Viernes 19 de septiembre. 10,30 horas.
En la puerta de la habitación del hotel se presentó un joven de aspecto servicial vestido con una túnica color celeste; era delgado y bien parecido, con una barba corta y cuidada de color negro, al igual que sus ojos. Lucía una graciosa melena que flotaba acompasadamente cuando caminaba o giraba la cabeza; llevaba una cartera grande que parecía pesada, y sonreía con afabilidad.
—Buenos días, elí. Me llamo Yusuf, he sido enviado por el Muy Alto Kamar Abumón para ayudarle en lo que necesite, en especial para gestionar y tramitar todo lo referente a su herencia y cambio de nacionalidad. Estoy a su servicio.
Jorge valoró la posibilidad de que se tratara de un esclavo, pero la desechó de inmediato, sin duda era algún tipo de funcionario de rango intermedio, juicio que era totalmente acertado.
—Buenos días —dijo desde la puerta—. ¿Es que todo el mundo sabe español perfectamente en este país? —no pudo menos que exclamar sonriendo.
—Muchas gracias por el cumplido, elí. En realidad nunca he salido de Ketirandia, pero en la escuela diplomática en la que me formé era imprescindible manejar varios idiomas, en mi caso el español fue uno de los que aprendí, y lo cierto es que lo empleo con alguna frecuencia en los tratos comerciales que realizamos.
Se estrecharon las manos y Jorge lo invitó a sentarse en el sitio que en otras ocasiones ocupaba Kamar. Hacía un par de horas que había desayunado, y el servicio de habitaciones ya había dejado todo en un estado impecable. Álex permanecía desnudo y hecho un ovillo al pie de la cama, dormido; esa habitación tenía la puerta cerrada. Jorge estaba duchado y en estado casi de plena euforia tras la noche pasada. Yusuf sacó un ordenador portátil y lo encendió. “No es ni Windows ni Linux”, —observó Jorge, que podía ver la pantalla porque Yusuf la había colocado de modo que ambos tuvieran un ángulo apropiado para ello.
—Bien, entiendo que hay tres tipos de cuestiones que es necesario abordar, elí. Por una parte está la tramitación de su ciudadanía ketirí, que conllevará la renuncia a su actual nacionalidad española; también tenemos que ocuparnos de cerrar todos los asuntos e intereses que tenga actualmente en España, por supuesto aplicando los criterios que usted desee, y finalmente realizar la tramitación de la herencia del Alto Benassur.
—¿No puedo conservar mi nacionalidad española?
—No existe un tratado de doble nacionalidad con España ni con ningún otro país. Sin duda usted conoce casos de ciudadanos que tienen dos o incluso más nacionalidades, por ejemplo la española y la de un país de Hispanoamérica; pero no esto no es aplicable en nuestro caso.
—Incluso sé de quienes tienen dos nacionalidades, por ejemplo la española y la estadounidense, y usan el pasaporte que más les conviene, y que yo sepa lo hacen sin aplicar ningún convenio de doble nacionalidad.
—Ah, ya, comprendo a lo que se refiere. En algunos casos, los estados no exigen activamente que los ciudadanos renuncien a su otra nacionalidad, o no verifican rigurosamente el cumplimiento de la renuncia; esto permite que algunas personas mantengan ambas nacionalidades de facto. En España aunque no exista un tratado de doble nacionalidad con un país la aplicación de la ley en cuanto a la renuncia de la otra ciudadanía no es estricta, y por eso ocurren casos como los que conoce; pero en cambio en Ketirandia sí somos muy escrupulosos con eso. Pero no se preocupe, elí, usted va a recibir un pasaporte de nivel diplomático, así que no solamente podrá viajar a cualquier país sino que por lo general será sin necesidad de visado y con trámites mucho más sencillos o inexistentes para su equipaje.
Jorge recordó lo que su amigo Miguel Ángel le contaba acerca de lo ventajoso que era disponer de pasaporte diplomático.
