Todavía con la cabeza explotándome por lo recientemente vivido en la terraza al aire libre, y una vez mi paquete estuvo sobradamente familiarizado con las caricias y manipulaciones de G, me tocó llevarle a cenar a un restaurante cercano de Chueca donde, salvo dos mesas, el resto estaban ocupadas por otras parejas de chicos.
G me permitió no tener que sacarme la fina chaqueta que me cubría el croptop, y por lo demás, la cena discurrió con normalidad. G me preguntó sobre mis gustos, aficiones, me contó detalles de sus relaciones. Todo tranquilo. Aparte de que G decidió por mí lo que tomé (una ensalada), y de que, por supuesto, me tocó invitarle, describiría la cena como lo más parecido a una cita de “first dates”. Eso al menos pensaría quien nos viera desde fuera. A mí me sirvió para relajarme bastante.
Al terminar, G ordenó dirigirnos a un bar de copas cercano. Creo recordar que se llamaba Lakama, y estaba bastante lleno para tratarse de una noche entre semana. El bar era gay, se veía claramente en los pósteres de publicidad, aunque por lo poco que me atreví a mirar a la entrada que no fuera el suelo (yo iba muerto de vergüenza), había un poco de todo, y bastantes chicas… eso sí, en un ambiente muy joven (20-30 años).
G parecía haber estado antes en el local porque me dirigió directamente al piso de arriba por unas estrechas escaleras y sonrió cuando vio que el extremo más alejado de la entrada, la esquina de una especie de largo sofá con mesas delante, estaba vacía.
-“Siéntate ahí, heterito, y ponte cómodo”- me dijo, indicándome el extremo más alejado del sofá, en un rincón que ya hacía esquina con la pared.
Él se sentó a mi lado. En su otro lado un grupo de cinco chicos y chicas se agrupaban alrededor de una de las mesas y a juzgar con el número de copas vacías y lo animado de su conversación, llevaban allí un largo rato. Fuera de ellos, y por la disposición del rincón, quedábamos poco expuestos al resto del local.
Mi cerebro procesaba todo esto con temor, pero G no me dio demasiado tiempo para pensar. Después de la “cena romántica”, G volvía a ser el dominante que conocía y me fascinaba.
Sin preguntarme tomó la carta y pidió a un camarero que se acercó dos cócteles iguales con vodka y otros líquidos de colores.
Después, mirando el reloj, me pasó la mano por la nuca y me atrajo hacia él, obligándome a mirarlo fijamente. Estábamos sentados uno al lado del otro muy pegados, nuestros muslos tocándose.
-“Falta algo más de una hora para el punto de no retorno. Aunque tengo claro qué es lo que vas a decidir, vamos a hacer que antes te quede un buen recuerdo de este sitio, ¿no?”.
Rojo de vergüenza, asentí.
-“No pongas esa cara, si sé que lo estás deseando, necesitas esto… ¿a qué sí?.
Me cogió la cara de la barbilla, y como si fuera el muñeco de un ventrílocuo, me hizo asentir, en un gesto extrañamente humillante que hizo despertar otra vez a mi rabo.
-“Genial, estamos de acuerdo, pues nada, relájate y disfruta, sólo has de preocuparte de una cosa: obedecer lo que diga sin pensar. Compórtate como lo que eres: mi himbo favorito”.
Esta frase fue lo que mi rabo necesitó para ponerse de nuevo en pie de guerra. G me había explicado el significado de este concepto y me parecía que difícilmente se podía encontrar un calificativo más humillante para mi caso.
Y difícilmente la realidad de lo que pasó durante la siguiente hora se ajustaría mejor a ningún otro concepto diferente al de "himbo". Obedecí cada orden, cada indicación, sin cuestionar, sin pensar… puse mi físico a disposición de G, consciente de estar en un sitio público, consciente de lo que proyectaba con mi comportamiento a todo el que pudo prestarnos una mínima atención, pero como si todo eso quedara en un segundo plano, como la melodía amortiguada de un piano con sordina, y donde mi atención estaba solamente volcada en cada palabra que salía de su boca, como un autómata sin cerebro propio ni voluntad.
