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14. Consejo de Estado

Escrito por: amomadrid8

Miércoles, 24 de septiembre. 9,00 horas.

El Consejo de Estado era el órgano supremo del poder del país, lo más parecido a un gobierno, y los asistentes eran los equivalentes ketiríes de los ministros de otros países. Su componentes los señores y señoras de las diez haciendas del país, seis de ellas situadas en Alfar y cuatro en Betia y por tanto seis eran hombres y cuatro mujeres; este reparto desequilibrado llevaba siglos siendo así, de modo que con criterios modernos podría llamar la atención que solamente cuatro de las diez consejerías fueran desempeñadas por mujeres, pero en cambio hacía no muchas décadas justamente lo que sorprendía es que hubiera mujeres poderosas expresándose y tomando decisiones, aunque fueran solamente cuatro de diez. Habitualmente el consejo se reunía en Bisinia, la capital del país, que administrativamente estaba dentro de la hacienda de Kamar. Hoy se iba a celebrar una reunión informativa, y por cuestiones de agenda estaban presentes únicamente los varones, aunque las mujeres consejeras serían informadas tras finalizar el encuentro mediante un correo especial.

Kamar Abumón se puso en pie para tomar la palabra. En la habitación circular los otros cinco hombres aguardaban con interés sentados alrededor de la mesa y no podían disimular del todo su impaciencia. Habían sido convocados con urgencia y todos eran conscientes de que posiblemente escucharían noticias importantes.

—Me he reunido con el heredero del difunto Benassur. Y debo confesar que estoy bastante perplejo; o es un mentiroso excelente o todo lo que aparenta ser es cierto.

Un murmullo de desaprobación y desconcierto creció entre los presentes, que no obstante se acalló para poder seguir escuchando lo que Kamar tuviera que decir.

—Como sabéis, hermanos, el esclavo con el que se presentó en la aduana era un espía ruso. En cambio él carecía de antecedentes de interés: un oscuro profesor español de clase media baja que viaja frecuentemente al extranjero pero siempre en circuitos familiares y turísticos. Aparentemente el encuentro con el ruso y por tanto su relación fue casual. Y su homosexualidad está bien contrastada.

—¿Cómo conoció al espía? —preguntó uno de los cinco.

—No lo sabemos con seguridad. El ruso estaba próximo a caer en nuestras manos, tenía una patrulla de mercenarios somalíes a punto de capturarlo para entregárnoslo, pero desapareció poco menos que en sus narices; creemos que Jorge Rojo, (ahora Jorge Tharakos, ya os lo explicaré), lo recogió por azar mientras viajaba hasta Sunrut.

—Demasiada casualidad, ¿no te parece, Kamar? —dijo con suspicacia otro asistente.

—Sí, a mí también me lo pareció, por supuesto. Pero lo que no tenía sentido es que lo llevara como quien dice a la boca del lobo, pues nos lo sirvió en bandeja al meterlo por el puesto fronterizo.

—Es cierto, eso no se comprende —reconoció quien había hecho la objeción—. A no ser que pensara que no lo íbamos a detectar.

—Además, no solo no se ha opuesto a que el ruso sea sometido con soma, sino que ahora lo usa con crueldad; de hecho le ha provocado varias marcas permanentes.

—¡Vaya, qué extraordinario! Pero todo podría formar parte de un intento desesperado de conseguir que nos traguemos una mentira —terció un nuevo asistente, que no había hablado hasta el momento.

—Podría ser, podría ser —concedió Kamar—. No obstante mi intuición me dice que ese no es el caso. Aunque por supuesto tengo todas las alertas encendidas sigo pensando que no nos engaña.

—¿Ha estado alguna vez en Israel? —preguntó el que había hablado primero.

—No, ni siquiera como turista. Le interesa la cultura sefardita, (que es la de los judíos que fueron expulsados de España hace quinientos años), pero poco más. Hasta donde hemos podido averiguar no ha hablado con un judío en toda su vida.

—¿Cuál es su comportamiento en Tauride? ¿Cómo lleva su nueva vida? No hace falta que os explique lo que pasaría si por un casual perdiéramos la producción de ketirita —apostilló un nuevo interlocutor.

—Parece un niño con un juguete nuevo. Está deslumbrado por su nueva riqueza, se le nota en el brillo de la mirada. Lo tengo bien cubierto, puedes estar tranquilo, Kyrios.

—¿A quién tienes para controlarlo? —preguntó este a Kamar.

—A Yusuf ben Gamir.

—¿El secretario de Benassur? —quiso saber Kyrios.

—Exactamente. Nadie como él está al tanto de la hacienda, y su fidelidad queda fuera de duda. Está pegado a Jorge todo el tiempo, de hecho ya es también su nuevo secretario. Veremos qué pasos da, y si hace algo sospechoso enseguida lo sabremos.

—Realmente no comprendo por qué Benassur no ahijó a Yusuf; estaba decidido a hacerlo, él mismo me lo dijo unas semanas antes de morir —confesó Kyrios —. ¿No habría sido mejor nombrarlo a él señor de Gurión impidiendo que un extranjero se adueñe de una parte de Ketiris?

