Lo sucedido en la hacienda de Asier, en Betia, dejó a Jorge con una extraña sensación de vértigo. Todo avanzaba demasiado rápido. No hacía ni un mes que había puesto un pie en aquel país y, sin embargo, su vida se había trastocado por completo. Había pasado de ser un profesor español recién jubilado, con una existencia predecible y ordenada, a convertirse en el dueño absoluto de una gran hacienda, con hombres y tierras bajo su mandato.
Los días de abstinencia forzada, de noches solitarias y fantasías sin desahogo, parecían ahora el recuerdo de otra vida. Álex estaba siempre disponible, siempre listo para su placer. Y Jorge no tardó en descubrir lo deliciosas que eran sus caricias, lo exquisita que resultaba la sumisión de su boca, lo irresistible la dulzura de sus besos. Se lo follaba cuando quería, sin restricciones ni límites.
Pero lo que más le sorprendía no era eso. Era la facilidad con la que se había entregado a un poder que antes solo había imaginado. Durante años, había considerado el mundo del BDSM como una fantasía lejana, un juego imposible, condenado a explorarlo solo a través de foros y relatos en la pantalla de un ordenador. Y ahora… ahora ordenaba castigos reales. No figurados, no pactados. Reales. Se había acostumbrado al sonido del látigo, a la visión de cuerpos tensos por el dolor, a la obediencia sin peros.
Y lo mejor de todo… es que le gustaba.
No obstante, algo lo inquietaba. Había muchas cosas que debía aclarar con Yusuf. Lo que le había dicho a Lakua era cierto: en su presencia sentía una tensión constante, una incomodidad sorda que no sabía a qué atribuir. No era miedo ni desconfianza del todo, pero había algo en él que le erizaba la piel. Sin embargo, su papel era crucial, y Jorge no podía permitirse prescindir de su consejo.
Lo mandó llamar y esperó en la habitación que solía usar como despacho, una estancia sobria pero cómoda, conectada directamente con su alcoba. Desde hacía una semana había ordenado recibir algunos diarios impresos; aunque las noticias llegaban con un día de retraso, le servían para mantenerse informado. Al principio pidió una gran variedad, pero pronto se cansó de tanta hojarasca irrelevante. Ahora solo conservaba El País y Le Monde, suficiente para no perder la perspectiva global. Hojeaba perezosamente el primero cuando Yusuf apareció en la puerta, con su habitual sonrisa afable.
—Buenos días, elí —saludó con amabilidad.
—Buenos días, Yusuf. Siéntate, por favor. ¿Un té?
—Se lo agradezco, elí, pero acabo de desayunar. ¿Está recibiendo la prensa a tiempo? ¿Quiere que haga algún ajuste?
—No, no, todo está en orden. Te he llamado por otra razón. Necesito información, y estoy seguro de que tú puedes dármela.
Jorge dejó el periódico sobre la mesa y lo miró fijamente.
—En nuestra visita Lakua me ha puesto al tanto de muchas cosas —prosiguió, con un tono más seco—. Algunas tan importantes como el hecho de que los israelíes conspiran contra nosotros. De eso no me habías dicho nada, y estoy seguro de que lo sabías.
La sonrisa de Yusuf se desvaneció por un instante, dejando paso a un rictus tenso. Pero se recuperó rápido.
—Hace unas semanas sufrimos un ataque —dijo, midiendo las palabras—. Ahora sabemos que los israelíes estaban detrás, aunque no estamos seguros de si actuaban en interés propio o siguiendo órdenes de otros. Puede ser Israel. Puede ser Estados Unidos. Ambos desean la ketirita, y la desean con urgencia.
Jorge asintió en silencio. Había más cosas que debía discutir con Yusuf, más revelaciones que Lakua había deslizado con la precisión de un cirujano. Ella intuía que había un traidor, alguien que filtraba información a los enemigos del país. Lakua confiaba en Yusuf sin reservas, pero él no estaba tan seguro. Decidió, sin embargo, guardarse esa inquietud para otro momento.
—Y nosotros… —dijo, con un leve suspiro—. Yo soy el responsable de la mayor parte de la producción del mineral. Aún no he ido a la cantera, pero creo que debo verla y conocer a sus responsables. ¿Está lejos de aquí?
—A una cierta distancia, elí, unos veinte kilómetros.
—¿Y cómo llegaré hasta allí? Ya sabes que no sé montar a caballo, ni pienso aprender hoy.
—Tiene varias opciones, elí. Puede ir en coche, si lo prefiere. Pero como la distancia no es tan grande, también podría viajar en litera, aunque el trayecto le llevaría varias horas de ida y vuelta. Otra opción es la calesa.
—Imagino que la calesa es una carreta, ¿no?
—Sí, elí. Su ventaja es que es mucho más cómoda que la litera. Puede ser tirada por caballos, mulas o brutos.
Jorge entrecerró los ojos, intrigado.
