Miércoles 17 de septiembre. 22,12 horas.
La visión de Álex a sus pies por un momento dejó atónito a Jorge. Sin duda el pobre estaba traumatizado por la experiencia.
—Anda, pasa ya.
—Sí, Amo.
Se incorporó y entró en la suite. Jorge disimulaba apenas su mirada lujuriosa.
—Ahora creo que vendrá un camarero para que encarguemos cena, que yo estoy que me como una cebra —quiso bromear Jorge—. ¿Tú qué vas a querer? Lo digo para no hacer el papelón de pedir delante del camarero, que no sabemos siquiera si a ti te querrá traer las mismas cosas que a mí.
—Lo que ordenes estará bien, mi Amo.
Álex desde que había entrado estaba de pie, inmóvil, las manos agarradas por detrás y la mirada en el suelo, en actitud servil. A Jorge le resultaba insoportablemente sexy, pero empezó a pensar que tal vez se estaba pasando de la raya y quién sabe si burlándose un poco de él.
—Para ya, Álex, ¿qué te pido?
El joven parecía en duda.
—Una hamburguesa con patatas, coca cola y alguna fruta estaría muy bien, Amo —dijo con bastante timidez.
—Caramba, lo que te ha costado. Y deja ya lo de “amo”, que bastante he tenido con eso, ahora te cuento. Ya me han dicho que en el interrogatorio las cosas han ido bien, pero cuando estemos solos no es necesario… o ¿habrá cámaras aquí? —dijo pensando que tal vez eso justificaba la pantomima de Álex —. Lo que nos faltaba… pero no, no creo la verdad.
En ese momento llamaron dos veces a la puerta, y como había visto hacer antes a Kamar no contestó. Un camarero negro como el azabache abrió la puerta, sonrió e hizo una enorme reverencia.
—El ilustre elí puede ordenar ahora la cena que guste.
—¿No tienes una carta?
—¿Carta? No comprendo, señor… usted dígame directamente lo que desea y se lo serviremos.
Jorge pensó en burlarse un poco de tanta supremacía arrogante. Se estaban pasando.
—Ah, bueno, entonces trae una hamburguesa triple de angus con queso y patatas, varias salsas… qué más… cuatro latas de Coca Cola, bizcocho de chocolate —empezó entonces mentalmente con lo suyo—. Sopa de cebolla, bacalao al pilpil, tortilla de patatas sin cebolla y… mandarinas.
—¿Se lo sirvo en el comedor de la suite, elí?
—Eh.. sí, sí, pero por favor no tardéis mucho, es tardísimo.
—Lo antes posible, claro que sí, elí.
Jorge estaba seguro que no iban a traer cosas tan españolas, seguramente ni sabrían qué eran. Eso sí, el negrito no estaba mal, pensó Jorge. Observó que el camarero miraba de reojo a Álex.
—¿Desea alimento para el esclavo, juguetes, jaula o alguna otra cosa?
—No, no, nada, ya le doy yo alguna sobra si acaso.
—Por supuesto elí, será como ordena. ¿Puedo retirarme?
—Sí, gracias.
El negrito hizo una reverencia de noventa grados y salió por donde había entrado. Cerró la puerta y arrancó a correr como si tuviera que batir un récord mundial.
—Gracias Amo, eres muy bueno conmigo.
Jorge ya empezó a estar un poco cansado. Después de todo sabía que si le ponía un dedo encima ese chico tan sumiso en apariencia le inflaría los morros.
—Ya está, es suficiente Álex. Vamos a la mesa del comedor y me cuentas todo con detalle.
—Como ordenes, Amo.
Se sentaron uno frente a otro. Entonces se dio cuenta de que Álex no estaba sudoroso, sino que parecía recién duchado: incluso olía estupendamente.
—Anda, si estás duchado y todo. Mejor, así no perdemos tiempo en eso.