—Voy a necesitar avisar a gente, empezando por mi amigo el cónsul, y por supuesto a familia y amigos; no son muchos ni unos ni otros, la verdad, pero no quiero que se alarmen inútilmente.
Lo cierto es que cuando recibieron la noticia de que Jorge no pensaba regresar ninguno de ellos se interesó lo más mínimo por saber nada más; si acaso alguna sobrina pensó que ya sería casi imposible heredar el pequeño pisito madrileño de Jorge cuando este muriera, pero como no confiaba mucho en ello la realidad es que en poco tiempo Jorge y su recuerdo empezarían a borrarse con rapidez de la memoria de cuantos lo habían conocido, casi como si ya hubiera muerto. En cuanto a Miguel Ángel, el cónsul, más adelante mantendría una conversación telefónica con Jorge que le sirvió para poder acallar su conciencia y decirse a sí mismo que había actuado como un buen amigo. Al año siguiente se jubilaría, regresaría a España y de vez en cuando trataría de ponerse en contacto infructuosamente con Jorge para saber cómo había terminado la historia, pero con poco empeño e interés, hasta que se olvidó totalmente de él.
—Mire, elí, mediante esta declaración notarial autoriza a nuestra embajada para gestionar en su nombre cualquier cosa que pueda necesitar. Hemos abierto a su nombre una cuenta en nuestro Banco Central, y a ella transferiríamos lo obtenido por la venta de sus bienes, si es que quiere vender alguno.
“A ver si voy a ceder todo lo que tengo y luego lo pierdo, no hay ni herencia ni nada parecido y todo es un montaje para quitarme hasta el último euro” —pensó Jorge con alarma.
—No me siento cómodo dando un poder de gestión absoluto para que lo vendan todo y luego que el dinero se deposite en un banco con el que nunca he trabajado, se lo digo con sinceridad.
—No, elí, no es exactamente eso. Para empezar nuestra intención no es que venda sus bienes si no lo desea, sino que en caso de desear hacerlo no tenga que realizar desplazamientos indeseados y luego tramitar declaraciones de impuestos y demás; pero puede usted perfectamente mantener sus posesiones como hasta ahora, inmuebles, dinero en bancos y el resto de sus bienes; lo único es que ahora su situación fiscal cambiará en España, porque pasará a ser extranjero, pero eso no es problema. Por otra parte el personal que faculte solo podrá realizar operaciones que usted promueva y autorice, de ningún modo tendrá la capacidad de iniciar operaciones por sí mismo. Y finalmente, aunque hemos abierto una cuenta a su nombre en un banco ketirí esto no significa ninguna obligación de uso, puede usted trabajar con bancos de España o de cualquier país, aunque esto posiblemente le acarreará tener que pagar impuestos, pero es usted soberano en eso como en todo. En todo caso la cuenta a su nombre está abierta con un saldo de bienvenida aportado por el estado ketirí por valor de un talento, que como sin duda usted ya sabe equivale a mil doblones; al cambio algo más de ochenta mil euros.
Estas explicaciones terminaron por vencer la suspicacia de Jorge y, tras unos minutos de examinar documentos y firmarlos, todo estuvo convenientemente resuelto, así que guardó cuidadosamente copias de las autorizaciones, los recibos bancarios y una copia legalizada del testamento que lo convertía en heredero de Benassur.
—La semana próxima estará todo dispuesto, elí. En una pequeña ceremonia le haremos entrega del nuevo pasaporte y será así formalmente ciudadano del país.
—¿El mismo lunes?
—El domingo, elí, pasado mañana. En Ketirandia este es el primer día de la semana.
Jorge recordó vagamente que en su primera infancia había aprendido esa misma forma de numerar los días de la semana comenzando por el domingo, aunque al poco fue la del lunes la considerada por todos como primera jornada semanal.