—Eso suena más interesante. ¿Cuántos brutos pueden tirar de ella? ¿A qué velocidad? Supongo que no más de diez kilómetros por hora.
Yusuf esbozó una sonrisa.
—Se pueden enganchar hasta dieciséis brutos, elí. Y su velocidad puede ser al menos el doble de lo que imagina, el trayecto lo pueden hacer en menos de una hora, si son azotados apropiadamente.
—¿Es posible?
—Sí, elí. De hecho, pueden alcanzar los veinticinco o incluso treinta kilómetros por hora en ráfagas cortas. Pero mantienen una velocidad constante de veinte kilómetros por hora de forma sostenida. Viajar con brutos es más rápido que con caballos y, desde luego, mucho más que con mulas.
Jorge sonrió con expectación.
—Asombroso. Ya estoy deseando probarlo. Aunque… no sé si yo mismo sabría conducir la calesa.
—Eso lo hará un vilicus, elí. Manejar un tiro de brutos requiere práctica, y sobre todo saber usar el látigo largo; es tarea para un esclavo.
Jorge dejó caer la cabeza sobre el respaldo de su sillón y esbozó una sonrisa lenta y calculadora. La idea de una calesa arrastrada por dieciséis cuerpos sometidos al látigo tenía un atractivo innegable, como una danza de sufrimiento perfectamente orquestada.
—Perfecto —murmuró—. Prepáralo todo, iremos nada más comer.
—Como ordenes, elí.
La cantera de ketirita se extendía al sur de las tierras de Tharakos, cerca del límite con las haciendas Ngué y Uriel. Cuando Jorge decidió partir hacia la explotación minera, encontró que un carruaje de cuatro ruedas ya lo aguardaba, listo para la marcha. Era un vehículo robusto, de madera oscura, con una capota que resguardaba un interior amplio, suficiente para acomodar cómodamente a dos viajeros. En el exterior, un estrecho banco permitía que el conductor manejara las riendas con precisión.
Los mismos dieciséis esclavos que habían cargado su litera en la visita a la casa de Asier ahora estaban uncidos al carruaje mediante un ingenioso sistema de cadenas que apresaba sus cuellos y muñecas, pero dejaba sus piernas libres para impulsarse con fuerza. Sus hombros aún mostraban las profundas marcas del esfuerzo anterior, oscurecidas por hematomas violáceos. Iban completamente desnudos, con restrictores genitales y enjaezados con los colores anaranjado y turquesa de la hacienda. Jorge los observó con satisfacción: la disciplina había cincelado sus cuerpos en un espectáculo de vigor y sumisión.
A su lado, el vilicus aguardaba de rodillas junto a la cabina. A su alcance, descansaba un látigo desmesuradamente largo, cuya sola presencia prometía un viaje tan eficiente como entretenido.
Yusuf saludó a Jorge con una inclinación de cabeza, ya montado en su caballo. Jorge subió al vehículo, notando al sentarse la sorprendente comodidad del asiento, el vilicus se sentó en el banquillo y tomó las riendas. La posición elevada del amo le otorgaba una vista perfecta no solo de los esclavos de tiro, sino también del vilicus que, erguido, aguardaba órdenes. Yusuf se situó al lado de la calesa.
—Elí, fíjese que tiene un botón a la derecha de su asiento —dijo, señalando un círculo rojo de madera casi del tamaño de un puño, que sobresalía en el extremo lateral del banco interior.
Jorge observó el objeto, curioso, esperando la explicación.
—Es un estimulador, elí. Si lo pulsa, los restrictores genitales de los esclavos se activarán, provocando una ligera descarga. Ellos la sentirán como una leve presión, un estímulo que les indica que deben esforzarse más. El vilicus, sin embargo, experimentará una sensación mucho más intensa, un chispazo que le hará comprender que debe aumentar la velocidad.
Jorge sonrió, como un niño con un juguete nuevo.
—¿Puedo probarlo ahora? —preguntó con una mezcla de entusiasmo y algo de timidez.
—Por supuesto, elí. Usted es el dueño —respondió Yusuf con una ligera inclinación de cabeza.
Jorge, con una sensación de nerviosismo, apretó el botón suavemente con la palma de la mano. Un leve timbre resonó seguido de un chasquido eléctrico. Los esclavos uncidos no se movieron, pero el vilicus se sacudió ligeramente, un gesto que denotaba la fuerza del estímulo.
—Muy bien, elí —comentó Yusuf, observando atento.
—No veo cables conectados a los restrictores —dijo Jorge, intrigado—. ¿Cómo es posible?
—La tecnología es más simple de lo que parece —explicó Yusuf—. El mando del zayak responde a la presión y al tiempo que se ejerza. Cuanto más fuerte se presione, mayor será la descarga. Y la intensidad se mantendrá mientras no se libere el botón.