Jorge ya se había dado cuenta de que en la suite solo había una cama enorme que habrían de compartir, y contaba con que al menos esa noche podría disfrutar de la fantasía de dormir con el ruso al lado, y quién sabe si rozar algo de su cuerpazo con mucho cuidado…
—Cuéntame con todo detalle lo que pasó desde que nos separamos hasta ahora. Quiero saberlo todo al detalle, no te dejes nada.
—Sí, Amo.
—Y no me llames así.
—Sí Amo… no Amo… no puedo Amo —dijo con un tono de verdadera angustia. Alex estaba llorando.
—¿No puedes? ¿cómo que no puedes? ¿te da miedo por si escuchan o qué?
—No es por eso, Amo. Lo estoy intentando, Amo, pero no puedo. Perdona mi Amo, castígame por eso, te lo suplico, mi Amo.
Por primera vez Jorge supo que algo le pasaba a Álex. Realmente era incapaz de dejar de llamarle Amo. Y eso le provocó una tremenda erección.
—Venga, anda, serénate. ¿Qué pasó?
—Me llevaron a un cuartito, tú me viste entrar en él, Amo.
Definitivamente no iba a dejar esa muletilla.
—Me dijeron que me iban a hacer unas preguntas, que las contestara con sinceridad. Me pusieron una especie de casco y en una pantalla salían gráficos y colores cuando yo hablaba. Primero me hicieron preguntas sencillas, mi nombre, de qué color era la pared, si me gustaban los hombres o las mujeres… cosas así. En alguna quise mentir para ver qué pasaba, pero se dieron cuenta, por ejemplo dije que había nacido en Bielorrusia y por sus caras comprendí que me habían pillado, así que corregí como si estuviera nervioso. O sea, que no podía mentir… Amo.
—Muy bien, ¿y luego?
—Luego… sacaron el papel que había escrito, el de que me declaraba tu esclavo voluntariamente, y todo eso, y me preguntaron si lo había firmado sin presiones y si deseaba todo lo que ahí ponía, y todo eso. Entonces me acordé de Sonia, Amo, y pensé en ti, en que eres un verdadero hombre y caballero, y me concentré en la gratitud y el respeto que te tengo porque eres un verdadero hombre y no un maricón asqueroso, y pensaba en ti con mucha devoción y respeto y a la vez contestaba. Y me creyeron… Amo.
—Bueno, bueno, pues ya está entonces. Lo que no comprendo es por qué dices esa tontería de que no puedes dejar de llamarme Amo ni siquiera estando solos.
—Pasó algo más, Amo. Cuando ya estábamos terminando pregunté si ya podía irme contigo, Amo, pero cometí la torpeza de llamarte… “señor Jorge” —dijo el chico haciendo un esfuerzo visible por pronunciar esas dos palabras—. Puedo contártelo porque me has ordenado que te hable con detalle y sinceridad, Amo. Entonces me mandaron callar y me dijeron que eso era intolerable y que al Amo había que respetarlo, adorarlo, y aceptar tanto sus caricias como sus castigos. Cuando dijo eso de aceptar las caricias me lo dijeron con segunda intención, estoy seguro, como si fuéramos dos pervertidos, y yo sé que tú no eres así, Amo, ni yo tampoco, somos normales.
Aunque Jorge deseaba salvar la situación lo mejor posible esta insistencia homófoba de Álex ya le empezaba a resultar un poco intolerable.
—¿Y eso es todo?
—No Amo. No les gustaba mi forma de comportarse, y llamaron a un superior; creo que no sabían qué hacer, porque ya habían determinado que legítimamente eras mi dueño. Me parece que eso les impedía castigarme ni interrogarme más a fondo, pero no querían dejarme salir tampoco. Entonces vinieron dos personas, uno que parecía mandar mucho, y un médico o sanitario, creo que discutieron un poco la situación, y finalmente decidieron que me tenían que inyectar algo llamado “soma”. Como yo no me dejaba hacer tuvieron que emplear la fuerza.