—Disfrute del fin de semana, puede preguntar al personal de servicio por actividades que le puedan gustar. Tenemos un cine de libre entrada con los últimos estrenos internacionales; y el hotel dispone de piscinas, gimnasio, balneario de masajes… También puede pedir juguetes para disfrutar de su esclavo, bien en la habitación, bien en la sala de diversión, como prefiera.
“Tengo que investigar eso” —pensó Jorge sintiendo una erección creciente.
—Muy bien, señor Yusuf, me quedo tranquilo entonces. Una última cuestión: le dije al señor Kamar que me sería muy útil disponer de la ayuda de alguien a quien preguntar mis muchas dudas sobre mi nueva vida, alguien de confianza que me lo fuera explicando todo; ¿cree que esto sería posible?
—Tiene usted delante a esa persona, elí. Le ruego que no me llame “señor”, pues soy un funcionario a su servicio.
Se encaminaron hacia la puerta mientras Jorge seguía hablando.
—¿Cómo puedo localizarlo en caso necesario?
—Tengo entendido que el Muy Alto Kamar Abumón le facilitó a usted un teléfono; si necesita llamarme marque simplemente el número cero; le prometo que siempre estaré disponible y acudiré de inmediato a cualquier hora del día o de la noche, en este momento esta es mi única tarea.
—No dispongo de cargador para el teléfono y temo que se pueda descargar ¿puedo conseguir uno a través del personal del hotel?
Yusuf no pudo evitar una sonrisa y trató de no hablar en tono condescendiente a quien ahora era su jefe.
—Nuestros teléfonos no necesitan cargarse.
—¿Nunca? Eso va en contra de las leyes de la física…
—Tiene razón, por supuesto elí. Disponen de una gran capacidad de carga que les da una autonomía de semanas; pero el quid de la cuestión es que se recargan por inducción a partir de puntos regularmente distribuidos no solo en los edificios sino incluso en antenas al aire libre, esos serían los “cargadores”.
—¡Asombroso! Una patente así haría rico a cualquiera.
—En realidad es una tecnología que inventó Tesla, nosotros solo la hemos aplicado.
Y se marchó con una sonrisa.
Viernes, 19 de septiembre. 13,10 horas.
Jorge se alegró de quedarse solo. Ordenó una opípara comida: entremeses fríos y calientes, salmón a la plancha con patatas hervidas a la crema, macedonia de frutas y tarta helada. Finalizó con un café con leche y una copa de brandy. Pensó un poco con remordimiento en Álex, pero le pareció más práctico que ayunara, así que simplemente hizo que le suministraran agua. Le ordenó que acallara por completo cualquier gemido, vio con satisfacción que temblaba de miedo a los pies de la enorme cama y se acostó en ella con intención de dormir una siesta corta que se alargó más de dos horas.
Viernes, 19 de septiembre. 17,40 horas.
—¿Servicio de habitaciones? Por favor, necesito consultar algo. Me han hablado de unas “salas de diversiones”, quería información sobre ello.
—Claro, elí —contestó servicial la voz del otro lado del teléfono—. Si desea pasar un rato de intimidad, ejercicio y juego con su esclavo dispone de salas totalmente equipadas con lo necesario. ¿Desea hacer uso de una de ellas en este momento?
Jorge no quería dejar pasar la ocasión.
—Sí, sí, la verdad no he usado nunca una, querría probar.
—Son habitaciones con lo necesario para el uso de los esclavos. Disponen de juguetes sexuales, jaulas y dispositivos de disciplina, así como estación de limpieza para el esclavo, todo en perfecto estado de higiene. También hay un pequeño bufé y lechos cómodos. Si lo desea puede solicitar también la presencia de personal de limpieza, castigo y disciplina, ¿le enviamos alguno, elí?
Jorge pensaba a toda velocidad mientras dentro de él pugnaban el deseo, la curiosidad, su antigua moral y la vergüenza.
—Sí, creo que será ideal si me ayuda alguien, más que nada para que me oriente, supongo que luego puede dejarnos solos.
