Miércoles 17 de septiembre. 18,30 horas.
Aunque pueda parecer cursi lo cierto es que al cruzar las puertas aguardaba verdaderamente otro mundo. Los dos viajeros quedaron sorprendidos por una realidad que no esperaban, y es que tras la puerta opaca de grueso cristal ahumado se accedía a un vestíbulo amplio y hermoso revestido de mármol blanco en paredes, techos y suelos. Plantas estratégicamente colocadas aportaban una nota de color; también blancos eran unos hermosos sillones de piel, todos vacíos, que parecían salpicar al azar lugares estratégicos. Un potente chorro de aire acondicionado purísimo lo saturaba todo, pero tras unos instantes no les resultó molesto, sino por el contrario muy agradable. Incluso sonaba una música tranquila a través de invisibles altavoces, y una fragancia dulzona, a la vez pesada y sutil, flotaba por doquier. Era evidente que la electricidad sí existía en el país, o por lo menos en la aduana, y esto sirvió cuando menos para tranquilizar a Jorge, aunque comprobó que su móvil seguía completamente muerto.
Se acercaron al mostrador, donde un funcionario vestido con una elegante túnica blanca parecía no tener otra ocupación que aguardar su llegada. Jorge saludó en su horrible inglés y alargó su pasaporte con el visado, mientras Alex esperaba tras él aparentando tranquilidad pero muerto de curiosidad por todo lo que les rodeaba. El empleado de aduanas leyó con cuidado la documentación y miró una y otra vez a Jorge con una seriedad que no auguraba nada bueno. Tras unos instantes levantó un teléfono y habló con alguien en un tono tan moderado que aunque Jorge aguzó su oído al máximo fue incapaz de adivinar ni siquiera qué idioma empleaba.
―Stop señor, por favor ―dijo en aduanero con autoridad.
Jorge miró a Álex sin saber muy bien qué otra cosa hacer sino aguardar los acontecimientos. Al poco apareció otro funcionario, también con una túnica blanca planchada perfectamente; sin duda era el superior con el que había hablado el primero. Miró brevemente a Jorge y le sonrió, gesto que este interpretó como tranquilizador. Hojeó brevemente los documentos, abrió el pasaporte y estampó un sello cuidando su correcta posición; decía: “TRANSIT”. Se lo devolvió a Jorge, y con otra sonrisa le dijo en perfecto español:
―La documentación de posesión del esclavo, y los billetes de avión a Nairobi, si es tan amable.
No acertaba a localizar los documentos, que pudo sacar tras varios registros nerviosos de los bolsillos; se los entregó al funcionario. No había nadie más en el enorme recibidor. Qué idea tan mala habían tenido, era evidente que el hecho de tener contratados dos vuelos en días distintos no favorecía la credibilidad de la historia, pero un golpe de suerte vino en su ayuda.
―Veo que viajan en días distintos a Nairobi, y de ahí ambos van a París.
Por un venturoso azar Álex regresaba a Moscú vía París, al igual que él mismo lo hacía camino de Madrid; ni se le había ocurrido pensar en eso.
―Sí, sí, no pudimos conseguir el mismo vuelo a Nairobi pero llegaremos luego a París los dos; verá… ―dijo intentando improvisar alguna explicación a toda velocidad.
―Por favor, no es necesario explicarse, con los documentos en regla basta. Está todo bien en lo referente a usted. En cuanto al curioso documento de posesión de su esclavo, lo cierto es que debemos corroborarlo, espero que lo entienda, será solo una formalidad.
Estaba pasando por un carrusel emotivo, y de nuevo se tensó tras la relajación de las primeras palabras. Trató de mantener la presencia de ánimo y esbozó una sonrisa mientras mantenía la mirada del funcionario.
―Ordene a su esclavo que nos acompañe y colabore con los trámites, por favor. Le garantizo que no perjudicaremos su propiedad, es más, quizá le hagamos una puesta a punto —dijo con una sonrisa abierta.