—Eso seguramente es ilegal, Álex. ¿Dónde te inyectaron por fin? —preguntó Jorge con la secreta intención de que fuera en el culo y pudiera él verlo con esa excusa.
—En el brazo. Me dolió mucho Amo. Primero un pinchazo en el músculo, de cualquier manera, y cuando me tranquilicé entonces el segundo ya fue en vena, pero después del primero ya no me resistía, aunque estaba totalmente despierto.
—¿Y sabes para qué sirve eso que te pusieron?
—Para obedecer, Amo. Me hace servirte mejor. Cuando me pusieron la segunda inyección me ataron a un sillón y durante unos minutos me hicieron mirar fijamente una pantalla de televisión enorme con tu foto, la del pasaporte. Me gustó mucho verte, Amo, cada vez te quiero más.
—¿Y los efectos no terminan por pasarse? ¿te explicaron algo?
—Me lo contaron todo Amo, porque me dijeron que debo explicarte cómo son los efectos del soma, Amo.
Jorge sentía un placer morboso y un tanto culpable con todo lo que Álex le estaba contando, y trató de ver si podía sacar algún partido de la situación. Cada vez que escuchaba a Álex llamarle “Amo” un pinchazo de placer le sacudía desde los testículos hasta la cabeza. Lástima no poder hacer fotos ni grabar con en vídeo.
Miércoles 17 de septiembre. 23,22 horas.
El camarero negro al que había encargado la comida llamó dos veces y entró seguido de un pequeño séquito de ayudantes. En un instante pusieron un mantel en la mesa del comedor que ocupaban, y servicio de vajilla frente a Jorge. En la mesa podían comer perfectamente ocho personas, así que las fuentes con la comida, tapadas convenientemente con campanas metálicas quedaron bien a la mano. Jorge levantó alguna con cuidado y observó que sorprendentemente la comida correspondía con lo que él había encargado. La cocina española se ve que ha llegado lejos, pensó. Hasta tenían camareros que hablasen español.
—¿Está todo bien, elí? —preguntó el negrito.
—Muy bien, gracias. Pero… —Jorge titubeaba.
—Por favor, elí, si hay algo más que necesite o si hay algo que no está bien dígalo y lo trataremos de solucionar —dijo el camarero con evidente angustia.
—Bueno, somos dos y solo habéis puesto plato para mí; somos dos.
El camarero miró con los ojos muy abiertos a Álex. Ya le parecía raro que estuviese sentado en una silla, pero ¿comía en la vajilla de los amos? Rápidamente censuró en su interior el hecho de permitirse juzgar, y se limitó a obedecer.
—Por supuesto, elí, ¿le ponemos el mismo servicio de mesa?
—Claro.
—Por supuesto elí, disculpe el error, elí.
Con pocas palabras ordenó a sus ayudantes poner un servicio completo frente a Álex, y rápidamente todo estuvo ya definitivamente preparado. Lo que Jorge no sabía es que al día siguiente, cuando recogieron la vajilla y demás pertrechos todo se tiró directamente a la basura, pues después de que un esclavo los hubiera usado ya no eran dignos de servir a los amos.
Comieron con apetito en pocos minutos. Tras cepillarse los dientes volvieron a sentarse en las mismas sillas frente a los restos de la comida y retomaron la conversación por donde la habían dejado.
—Y después de ponerte la inyección y todo eso, ¿qué hicieron?
—Me dieron ducha, Amo. Era raro porque fue en un cuarto que no parecía un baño, había una manguera. Yo me tuve que desnudar delante de toda la gente, Amo, pero no me importó, la verdad, y no me miraban raro ni nada. Con agua fría y a toda presión me ducharon, para mí era como cuando en Rusia, Amo. El agua tenía como jabón suave y dejaba buen olor, me gusta eso Amo. Luego me secaron con un chorro de aire, me vestí y me trajeron hasta la puerta de la suite, Amo. Me dijeron que me portara bien, Amo. Yo notaba algo en mí distinto por el soma. Entonces me miraron y parecían extrañarse de todo, de mi vello, de mi pelo, pero no me tocaban, Amo. Creo que por la inyección pero yo estaba tranquilo y obediente, Amo, y recordaba que tú me habías ordenado que colaborara, entonces yo obedecía.