—Naturalmente, elí, puede quedar a solas con su esclavo en el momento en que lo desee. Entonces si le parece bien lo que haremos es enviar al vilicus a su habitación para que le acompañe a la sala de diversiones para que le explique lo que desee y lo despida cuando considere.
—¿A quién? —preguntó con perplejidad Jorge.
—Disculpe elí, a la persona que le decía, el encargado de la limpieza, disciplina y obediencia. No se preocupe, será alguien apropiado.
—Ah claro, sí, sí, muy bien entonces, aquí lo espero.
Jorge sintió que el corazón le latía fuertemente, estaba muy nervioso. Se acercó a Álex.
—En pie, esclavo.
El ruso obedeció asintiendo con humildad. Seguía desnudo.
—Ponte un albornoz. Ahora va a venir personal del hotel y vamos a ir a otro lugar; pórtate bien y obedece también lo que te ordene el personal del hotel, ¿entendido?
—Sí, Amo, como tú ordenes Amo.
Tras unos veinte minutos que fueron larguísimos para Jorge se presentó en su habitación un empleado del hotel con aire de estar en apuros.
—Disculpe la tardanza, elí, ya que en este momento no tenemos disponible a ningún vilicus que hable español—. Jorge empezó a arrepentirse de esta petición y pensó que podía probar a ir solo a ese sitio que parecía tan tentador; el empleado siguió hablando—. Pero ya vuela desde Alfar uno que lo habla bien y que se pondrá a sus órdenes de inmediato.
—¿Y cuándo llegará?
—Calculamos que no antes de las nueve de la noche, elí. Puede usted naturalmente usar la sala a su antojo mientras tanto, o bien esperar su llegada. Tal vez podría usted cenar tranquilamente y tras hacerlo es seguro que ya se pondría a su servicio.
“Eso será sin duda lo mejor” —pensó Jorge—.
—De acuerdo, voy a dar un paseo o mejor a nadar un rato, luego cenaré y si para entonces ha llegado ya esa persona pues iremos a la sala de diversiones.
El empleado dio un involuntario respingo que no se le escapó a Jorge.
—¿He dicho algo inconveniente? —quiso saber.
—No, elí. Es solamente que no se trata de una persona, nuestros vilicus son esclavos del Estado, a disposición de cualquier elí.
“Así que voy a conocer un esclavo de verdad” —pensó mientras su curiosidad crecía al par que también un cierto temor—. “A ver si no meto la pata” —era su preocupación.
—Seguiré su consejo. Voy a ponerme el bañador, ¿dónde está la piscina?
—En el piso doce, elí, es la terraza. Tiene a su disposición toallas allí mismo si lo desea.
—Perfecto, luego subiré. Ah, otra cosa. ¿Pueden dar de comer mientras a mi esclavo? Pero me gustaría que no le quedaran residuos sólidos.
—¿Desea que sea por vía parenteral entonces? ¿o solo agua?
—¿Cuánto se tarda en lo primero?
—Una media hora todo lo más, cuarenta minutos si desea una ración extra grande. Para cuando baje de la piscina ya lo habremos hecho, no le molestaremos lo más mínimo.
Jorge sabía que Álex obedecería al personal del hotel.
—Háganlo así entonces, con extra grande.
Se puso el bañador y subió en ascensor hasta la terraza. Una piscina que parecía salida de una serie de televisión o de una revista de decoración para casas de lujo ocupaba buena parte de la planta. Estaba totalmente desierta, salvo una camarera uniformada junto a un carrito de bebidas; también estaban bien a mano una pila de toallas impolutamente blancas. Dejó el albornoz que vestía en una tumbona y comprobó que la temperatura del agua era perfecta, como todo en ese hotel. Dejó pasar el tiempo, y cuando había pasado un buen rato tras la puesta de sol se secó perezosamente, volvió a la habitación y cenó con apetito. Álex seguía a los pies de la cama, aunque una marca entre el hombro y el cuello señalaba que se le había suministrado alimento y soma.