Curioso sentido del humor. Había que seguir el juego.
―Ya has oído Álex, haz lo que sea necesario como si yo mismo te lo ordenase. Colabora y contesta las preguntas que te hagan sin ningún reparo.
―Sí Amo ―dijo el joven bastante nervioso pero tratando de bordar su papel.
De inmediato dos gorilas vestidos con túnicas grises y aún más altos que Álex le hicieron señas para que los siguiera. Entraron por una puerta y se perdieron de vista, aunque Jorge creyó notar que Álex le lanzó una última mirada de desesperación. Jorge traspiraba abundantemente, a pesar de la agradable temperatura.
―Bienvenido a Ketirandia, señor Redondo. Es usted nuestro invitado hasta mañana; si lo desea puede asearse y descansar en su habitación; no se preocupe, es cortesía del Estado. Un camarero le preguntará por la cena más tarde.
Jorge quería llegar al aeropuerto cuanto antes, así que se dispuso a rechazar un trato que le resultaba agobiante, pero se dio cuenta de que no le quedaría más remedio que aceptar tanta hospitalidad cuando escuchó:
―Al no disponer usted momentáneamente de esclavo nos hemos ocupado de llevar su equipaje a la suite, no se preocupe.
Y es que, efectivamente, el voluminoso conjunto de maletas y mochila que tanto costó mover a Álex ya no estaba en el lugar donde lo habían depositado, en el suelo; alguien se habían ocupado de cambiarlas de sitio.
Miércoles 17 de septiembre. 20,31 horas.
Jorge ocupaba la lujosa suite, aunque no disfrutaba de sus comodidades, consumido como estaba por la angustia; primero, por saber si realmente al día siguiente dejarían volar a Nairobi, como le habían prometido, y segundo porque estaba preocupado pensando en la suerte de Álex. Las maletas reposaban meticulosamente colocadas en un armario, casi otra habitación independiente, que manos solícitas habían deshecho con profesionalidad, colocando la ropa perfectamente en perchas, e incluso el pijama en una mesilla y los útiles de aseo en el espacioso cuarto de baño. La mochila en cambio estaba en el suelo, aparentemente intacta.
En realidad con que la superchería aguantase un día, o menos, el tiempo que faltaba hasta la salida de su vuelo, ya podría darse por satisfecho. Si luego a Álex lo consideraban espía o mentiroso o lo que fuera pues ya sería problema suyo pero él ya estaría a salvo. Este era ahora el dilema moral al que se enfrentaba, ¿sería capaz de dejar detrás a Álex en manos de las autoridades de este extraño país? Y lo cierto es que cuanto más pasaba el tiempo más se iba convenciendo de que sí, de que iba a poder: ya estaba bien de hacer el tonto, de salvar a quien no se lo merecía, a un chico que le escupiría en la cara sin dudarlo si supiera que era gay. Y total, para que al final se fuese con su Sonia. Por otro lado, ¿y si Álex era desenmascarado antes de poder salir de Ketirandia? En estas cavilaciones estaba distraído cuando llamaron a la puerta. Al abrirla descubrió que no era un camarero preguntando por la cena, como había supuesto.
―Buenas noches, elí Rodríguez ―dijo el visitante―. Soy el bactani del Hotel Plateado, su anfitrión podríamos decir. ¿Es todo de su gusto, necesita alguna cosa?
―No, no, todo perfecto, muchas gracias. Me disponía a darme una ducha, y luego creo que voy a dormir, aunque no sé si puedo preguntarle por si podré ver a Álex.
―¿Su esclavo se llama así?
―Sí, eso es, mi… esclavo.
―Tengo entendido que siguen con él en este momento ―dijo el bactani en un español correcto pero sensiblemente peor que el del jefe de aduanas―. Pero naturalmente podemos darle servicio con esclavos públicos, los que necesite para su satisfacción.