Nos enrollamos, siempre siguiendo sus indicaciones, aprovechando la privacidad de nuestra posición. G nos tapaba con su espalda de nuestros vecinos, y yo quedaba sin embargo más expuesto. Me ordenó sacarme la chaqueta, desabrocharme los botones de mi bragueta para dejar mi paquete accesible, me ordenó desabrochar la suya, me ordenó tocar y acariciar su rabo, duro como un hierro, por encima de la fina licra de sus slips (que por cierto eran míos)... Nos abrazamos y nos besamos, siempre al ritmo que él marcaba, nos acariciamos... A ratos mis manos debían estar debajo de mi culo mis muslos abiertos y expuestos y dejarle hacer, y a ratos me tocaba a mí sobarle a él. Bebí mi copa y parte de la suya, a la velocidad que me indicó, y solo cuando me lo indicó, y el efecto desinhibidor del alcohol fue el catalizador que me ayudó a seguir sus instrucciones al pie de la letra todo ese rato, más de una hora.
G iba mirando el reloj y yo sabía por qué. Según hablado varias veces y pactado previamente, se acercaba la hora donde G iba a dejarme tomar la única decisión que se me permitía tomar esa noche:
Podía poner fin a nuestro encuentro, acompañarle al hotel, y despedirnos en el vestíbulo, o podíamos alargar por dos horas su poder de dominación sobre mí, pero en ese caso debía estar dispuesto a ceder en uno de mis límites fundamentales hasta la fecha: ser su esclavo entre cuatro paredes y sin testigos, en la habitación del hotel, y con las reglas pactadas.
Todas las veces que hablábamos de ello planeando nuestro encuentro yo me había debatido entre el morbo de ceder y la racionalidad de mantenerme firme, y finalmente G me había propuesto posponer la decisión al momento de conocernos y haber pasado unas horas juntos como su esclavo, lo cual había aceptado.
Y en eso estábamos.
Ahora G me ofrecía la opción más humillante: aceptar expresa y voluntariamente ir un paso más allá en la dominación. Y lo hacía astutamente conocedor de que el momento de tomar la decisión no podía ser más favorable a sus intereses: conmigo totalmente rendido a él.
-"Heterito, llega la hora, qué me dices… ¿seguimos o quieres que te libere y te vuelves a tu triste y aburrida vida de hetero?."
Mi mente era un torbellino. Podía ser libre, decir que no, y todo quedaría pronto en un recuerdo... al fin y al cabo, no había transgredido nada que considerara sustancial a mi condición sexual.
Mi cerebro me gritaba que esa era la única decisión racional y en cambio mi boca no acertaba a articular el monosílabo.
-“No quiero seguir, quiero dejarlo aquí…"- como en un sueño mi mente lo gritaba, pero en cambio ningún sonido salía de mis labios.
-“Quiero seguir en el hotel”.
¡Dios! ¿Había sido yo el que había dicho yo? ¿En voz alta?.
Pronto me di cuenta de que sí, porque a G se le iluminó la cara y no pudo ocultar una sonrisa de oreja a oreja. Me cogió la cabeza, acariciándola como haces con un perro.
-"¡Buen heterito valiente! ¡Sí señor! Estoy orgulloso de ti… ¿te acuerdas a lo que te estás comprometiendo verdad? No habrá vuelta atrás, voy a ser inflexible en que cumplas todo lo hablado."
Asentí rojo de la vergüenza, y G hizo que nos levantáramos, me ordenó pagar y salimos para el hotel.
Tuve que caminar por la calle con la chaqueta en la mano, a medianoche y solamente llevando el croptop que algunos habéis visto por varias calles de Chueca, ante las miradas, algunas curiosas y otras lujuriosas.
Mi mente de todas formas estaba lejos… ¿Por qué había aceptado? ¿Por qué estaba tan enfermo? ¿Qué me empujaba a meterme en semejante lío? Maldije mi naturaleza de sumiso docenas de veces en el breve paseo hasta que entramos en el hotel.
En el vestíbulo, con el croptop, sin atreverme a mirar a la recepción, seguí a G hasta el ascensor.
Tal debía ser mi cara una vez dentro del ascensor que, cogiéndome de la cintura, me atrajo hacia él y me besó con fuerza y pasión.
-“No te preocupes, no va a pasar nada que no desees”.
Sus palabras tuvieron un efecto tranquilizador y entramos en su cuarto.
El ruido de la puerta al cerrarse tuvo el efecto en mi mente de una trampa mortal que se cierra para no poder abrirse más.
G se sentó en la butaca que había en una de las esquinas se descalzó, y se despatarró poniéndose cómodo. Yo me quedé de pie, nervioso, sin atreverme a moverme ni a hablar durante unos segundos que se me hicieron eternos.
Me atreví a mirarle a la cara. Jamás vi una cara que mezclara mejor satisfacción y deseo.
-“Heterito, empecemos. Quítate la ropa, muy despacio y sensual, hasta quedarte solo con el suspensorio. Y mírame a los ojos, nada de mirar al suelo… ¡Vamos!.”
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