Viernes, 19 de septiembre. 22,40 horas.
El sonido de llamada de la puerta de la habitación era muy melodioso, tres notas de vibráfono que formaban un acorde menor con un volumen moderado pero perfectamente audible. Cuando Jorge abrió se encontró con que el empleado del hotel con el que habló la última vez ahora estaba acompañado de un hombre alto que vestía una túnica parda ceñida a la cintura y sandalias; su cráneo estaba totalmente afeitado y parecía desviar la mirada, que mantenía baja. Al verlo se evocaba casi de inmediato la idea de un monje.
—Elí, este es el vilicus que había solicitado. Si necesita algo más por favor no dude en pedirlo —dijo mientras sonreía y se retiraba inclinando graciosamente la cabeza a modo de despedida.
—Estoy a tu servicio, Amo —se apresuró a decir el otro hombre mientras se arrodilló frente a Jorge y le besó suavemente los pies, o mejor sería decir que besó las pantuflas que en este momento llevaba.
Jorge se puso colorado como un tomate y desde su posición observó que el limpio cogote del desconocido lucía un tatuaje con una letra K mayúscula inscrita en un círculo.
—Levanta —acertó a decir cuando comprendió que el beso no iba a terminar nunca si él no le ponía fin—. Vamos a la sala de diversiones, ¿no? ¿sabes dónde está?
—Sí Amo, claro Amo, nos han asignado la sala principal de la planta, Amo. Si me permites ir delante puedo guiarte, Amo; ordena a tu esclavo doméstico que nos siga, Amo —dijo el hombre hablando con una corrección que no ocultaba un marcado acento que Jorge no identificó.
Jorge ordenó a Álex, vestido con un albornoz como única prenda que los siguiera, mientras avanzaron por el pasillo e hicieron un par de giros. Finalmente el improvisado guía se detuvo frente a una puerta roja mayor que las demás que tenía como único distintivo un dibujo de tres llamas negras.
—Amo, tienes que meter tu llave.
Jorge supuso con razón que se refería a la tarjeta de su habitación; la introdujo en una ranura junto a un picaporte muy similar a la de su cuarto. Un pequeño led de color verde y un leve chasquido indicaron que el mecanismo de bloqueo estaba liberado; el esclavo tatuado devolvió la tarjeta a Jorge y abrió la puerta con la costumbre de quien sabe que es él quien debe hacerlo antes de que el amo pueda molestarse, aunque tuvo buen cuidado de ofrecer el paso pegándose todo lo posible a la pared y al tiempo manteniendo abierta la hoja para que Jorge entrase cómodamente; tras él lo hizo Álex, y finalmente quedaron los tres en el interior de la habitación; estaban por fin en la famosa sala de diversiones.
La estancia era bastante grande, mediría sus buenos cincuenta metros cuadrados, y aunque en su mayor parte era diáfana se adivinaban varios cuartos separados con tabiques que no llegaban hasta el techo, el cual por cierto era más alto que el de la habitación y estaría a cuatro metros del suelo o incluso algo más. Un recubrimiento especial acolchaba las paredes, de modo que la estancia resultaba estar totalmente insonorizada. En cuanto entraron la habitación se iluminó, sin duda algún tipo de sensor se encargaba de ello; quedaron a la vista una gran variedad de postes, cruces, cadenas y otros elementos que parecían muy prometedores y sugerentes. Con toda natural y ausencia absoluta de cualquier pudor el vilicus se quitó la túnica y el calzado que llevaba y quedó totalmente desnudo ante Jorge, salvo por un minúsculo taparrabos sujeto por apenas un hilo imposible de entrever. Mientras se estaba despojando de la ropa Jorge acertó a sentarse en un sillón que había en el centro de la habitación sobre una tarima. Era de cuero negro, muy cómodo, y podía girarse en cualquier dirección. Nada más sentarse recibió de nuevo la pleitesía del esclavo que acaba de conocer:
—Soy tu esclavo, mi Amo —dijo besando de nuevo sus pies. Álex por su parte seguía en pie, con el albornoz puesto y la mirada baja y totalmente ausente.