Por un momento Jorge barajó la posibilidad de pedir un par de chicos de servicio, ¿qué clase de servicios serían esos? ¿serían guapos? Pero era el típico pensamiento lujurioso que se descarta en una fracción de segundo, como cuando vas en el metro y ves un chico al que besarías con pasión: lo piensas pero no lo haces.
―No, no es necesario. Esperaré a Álex... a mi esclavo.
―Como guste. Pero también he venido para anunciarle la visita de una persona muy especial, un honor para usted.
Jorge sintió que todas las alarmas empezaban a sonar en su interior.
―En media hora lo va a visitar el muy alto Kamar Abumón, ujier de Justicia del país. Y no habría sido cortés no avisarle, no queremos interrumpir ninguna actividad.
¿Qué se dice en un caso así? ¿Eso es bueno o malo? De Justicia… uf… a saber qué querrá este. Y tanta amabilidad… Jorge se sentía como Hansel y Gretel en casa de la bruja comiendo dulces para luego ser cocinado en el horno.
―Media hora, entendido. Voy a ducharme y me preparo a recibirlo, muchas gracias.
Miércoles 17 de septiembre. 21,02 horas.
Usó el inodoro, se afeitó, se duchó y se acicaló someramente en el tiempo record de la media hora acordada: poquísimo para sus costumbres. Luego pensó que seguramente la visita se retrasaría, y que la puntualidad no era cosa de esas latitudes; pero se equivocaba. Llamaron a la puerta y se encontró cara a cara con alguien que inspiraba simpatía y seriedad a partes iguales.
—Kamar Abumón, a su servicio —dijo el recién llegado haciendo una inclinación leve de cabeza y tendiendo su mano.
—Jorge Redondo —atinó a decir mientras se la estrechaba y luego se hacía a un lado para dejar pasar al visitante.
Jorge no tenía ni idea de cómo tratar a alguien tan encumbrado, así que trató de ceder toda la iniciativa. Kamar se sentó en un sillón frente a una mesita redonda, y Jorge ocupó el otro sillón. Kamar vestía una túnica maravillosamente simple, con unos detalles bordados en el cuello y las mangas, y una especie de cíngulo muy fino que parecía de cuero dorado. Su cabello era negro, como sus ojos. Dejó a su lado un pequeño portafolio y pareció quedar a la espera de algo. Llamaron a la puerta dos veces y esta se abrió para dejar paso a una camarera con un carrito en el que llevaba un servicio completo de té. Era la primera mujer que veía en este país.
—¿Querrá usted tomar un té conmigo? ¿Tal vez café? Es antes de la cena, ya lo sé, pero es la costumbre ketirí con un huésped de honor.
—Muy agradecido, por supuesto que tomaré encantado ese té, pero no creo merecer tanto miramiento. Como sabe soy un simple turista español en tránsito.
Subrayó intencionadamente la palabra “español” como si de ese modo algún escudo virtual pudiera ponerlo a salvo de daños. La camarera sirvió el té, dejó el carrito a un lado y se marchó haciendo una graciosa reverencia; era muy joven y linda.
—De eso se trata precisamente. Puede ser o no un turista en tránsito. En primer lugar, tiene usted un esclavo, y eso es algo totalmente insólito para alguien que no es del país.
—Tenía entendido que eso era algo totalmente legal en Ketirandia.
—Lo es, por supuesto. Siempre y cuando el esclavo sea una propiedad legítima, claro está. La esclavitud no es solo patrimonio nuestro, hay muchos esclavos en el mundo; y también juegos de simulación, lances meramente sexuales por los que dos hombres se dicen amo y esclavo durante un tiempo, y tal vez incluso intercambian papeles en algún momento, o sencillamente lo son mientras están excitados pero luego cada cual sigue su vida. Eso no es lo que llamamos esclavitud, se puede parecer, y no me malinterprete, pueden hacerse cosas realmente terribles durante esas simulaciones; pero el parecido con la verdadera esclavitud es en realidad pequeño. Y si quiere, podemos examinar ahora el caso de su esclavo.