—Cuéntame entonces todo lo que sepas sobre esa droga.
—Casi todo lo que te voy a contar son frases que me leyeron para que te las repitiera, aunque algunas cosas ya las noto y sé que son ciertas, mi Amo. El soma me obliga a obedecerte, Amo. Las órdenes directas son las más fuertes. Si me dices que me lance por una ventana lo haré, Amo, si me dices que me lesione lo haré, si lo ordenas bailaré, o haré cualquier otra cosa, Amo. Incluso tareas que no pueda hacer, como trepar por una pared lisa las intentaré de modo constante hasta que me digas que pare si me ordenas realizarlas, Amo. Pero también tus deseos son órdenes para mí, Amo, si manifiestas deseo de algo siempre trataré de satisfacerlo, es como una obsesión, Amo. Y puedes ordenarme que sienta cualquier cosa, que desee o deteste cualquier cosa, Amo.
Esto ya sonaba demasiado fantástico.
—¿Quieres decir que ya no tienes deseos propios, que te da igual todo?
—No, no, Amo. Te obedeceré aunque sea en contra de mis convicciones naturales, pero siguen dentro de mí.
—Ah, ya. Entonces, por ejemplo, ¿a quién amas más en este mundo?
Álex vaciló antes de contestar.
—A ti, mi Amo.
—Dime Álex, ¿cuál es el primer nombre que ha acudido a tu cabeza, tu idea más auténtica para responder esa pregunta?
Álex se puso congestionado, e incluso parecía echar espuma por la boca.
—¡Nadia! ¡solo soy suyo! Tú me has ordenado contestarte, Amo.
—Bueno, tranquilo. Y ¿decías que los efectos no son duraderos?
—Esa parte no te la he contado aún, Amo. El soma se va extendiendo por mi cuerpo, pero me dijeron que aún tardará doce horas en alcanzar el máximo efecto, Amo. Dependiendo de lo que tú decidas, se pueden hacer varias cosas, Amo. Si dejas que todo siga su curso natural en una semana habrá desaparecido su influjo, Amo. También podrías solicitar que cuando llegue al punto máximo, que sería mañana por la mañana, me apliquen un tratamiento que fije el efecto de modo permanente, Amo. Y del mismo modo pueden proporcionarme un antídoto que ayuda a eliminar el soma en apenas dos horas, Amo. Este antídoto me lo pueden aplicar ahora mismo si tú lo ordenas, Amo, y cuanto antes se hace antes se elimina el soma, Amo.
Jorge se dio cuenta de que Álex repetía la palabra “Amo” cada vez con mayor frecuencia, y lo achacó con razón a un efecto más potente del soma. Jorge empezó a animarse a jugar un poco; estaba excitadísimo.
—Y dime, esclavo… porque eres mi esclavo, ¿no?
—Sí mi Amo, soy tu esclavo, tu humilde esclavo —dijo Álex mientras se levantó automáticamente de la silla y cayó de rodillas frente a Jorge.
—Entonces, esclavo, dime… ¿tú qué deseas que haga? Dímelo con sinceridad.
Álex volvió a congestionarse. Sin duda el soma luchaba en su interior para silenciar sus ideas propias, pero estás aún lograban abrirse paso.
—El antí… elantí… antí… doto —terminó por decir.
Jorge empezó a echar cuentas. Cada vez Álex iba a ser más dócil, al menos durante unas horas: las suficientes para pasar una noche de ensueño y salir pitando al día siguiente. Sí, este machito se merecía una lección inolvidable.
—Qué guapo estás, Álex .