—Suficiente, esclavo, quiero hablar contigo.
—Sí Amo, dijo mientras quedó arrodillado y con la mirada baja, esperando órdenes.
—¿Tienes nombre, esclavo?
—Sí Amo —respondió con una leve sonrisa de satisfacción —. Me llamo Konto.
—¿Y a quién perteneces?
—Te sirvo a ti, Amo, ordena y obedezco.
—Pero me han dicho que eres esclavo del Estado, o algo así, ¿no es cierto?
—Es cierto, Amo, perdona si no te he contestado correctamente. Soy un esclavo público, cualquier amo puede reclamar mis servicios. Me han ordenado que te sirva hoy o hasta que me despidas.
—¿Quién te lo ha ordenado?
—Mi capataz, Amo. No sé su nombre, Amo.
—¿Qué edad tienes? ¿Desde cuándo eres esclavo?
—Tengo treinta y cuatro años, Amo. Nací esclavo.
Jorge tenía la impresión de que ese esclavo solo contestaba preguntas directas, y que se le iba a hacer difícil una conversación de la que sacar toda la información que necesitaba, así que empezó a tantear opciones; después de todo pensó que estaba con dos esclavos, que él era el amo y que hiciera lo que hiciera nadie le iba a poder reprochar nada.
—Esclavo, ¿puedes conversar conmigo más libremente, haciéndome preguntas si es necesario? Me resultaría más sencillo así.
—Sí Amo. He sido instruido para poder conversar con los amos si se me requería una forma libre de conversación.
Por la forma de expresarse era evidente que Konto era una persona con cierta formación, aparte de que sabía español, que no era su lengua materna.
—¿Todos los esclavos de Ketirandia son como tú? ¿Instruidos?
—No Amo. Yo soy un vilicus, y eso me concede el inmenso honor de tratar directamente con los amos. He recibido un entrenamiento muy especial para ello, por eso tengo nombre y sé hablar español, Amo.
— ¿Hay alguna orden mía que no aceptarías, esclavo?
—Te obedeceré en todo Amo.
— ¿En todo? ¿Y si te digo que te mates por ejemplo o que mates a alguien, sea quien sea?
—Te obedecería sin dudarlo, Amo —dijo Konto con una seguridad pasmosa.
—¿Por qué?
Konto no pensó ni un instante la respuesta. —Porque soy tu esclavo, mi Amo—. “Así de sencillo”, pensó Jorge. Empezaba a darse cuenta de lo que significaba ser un amo, y quiso ir disfrutando de ello.
—Hazme una exhibición de tu cuerpo y tus músculos desnudo por completo, esclavo.
—Sí Amo.
Como si hubiera sabido de antemano la orden que iba a recibir Konto se quitó de inmediato el pequeño taparrabos y empezó a marcar todos sus músculos con intensidad, flexionando cada parte de su cuerpo. Jorge no necesitó hacerle indicaciones para que se fuera girando, separara sus nalgas dejando a la vista su esfínter anal, sus axilas, el interior de su boca, su pene, mientras también dejaba patente su gran flexibilidad, abdominales marcados, brazos y piernas muy fuertes. En realidad Konto no era muy atractivo desde el punto de vista Jorge, su rostro duro y cuerpo quizá demasiado largo y con bastantes cicatrices le quitaban bastante encanto, aunque sin duda su físico era excelente, y tal vez con quince años menos sí hubiera resultado una belleza de su gusto.
También se dio cuenta de varias particularidades; tenía unas gruesas anillas en los pezones que parecían de acero, y carecía de testículos, aunque no se apreciaba ninguna cicatriz genital, por lo que pensó que podía ser uno de esos casos en los que de forma natural estos quedan en el interior del cuerpo salvo que se operen para devolverlos a su posición anatómica. Tampoco había rastro alguno de vello, ni siquiera cejas, lo que efectivamente le daba un aspecto parecido a un maniquí de escaparate.