—¿Álex? —preguntó Jorge con el corazón en un puño, seguro de que la patraña que habían urdido a esas horas se habría venido abajo con estrépito.
—Como usted lo llame. Al encontrar un caso legal tan insólito hemos tenido que cerciorarnos, hacía más de cuarenta años que no aparecía en nuestra frontera un extranjero diciendo poseer un esclavo real, absoluto. De hecho conservamos esa parte de la documentación de entrada en el país por nostalgia, pero nunca pensamos encontrar un nuevo caso.
—Ya, y han hablado con él entonces —atajó Jorge, deseoso de saber cómo acababa la cosa.
—Lo hemos hecho. Verá, aunque le resulte sorprendente, disponemos de muy buena tecnología. Habrá observado que sus aparatos eléctricos y electrónicos aquí no funcionan, ni siquiera los relojes digitales; pero esta es una medida de autoprotección, digamos que solo funcionan los aparatos que nos interesan y están autorizados. Pues bien, mediante un dispositivo que podríamos llamar “máquina de la verdad”, (aunque no se parece ni remotamente a las que ustedes usan a veces y que si me lo permite nos resultan un disparate), hemos verificado la veracidad de la entrega absoluta de su esclavo.
—¿Cómo dice?
—Se lo explico mejor. Tras informar a su esclavo que íbamos a detectar si sus afirmaciones eran verdaderas o falsas le hemos preguntado si realmente era su voluntad no violentada y totalmente consciente la que guiaba la decisión de ser su esclavo de modo irrevocable y absoluto.
—¿Y con qué resultado?
—Cierta vacilación inicial, totalmente comprensible por el miedo que tenía, que era muchísimo, pero luego comprobamos que decía la verdad. Parece usted sorprendido, señor Redondo, ¿no era eso lo que debíamos verificar?
—Sí, sí, sí, claro, todo es correcto.
Ese ruso había puesto sin duda toda su fuerza mental en simular la entrega total y voluntaria para burlar la máquina. Qué barbaridad, qué portento. Pero bueno, lo importante es que estaba saliendo todo bien. Claro que…
—¿Y no le preguntaron sobre nada más? —quiso saber Jorge algo escamado por si al final había salido a la luz el dichoso asunto de las fotos.
—No necesitamos nada más. Además, una vez comprobado que ese esclavo, Álex como usted lo llama, es su propiedad legítima no estamos autorizados para averiguar nada más de él.
Claro, no podían ni preguntarle lo que iba a hacer porque era un objeto con dueño. Estupendo.
—Naturalmente, es usted responsable de su comportamiento, le recuerdo lo que ha firmado, estoy seguro que no habrá problemas con eso, pero tenga siempre en cuenta que cualquier posible desliz o daño que él pueda provocar le será directamente imputado a usted.
—Naturalmente. Pero no habrá problemas, como usted dice.
Jorge maldijo para sus adentros al joven, y pensó que tendría que conseguir que no hiciera nada inconveniente antes de que fuera mañana; quedaba tan poco ya…
—Su esclavo le será reintegrado muy pronto, cuando yo me marche. Pero en realidad he venido por otro asunto, uno de verdadera transcendencia. Hace unos meses falleció uno de nuestros ciudadanos más ilustres, el alto Benassur. No era un ciudadano cualquiera, sino uno de los más poderosos, ya que tenía a su cargo la explotación de las principales minas de ketirita del país, aparte de otras de metales preciosos, plantaciones y manufacturas. Poseía mansiones, pesquerías y otras muchas propiedades a su nombre, incluyendo innumerables objetos preciosos, animales, etc.
—Y supongo que muchos esclavos también.
—Se lo acabo de decir —dijo Kamar, confirmando la sospecha de Jorge sobre el significado exacto de “animales”.
