Mercancía Humana en Oaxaca, México

Mercancía humana

En un rincón olvidado de las montañas de Oaxaca, había un pueblo que no figuraba en los mapas. Su nombre era un susurro en las sombras de la ciudad más cercana. A veces, los aldeanos llegaban con productos exóticos, pieles y frutas silvestres, pero lo que pocos sabían era que el verdadero comercio del pueblo estaba en lo que no mostraban: personas.

Juanito, un joven de apenas 20 años, había decidido salir de la ciudad en busca de aventuras y tranquilidad. Sus estudios en la universidad lo habían mantenido ocupado, y el estrés de la vida diaria lo empujó a emprender un viaje solo, a explorar paisajes tranquilos y desconectar de la rutina. Se había enterado por un foro en línea de una pequeña villa en las montañas donde el tiempo parecía haberse detenido, perfecto para un descanso. Sin pensarlo mucho, alquiló una pequeña cabaña en las afueras del misterioso pueblo.

Los primeros días fueron apacibles. Juanito caminaba por los senderos, disfrutando del aire puro y las vistas impresionantes. Los aldeanos lo observaban desde lejos, sus miradas frías y calculadoras, pero él no les prestó mucha atención, asumiendo que no estaban acostumbrados a los forasteros. Una tarde, mientras paseaba por los caminos empedrados, notó a una niña que lo observaba con ojos grandes y vidriosos. La pequeña se le acercó, susurrando apenas: "No deberías estar aquí. Te están observando". Antes de que Juanito pudiera preguntar, la niña desapareció en la bruma que comenzaba a caer sobre el pueblo.

Esa noche, mientras intentaba dormir, Juanito escuchó pasos fuera de su cabaña. Pensó que eran animales, pero los ruidos eran demasiado pesados, humanos. De repente, la puerta se abrió con un crujido. Intentó moverse, gritar, pero algo lo sujetaba desde la oscuridad. Lo llevaron a rastras, su mente nublada por el terror y la confusión. Cuando despertó, estaba en una habitación subterránea, oscura y húmeda. A su alrededor, otras personas enjauladas como animales. Los gemidos y llantos llenaban el aire.

Entre las sombras, un hombre con una máscara de cuero viejo lo observaba. No hablaba, pero su presencia era abrumadora. —Tienes suerte —dijo una mujer a su lado, su rostro demacrado por la desesperación—. Algunos no sobreviven tanto tiempo. Nos venden, nos intercambian como mercancía. Juanito intentó comprender, pero la realidad era peor que cualquier pesadilla. En ese pueblo, las personas desaparecían sin dejar rastro, vendidas como objetos.

Días después, la puerta del sótano se abrió de nuevo. Juanito fue sacado a la fuerza, sus gritos resonando por los túneles. Lo llevaron al borde del pueblo, donde una camioneta esperaba. Allí estaba el comprador, un hombre de traje pulcro, hablando con uno de los aldeanos como si estuvieran cerrando un negocio cualquiera.

El comprador se acercó a Juanito, su mirada fría y calculadora. Lo inspeccionó como si fuera un animal, examinando su cuerpo y su rostro. De repente, lo jaló del cabello, obligándolo a mirarlo a los ojos.

—Eres fuerte —dijo el comprador, su voz desprovista de emoción—. Serás útil en mi finca.

Juanito intentó hablar, pero el comprador lo calló con dos bofetadas. Luego, le escupió en el rostro.

—No eres nada —dijo—. Solo una herramienta para mi beneficio.

Juanito se sintió humillado y aterrorizado. Supo que su destino era ser usado como esclavo, privado de su libertad y su dignidad.

La camioneta arrancó, llevándose no solo a Juanito, sino también su esperanza, su vida y su libertad. Nadie volvería a buscarlo.