—Pensé en esa posibilidad, creo que todos contábamos con ello —concedió Kamar—; nadie como yo desea que lo nuestro esté siempre en nuestras manos, lejos de deseos foráneos, pero Benassur fue muy concienzudo con su testamento, poco antes de morir sustituyó el antiguo, lo cambió por uno nuevo y se aseguró al máximo de su legalización. Cuando se abrió su legado comprobamos no solo que en él no adopta a Yusuf en calidad de hijo sino que lo excluye por completo, mientras que incluso se acuerda de todos los miembros del Consejo y de muchos empleados suyos; en cambio el nombre de Yusuf ben Gamir está ausente por completo. Estipuló que podría heredarlo un extranjero que se presentara con un esclavo real, aunque yo creo que nunca sospechó que finalmente aparecería uno, así que pensaría que sería el Estado quien se hiciera cargo de sus bienes. Esto sin duda tenía ventajas, pero también era un elemento de disensión, ¿o vamos a negar que poseer sus minas de Tauride nos apetecía a todos?

Los asistentes callaron y en su fuero interno dieron la razón a Kamar; un reparto de los bienes de Benassur habría abierto no pocas heridas y disensiones, lo sabían bien.

—Tal vez Benassur chocheaba —agregó Kyrios con pesa-dumbre mientras bajaba la mirada y sacudía la cabeza.

—No lo creo el absoluto. Y aunque así fuera no tenemos más opción que cumplir su testamento.

Poco a poco los ánimos se fueron calmando, los reunidos empezaron a confiar en las palabras de Kamar sobre la falta de doblez de Jorge, y decidieron concederle al menos un margen de tiempo y confianza.

—Naturalmente, de acuerdo entonces. Pero creo que no deberíamos ser tan ilusos como para darle asiento en el Consejo de Estado, no al menos mientras no hayamos encontrado a los espías.

Quien así había hablado era el único que aún no había tomado la palabra en la reunión; se trataba del más anciano de los asistentes, un hombre de poca estatura, muy delgado, de pelo y barba totalmente canos y unos ojos negros que parecían desprender chispas cuando hablaba. Vestía una túnica roja muy sencilla y babuchas del mismo color; también un gracioso gorro cilíndrico de color dorado. Todos lo escucharon con respeto.

—Tú sabes que su título como señor de una hacienda le da silla en el Consejo, Mario. Pero él no la va a reclamar, ni siquiera sabe que existimos; y si algún día se sienta aquí será porque no haya peligro en ello, descuida —le tranquilizó Kamar.

—¿Y dijiste que ahora se llama “Tharakos”? ¿Es que conoce nuestro idioma?

—No, Mario; le sugerí que cambiara su apellido, porque el que tiene ahora es español y sería horrible como nombre de hacienda; y yo le ayudé con la traducción para que eligiera un nuevo nombre y símbolo; su librea es naranja y turquesa, y su símbolo un dragón, claro está.

—Parece que por lo menos este Jorge es un hombre de gusto —reconoció Mario—. Así que ahora la hacienda Gurión es la hacienda Tharakos… naturalmente, naturalmente. Hacía mucho tiempo que no teníamos un cambio de nombre en una hacienda, yo que soy el mayor ahora que falta Benassur no lo he llegado a conocer.

—He pensado eso mismo y consultado los anales —explicó Kamar—. En 1812 Sarda Tugs, señora de hacienda, murió sin ahijadas ni testamento, y el Consejo eligió a Eliya Carta como nueva dueña de la misma; a partir de entonces la hacienda Tugs se llamó hacienda Carta, tal y como la conocemos ahora.

Se produjo una pausa. Kamar tomó la palabra de nuevo.

—¿Hemos tenido alguna novedad sobre los espías, Mario?

—No, hace casi un mes desde la última incidencia en la interferencia. Como sabéis fue algo casi desastroso: se desactivó toda la barrera y sufrimos un barrido con drones espía; tardamos dos horas en reanudar el servicio, entonces automáticamente los drones que nos estaban espiando cayeron a tierra y fueron contrarrestados por los servicios de Lakua, bendita mujer.

—No puedo evitar pensar que tienen ayuda desde dentro, es imposible que nos puedan golpear así sin apoyo de algún traidor —se quejó Kamar.

—Sabes que lo hemos discutido mil veces. Benassur siempre se opuso a esa idea; no: nuestro control es férreo, absoluto, sin fisuras. Naturalmente están utilizando algoritmos de “fuerza bruta”… y a veces han tenido suerte. Pero siempre vamos no uno, sino muchos pasos por delante de ellos.

—Sí, no somos un enemigo fácil, pero cada vez surgen más amenazas. Como sabéis las nuevas técnicas de inteligencia artificial son progresivamente más temibles y sofisticadas; nosotros mismos las empleamos con eficacia —dijo uno de los que había hablado antes.

—Pero no es sencillo usarlas en nuestra contra, Peyo —terció Kamar—; para que sean efectivas precisan usar cantidades enormes de datos, y justamente esa es nuestra principal protección: carecen de ellos.

—Por ahora —concedió Peyo.

—En resumen —quiso recalcar Kamar para ir finalizando la reunión—; Jorge está siendo estrechamente vigilado por Yusuf, y cualquier paso en falso le seía fatal. Las brechas de nuestra seguridad están cerradas y nuestras protecciones se han reforzado; no ha habido ninguna pérdida irreparable y seguimos manteniendo ciegos a nuestros enemigos.

Sin más ceremonia la reunión finalizó con una sensación generalizada de que todo marchaba razonablemente bien; pronto la realidad se encargaría de deshacer esta creencia.

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