—Pues lamento la muerte de este noble señor, pero no comprendo qué pueda tener con mi tránsito por el país.
—Tiene que ver, ya que usted puede heredar su fortuna.
Automáticamente Jorge se acordó de esos correos de Internet en los que desde algún país africano te informaban que había fallecido un rico petrolero africano y que tú eras (sorprendentemente) su pariente más cercano, por lo que podías recoger limpiamente su herencia fabulosa… patrañas a veces inocentes a veces peligrosas creadas para atrapar incautos. Y él no era uno de ellos, así que se adelantó a los acontecimientos.
—No me dirá ahora que éramos parientes —aventuró con una sonrisa, pensando que el tipo que tenía enfrente posiblemente era un vivales que intentaba sacarle los cuartos con cuentos de las mil y una noches.
—Es usted desconfiado, y lo comprendo.
Kamar se inclinó para recoger el portafolio y abrirlo. De él sacó un fajo de documentos.
—Benassur estableció en su testamento que podría heredarlo el primer extranjero que visitara al país con un esclavo irrevocable. Y como podrá comprobar entre la documentación figura una certificación a su favor que indica que usted cumple las condiciones requeridas. Según nuestra legislación la aceptación de herencias es voluntaria, puede usted rechazarla y marcharse si lo desea.
Jorge pensaba rápido tratando de encontrar el engaño que sin duda se ocultaba en algún sitio.
—Y en el supuesto caso de que yo aceptase, ¿qué pago de impuestos me correspondería?
La pregunta hizo sonreír a Kamar, quien mostró unos dientes blanquísimos.
—En Ketirandia no hay impuestos, el Estado se financia de otros modos. La aceptación de la herencia no supone pena ni gravamen ninguno para usted; pero sí tendría que renunciar a la nacionalidad española y aceptar la ketirí, lo cual créame no implica más que ventajas para usted.
—Es una oferta muy tentadora, pero claro, lo tengo que pensar —dijo Jorge, que tenía la agobiante sensación de estar siendo acorralado.
—Por supuesto, por supuesto. Piénselo. No será presionado, al contrario. Sepa que si usted no acepta la herencia antes de fin de plazo, la misma revierte directamente al Estado. Como ve estamos siendo muy honestos.
—¿Plazo? ¿qué plazo?
—Claro, no lo he dicho y no ha podido leer aún el testamento. El alto Benassur falleció el pasado veinte de marzo y fijó un plazo de seis meses justos para determinar un heredero.
—Y como me voy mañana…
—Y como se va mañana en la práctica esto supone que ha de tomar la decisión antes de un día. O si decide retrasar su viaje a Nairobi para apurar más el tiempo con todo gusto podemos canjear su vuelo para llevarle a su destino más tarde, incluso podría apurar hasta el fin del día veinte de este mes, el domingo. Claro que entonces perdería posiblemente la conexión del vuelo a París.
—No será necesario. Mañana por la mañana tomaré mi decisión, esta noche estudiaré tranquilamente la documentación y las opciones. ¿En qué idioma están el testamento y el resto de los textos?
—En un español que esperamos le resulte correcto. Cualquier otra cosa sería descortés.
En realidad estuvo tentado de decirle allí mismo que no quería nada de esa fortuna que le caía del cielo y de la que no creía ni una palabra, pero no se atrevió.
—Bien señor Redondo, le dejo entonces tranquilo. Nos veremos mañana tras el desayuno.
—Gracias por su hospitalidad, señor… —(no recordaba el nombre).
—Kamar. Kamar Abumón. En unos minutos vendrá el camarero de la suite, posiblemente lo más práctico es que ordene que le sirvan la cena aquí mismo.
—Sí, sí, será lo mejor. Gracias de nuevo.
—Le dejo. En breve llegará su esclavo para que lo atienda.