—Suficiente, esclavo. ¿Por qué no tienes testículos?
Konto le contestaba siempre con la mirada en el suelo. —Me los extirparon de niño, Amo.
—¿Todos los esclavos están castrados en Ketirandia?
—No Amo. Espero que mi carencia no sea un inconveniente para ti, mi Amo —contestó con tristeza.
Jorge cambió a otro tema que le interesaba.
—¿Qué puedo hacer aquí para divertirme?
—Lo que desees Amo.
—Vamos, esclavo, tengo aquí a mi esclavo doméstico. No conozco las costumbres locales. Te he dicho que me hables con más confianza, no me estás ayudando, esclavo.
A pesar de que esta frase era relativamente inocente el efecto sobre Konto fue enorme, pues se asustó hasta el punto de temblar.
—Perdona mi Amo, soy el peor de los esclavos, merezco tu castigo, mi Amo. En estas sala puedes divertirte sexualmente con tu esclavo doméstico, yo te lo puedo preparar y limpiar si lo necesitas.
—Eso ya lo hago en mi habitación a solas con él, no veo la diferencia.
—Tienes razón, Amo. También puedes gozar haciendo que lo azote, o le aplique cualquier castigo. Puedes marcarlo, ponerle herrajes, divertirte con sus gritos si eso te gusta. También puedo cortarle cualquier parte del cuerpo si lo deseas, o hacerle trabajar los músculos, o podemos luchar, a muerte si lo ordenas, Amo. Podemos darte servicio sexual los dos, o tener sexo bajo tus órdenes entre nosotros dos. Todo lo que se te ocurra y que pueda darte placer, Amo.
—¿Cuál es tu especialidad, esclavo, en qué eres bueno?
—Aplico los castigos con habilidad, Amo. Me suelen usar para eso.
—Me gustaría ver cómo azotas a mi esclavo. Prepara una sesión.
—Sí Amo.
Konto se dirigió hacia Álex, le quitó el albornoz sin miramientos y le sujetó cada muñeca con una argolla que colgaba de una cadena; Álex se dejaba hacer pero temblaba de miedo. Con presteza tensó cada cadena de modo que el desdichado quedó colgado de modo que los dedos de los pies quedaban apenas dos centímetros por encima del suelo; Álex intentó tensar sus músculos, lo que le hizo elevarse ligeramente, pero el dolor y el esfuerzo le hicieron ceder y dejarse caer inerte, volviendo de nuevo a flotar apenas por encima del parqué de madera.
—¿Con qué deseas que lo azote, Amo?
—Muéstrame las opciones.
—Sí Amo —contestó Konto mientras corría a buscar los útiles que iba a mostrar—. Este es el látigo trenzado, muy usado. Como ves es de cuero, flexible y muy fino. Según como se use puede dejar marcas permanentes o no, rasgar la piel haciendo que sangre o solo causar dolor.
—¿El dolor depende de que se haga marcas o sangre?
—No exactamente, Amo. Si se hace sangrar se causa siempre daño, pero puede provocarse mucho dolor sin romper la piel más que en la superficie. Eso puede conseguirse haciendo que el látigo se enrolle en el cuerpo del esclavo y en el momento justo tirar con fuerza de él, eso produce un roce muy intenso pero por lo general la piel no se rompe, aunque si se sigue durante horas termina por haber heridas, Amo.
—¿Cómo puedes saberlo? Tal vez hay esclavos que gritan mucho aunque el dolor no sea tan grande.
—Ciertamente, Amo, pero todo vilicus ha tenido que probar cada instrumento de disciplina antes de usarlo, así se conoce bien cómo usarlo.
—¿A ti te han azotado con este látigo?
