge comprobó que Álex no estaba totalmente libre de vello, y que efectivamente una línea de pelos rubios le llegaban desde el esternón hasta el ombligo. Consciente de su porte, dio una vuelta completa para que Jorge lo mirara, como si esperase algún tipo de aprobación; pero Jorge, extasiado más de lo que era capaz, solo lo miraba mientras enrojecía, convencido de que Álex terminaría por darse cuenta.
―Ay, señor Jorge… Amo Jorge… no, Amo, Amo, solo Amo… perdona por la vergüenza, soy un estúpido, no quiero que te vas a arrepentir ahora.
―No, no, tranquilo, venga, acabemos esto cuanto antes.
Álex se puso a la espalda su propia mochila, y con alguna dificultad recorrió los metros que los separaban de la oficina de aduanas. Al acercarse la puerta se abrió automáticamente, cosa que no esperaba ninguno de los dos, ya que contaban con que entraban en un país sin electricidad. Pero esta fue la primera y más pequeña de las sorpresas que les aguardaban.
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