¡Es verdad, se había olvidado de Álex! A ver qué le contaba ese botarate y cómo hacía para que no se metiera en líos durante las siguientes horas. Acompañó a Kamar hasta la puerta de la suite, y se propuso a examinar los documentos que le había dejado, con su portafolio incluido.
El silencio que dejó Kamar tras su partida fue opresivo. Jorge se quedó sentado, inmóvil, mientras las palabras del alto funcionario resonaban en su cabeza. La propuesta era tan absurda como tentadora. Las descripciones de las posesiones del jeque fallecido (o lo que fuera) pintaban un cuadro de una vida tan opulenta que apenas podía concebirla. No se trataba solo de riqueza; era el tipo de poder que podía doblegar a cualquiera, el control absoluto que Ketirandia ofrecía a quienes sabían aprovecharlo. Se levantó y comenzó a pasearse por la suite. El lujo que lo rodeaba ya no le parecía asfixiante, sino una pequeña muestra de lo que podría ser suyo. Pensó en las minas, extendiéndose bajo las montañas, donde cientos, tal vez miles, trabajaban incansablemente para extraer el mineral que hacía a Ketirandia indispensable para el mundo. Los campos, vastos y fértiles, produciendo una riqueza que solo alimentaba más poder. Y las fincas, imaginaba, eran paraísos donde el placer no conocía límites, donde los cuerpos y las voluntades se doblegaban al deseo del Amo. Él, en el fondo, siempre había sentido una atracción por el poder. Era algo que había mantenido a raya durante años, en su vida cotidiana, donde debía aceptar las convenciones sociales y la moral. Pero Ketirandia era diferente. Aquí, esas mismas convenciones no solo no existían, sino que se invertían, permitiendo que los deseos más oscuros tomaran el control. ¿Sería posible, pensó, que un hombre como él, a sus sesenta y cinco años, pudiera tomar el lugar de alguien poderoso, rodeado de lujo y esclavos, y gobernar ese pequeño imperio personal?
Se acercó a la ventana, contemplando el paisaje que se extendía frente a él. Los jardines del hotel, perfectamente cuidados, parecían interminables, rodeados por colinas que brillaban bajo el sol abrasador. Pero más allá, imaginaba, estaba el verdadero Ketirandia: un mundo donde el control absoluto sobre otros hombres era una forma de vida.
Apenas había organizado la mesa cuando llamaron a la puerta. ¿Sería el camarero preguntando por la cena? ¿sería Álex? Abrió la puerta. Era Álex. Qué guapo. Seguía vistiendo esa especie de traje de lucha grecorromana, que en realidad era un poco ridículo, pero le quedaba tan sexy, con su torso prácticamente desnudo y las caderas, el culo y el paquete totalmente ceñidos. Tenía el mismo aspecto que cuando se fue de su lado, en el recibidor de la aduana; evidentemente no lo habían torturado ni nada parecido, como su mente peliculera a veces había temido. De inmediato Álex bajó la mirada, cayó de rodillas sobre la alfombra con ambas piernas a la vez, las manos atrás, y se inclinó para besar los pies de Jorge, que no salía de su asombro.
—Soy tu esclavo, mi Amo —dijo con voz clara.
2. Trámites
Xtudr, el chat esencial para los fetichistas gays, te conecta con miles de chicos en tu área que comparten tus gustos. Disfruta de la comunicación instantánea enviando y recibiendo mensajes.
Explora una forma rápida, sencilla y divertida de conocer gente nueva en la red de encuentros para chicos líder como amomadrid8.
Con Xtudr, puedes:
- Crear un perfil con fotos y preferencias.
- Ver perfiles y fotos de otros usuarios.
- Enviar y recibir mensajes sin restricciones.
- Utilizar filtros de búsqueda para encontrar tu pareja perfecta.
- Enviar y recibir Taps a tus favoritos.
Regístrate en la aplicación fetichista y BDSM más popular y comienza tu aventura hoy mismo.
https://www.xtudr.com/es/relatos/ver_relatos_basic/41483-2-tramites