Mercancía Humana en Oaxaca, México Parte 2

La camioneta se detuvo en una finca isolada. Juanito fue sacado a la fuerza y llevado por el patrón, el mismo hombre de traje pulcro que lo había comprado.

—Este es mi nuevo sirviente —dijo el patrón, mirando a Juanito con desdén—. Lo usaré para todo.

Juanito fue llevado a un establo, donde le pusieron un arnés y una carga pesada en la espalda. Pero pronto se dio cuenta de que la carga más pesada sería el propio patrón.

—Cargarás conmigo —dijo el patrón, subiéndose a la espalda de Juanito—. Eres fuerte, ¿verdad?

Juanito se sintió humillado y dolorido. El peso del patrón era crushing, y sus hombros y espalda gritaban de dolor.

—¡Caminamos! —gritó el patrón, golpeando a Juanito con un látigo—. ¡No te atreves a fallarme!

Juanito comenzó a caminar, con el patrón sobre su espalda. Sentía que se estaba convirtiendo en una bestia de carga, un objeto sin dignidad ni respeto.

—¡Más rápido! —gritó el patrón—. ¡No te pagues!

Juanito aceleró el ritmo, sudando y jadeando. Su cuerpo estaba agotado, pero su espíritu aún resistía.

—No soy un animal —se dijo a sí mismo—. Soy Juanito. Soy una persona.

Pero la realidad era cruel. Era un esclavo, un objeto para ser usado y desechado.

La noche cayó sobre la finca, y Juanito se derrumbó en el establo, exhausto y dolorido. Su destino parecía sellado, pero aún conservaba la esperanza de escapar, de recuperar su libertad y su dignidad.

Después de meses de trabajo forzado, Juanito se había convertido en una herramienta más de la finca. Los hijos del patrón, dos jóvenes de 15 y 17 años, habían comenzado a interesarse en él.

—¡Vamos a jugar con el esclavo! —gritaba el mayor.

Juanito se estremecía al escuchar esas palabras. Sabía que significaban horas de humillación y dolor.

Los jóvenes lo obligaban a hacer trucos ridículos, como correr con una carga pesada, saltar como un mono o incluso luchar contra ellos. Juanito se sentía como un juguete roto, sin dignidad ni respeto.

—¡Haz que te arrodilles! —gritaba el menor.

Juanito se arrodillaba, sintiendo la vergüenza y la rabia crecer en su interior.

—¡Haz que te arrastres! —gritaba el mayor.

Juanito se arrastraba por el suelo, sintiendo el polvo y la tierra en su rostro.

Los jóvenes se reían, disfrutando de su poder sobre él. Juanito se sentía como un objeto, sin alma ni corazón.

Pero en medio de la humillación, Juanito encontraba momentos de resistencia. Miraba a los jóvenes con desdén, recordándoles que era una persona, no un juguete.

—No soy un animal —se decía a sí mismo—. Soy Juanito. Soy una persona.

Y con esa chispa de dignidad, Juanito seguía adelante, soportando el dolor y la humillación, esperando un día encontrar la libertad.