Jorge se puso en pie y acarició su rostro con ternura y facilidad, puesto que el esclavo seguía arrodillado.
En ese momento el chico comprendió con sorpresa que Jorge no era indiferente a la belleza masculina. Una oleada interior de la rabia más intensa lo poseyó; supo que Jorge era uno más, uno de esos maricas asquerosos, un enfermo, un pervertido. Una sensación de asco y náuseas intensas se extendió por todo su ser; el soma controlaba sus actos externos, pero era perfectamente capaz de razonar y sentir libremente. Por primera vez en su vida otro hombre lo estaba tocando por placer… tenía que detenerlo, tenía que evitar que siguiera adelante. Pero quien estaba ahí era su Amo, su dueño, era su deseo, y también sintió la una pulsión enorme para satisfacer a Jorge tanto como fuera posible y a costa de cualquier sacrificio. Sin embargo, aún el soma no había tomado el control de todas sus células.
—Ma.. ri.. cón… mari… cónma… ri… cóóóóóón —logró decir mientras trataba de incorporarse.
Jorge al principio tuvo algo de miedo, pero sabía en el peor de los casos podía llamar a alguien y seguro que le ayudarían a él y no a Álex. Y además era evidente que los ímprobos esfuerzos del joven no estaban funcionando, apenas si había logrado apartar un poquito la cara y subir una rodilla, pero no parecía capaz de conseguir nada más. El tiempo iba a favor de sus deseos, el soma se extendería más y más. Además, recordó que la mayor obediencia se conseguía con órdenes directas, y eso justamente es lo que pensaba comprobar.
—Ponte de pie, esclavo.
Automáticamente Álex lo hizo, con la respuesta consabida.
—Sí Amo.
—Voy a tocarte. No muevas ni un músculo, esclavo.
—Sí Amo, soy tuyo, te pertenezco. Tócame como desees.
Demasiado fácil. A ver qué podía hacer…
—Esclavo, quiero que sientas toda la rabia y la indignación del momento, que la dejes salir en tu rostro, en tu cara, pero solo eso, que manifiestes tus sentimientos y sensaciones, pero sin dejar de complacerme.
—Sí Amo.
Jorge quería tantear la situación, no fuera a ser que de algún modo un estallido de voluntad rompiera el efecto del soma. Primero acarició el rostro de Álex, y comprobó que él mismo se inclinaba para facilitarlo, ya que era mucho más alto. Luego le acarició los pezones, e incluso se los pellizcó. Realmente tenía unos músculos firmes, torneados, trabajados sin duda en el gimnasio, pero a la vez consecuencia de una predisposición natural; y todo eso estaba ahí, a su disposición. Puso su mano en el paquete, y trató de sobarle los huevos; blandamente el esclavo separó un poco las piernas para que su amo pudiera hacerlo con toda comodidad. El calor viril de Álex traspasaba la fina tela. Jorge los apretó bastante, pero el chico no se inmutó. Pensó en su culo y lo palpó con ambas manos. Era duro y apetecible. Se puso detrás de él y se empinó un poco para arrimarle el paquete, frotando su erección contra él. Casi estuvo a punto de correrse solo con eso. El chico lloraba, o más exacto sería decir que dejaba escapar lágrimas, pero por lo demás parecía incluso relajado. En esa incómoda postura, con el paquete incrustado en el culo de Álex, acarició los músculos de los brazos y finalmente sobó su pecho desnudo, tanteando hasta encontrar los pezones; los pellizcó todo lo fuerte que pudo. Álex en ese momento era un trozo de carne sumisa. La polla de Jorge latía dentro del pantalón, y se dejó llevar por la intensidad del momento, inundado del olor dulce y salado de Álex, con sus manos torturando los pezones de ese pecho inmenso.
—Di que eres maricón, pedazo de cabrón.
—Sí, Amo. Soy maricón.
Por primera vez desde hacía muchos años Jorge se corrió sin tocarse la polla.
3. Puesta a punto
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