—Sí, Amo, con este y con todos los demás. Cada cinco años hay una puesta a punto en la que se nos aplican todos los castigos, la próxima mía será en unos meses, Amo. Y estoy deseando recibirla.
—¿Te gusta ser azotado? ¿Te gustaría que yo te azotase?
Konto se arrodilló y besó los pies de Jorge.
—No soy digno de ese honor, Amo. Si quieres que me azoten ordena a tu esclavo doméstigo que lo haga, Amo.
Jorge estaba impresionado, pero quiso comprobar por sí mismo este ofrecimiento.
—Voy a azotarte, esclavo. No será necesario encadenarte, solo van a ser unos latigazos de prueba. Dame el látigo y túmbate boca abajo, esclavo.
—Sí Amo, gracias Amo.
El esclavo se tumbó a los pies de Jorge, con los brazos en cruz y las piernas abiertas, dejando entrever su pene entre ellas; previamente había dejado amorosamente el látigo en las manos del amo. Jorge se puso en pie y agarró el látigo, que era más ligero de lo que pensaba. Se alejó unos pasos para tener una buena distancia, ya medía casi dos metros; trató de familiarizarse con él, haciéndolo ondear, pero sin duda lo manejaba con mucha torpeza. La punta era más pesada y gruesa que el resto, y se concentró en intentar dirigirla contra cualquier parte de la anatomía del esclavo que yacía en el suelo: un blanco fácil. Tras dos o tres intentos tímidos finalmente el látigo acertó a dar en una pierna a Koldo.
—¡Uno Amo, gracias Amo! —se escuchó decir al esclavo con un timbre de voz que casi parecía jubiloso.
Jorge usó toda su fuerza y atinó a darle en el ambos carrillos del culo. De inmediato notó que la carne se había abierto y salía sangre, lo que no se esperaba.
—¡Dos Amo, gracias Amo!
Uno más contra la espalda, que quedó marcada pero no sangrando.
—¡Tres Amo, gracias Amo!
—En pie, esclavo —dijo Jorge mientras devolvía el látigo y notaba una fuerte erección, que llenó de alegría y emoción al esclavo cuando la vio.
—Amo, Amo, muchas gracias Amo, nunca me había azotado un amo.
—Bien esclavo, estoy satisfecho, ahora comprendo mejor este instrumento. Creo que no es necesario que por ahora me enseñes nada más, si acaso será más adelante. ¿Cuánto tiempo puedes azotar a Álex sin que pierda el conocimiento?
—¿Deseas que sangre, Amo?
—Sí. Quiero que le quede alguna marca, pero no todos los latigazos para siempre, sino solo una en cada zona: pecho, espalda y culo. Y que sea azotado todo el tiempo posible.
—Amo, tenemos mucho tiempo. Como me has ordenado hablarte con libertad te recomendaría que lo azotaras durante una hora por todo el cuerpo, sin romper su piel, y al finalizar le lanzaría estos tres latigazos que me has dicho, Amo. Mientras tanto iría recorriendo su cuerpo con todo detenimiento, golpeando con más cuidado las zonas sensibles, es decir, pezones y testículos, y con más fuerza en pecho, espalda, culo y piernas. ¿Quieres que empiece por alguna parte en especial, Amo? ¿Le azoto también el rostro, Amo?
—Empieza por el pecho, esclavo. No le azotes la cara, pero quiero que sienta un dolor intenso.
—Sí, Amo.
Álex era perfectamente consciente de todas las instrucciones.
—Amo, ¿tu esclavo ha sido azotado anteriormente de modo profesional?
—No.
—Va a gritar mucho, la primera vez es especial. Y es posible que tenga que hacer algún descanso, no por mí sino por él, para que no se desvanezca, aunque si lo hace tengo los medios para reanimarlo y seguir, incluso se le puede inyectar adrenalina si es necesario.
—Procede pero hazlo de una vez, esclavo.
—Perdona Amo, serás obedecido, soy tu esclavo.
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