Jorge asintió, pensativo, antes de preguntar:
—¿Puede llegar a hacer daño severo a los esclavos?
—No, elí. Está calibrado para que incluso a máxima intensidad no cause daños graves. El vilicus y los brutos pueden soportarlo sin sufrir efectos perjudiciales —respondió Yusuf con calma, sabiendo lo que Jorge buscaba confirmar.
—¿Y el dispositivo se llama... zayak? —preguntó Jorge, repitiendo la palabra con una ligera sonrisa.
—Así es, elí; zayak puede traducirse como “estimulador”.
—Me gusta. Zayak tiene un buen sonido.
Y, sin esperar más, Jorge apretó el botón con firmeza. El timbre sonó nuevamente, seguido del grito simultáneo de los esclavos y el vilicus, este último intentando en vano mantener la compostura, pero evidenciando el dolor de la descarga. Jorge observó la escena, complacido con el resultado, su rostro iluminado por una sonrisa de satisfacción.
—Comprendido —dijo Jorge, asentando la espalda contra el acolchado del asiento, disfrutando de la sensación de poder que emanaba de cada acción que tomaba—. Bueno, salgamos ya.
El látigo restalló en el aire y los esclavos no necesitaron otra orden para ponerse en marcha. Los músculos de sus piernas se tensaron, sus torsos desnudos se inclinaron hacia adelante, y la calesa se deslizó sobre el camino con un vaivén rítmico. Jorge sintió el tirón de la salida en su espalda y se acomodó con placer en el asiento acolchado, disfrutando del espectáculo que se desplegaba ante él.
Tal como Yusuf había prometido, el vehículo avanzaba con rapidez sorprendente. Bajo el sol abrasador, el sudor empezaba a perlar los cuerpos de los brutos, resbalando en finos hilos por sus hombros, su espalda y el valle de sus espinas dorsales. Jorge bebió un sorbo de agua de limón y pasó la lengua por sus labios, con la mirada fija en la coreografía de músculos que se tensaban y soltaban con cada zancada. El vilicus, desde su asiento, dirigía el tiro con seguridad, limitándose a lanzar órdenes breves y tajantes que los esclavos obedecían de inmediato.
Jorge apoyó un codo en el reposabrazos y dejó que su mano resbalara perezosamente hasta el zayak. Lo acarició con la yema de los dedos antes de presionarlo. Un timbrazo rasgó el aire. Inmediatamente, el vilicus se incorporó y el látigo descendió con furia sobre las espaldas de los esclavos. Los cuerpos se sacudieron con un estremecimiento brutal, los jadeos se convirtieron en resoplidos y el paso se aceleró. Jorge sintió una punzada de deleite.
Pero no era suficiente.
Apretó el botón de nuevo, esta vez con más intensidad. Otro timbrazo, más largo, y el vilicus redobló la fuerza de los golpes. Los músculos de los brutos se tensaron al máximo, sus espaldas se arquearon y el chasquido de los azotes se mezcló con el sonido entrecortado de su respiración. Jorge se recostó con una sonrisa satisfecha, paladeando la escena, los culos musculosos por los que escurría la sangre y el sudor marcando sus fibras; la calesa volaba.
Minutos después el camino empezó a inclinarse y el carruaje se desaceleró inevitablemente. Los brutos inclinaban la cabeza, los tendones de su cuello se marcaban como cuerdas, sus piernas temblaban al empujar el suelo. La fatiga empezaba a notarse en sus cuerpos, en el temblor de sus pantorrillas, en el brillo de su piel enrojecida. Jorge esperó a que los jadeos se volvieran más audibles, más desesperados. Entonces, sin prisa, dejó caer la palma de la mano con fuerza sobre el zayak y mantuvo la presión.
El timbrazo fue agudo, casi desesperado.
El vilicus gritó sintiendo arder sus genitales y alzó el látigo con ambas manos antes de descargarlo con furia inusitada sobre los brutos. Un coro de gemidos y gritos se alzó en el aire. Sus piernas flaquearon, pero empujaron con un último resto de energía, obligados por el dolor lacerante en sus espaldas y la punzada insoportable del zayak en sus ingles. Jorge exhaló despacio, hundiéndose más en su asiento, sintiendo una corriente cálida recorrerle el cuerpo. Olía a poder.
Yusuf lo miró de reojo y le dedicó una sonrisa cómplice. Jorge le devolvió el gesto y, por un momento, dejó que su dedo se apoyara de nuevo sobre el botón, disfrutando de la expectativa.
El día prometía ser magnífico.
No eran aún las cinco cuando la calesa atravesó un murete de piedras superpuestas y se deslizó sobre un suelo de losas perfectamente alineadas. La vibración del carruaje cambió de inmediato, dejando atrás la aspereza del camino de tierra para deslizarse con suavidad sobre la superficie bien pavimentada.
Jorge se incorporó ligeramente y observó a su alrededor. La plaza era amplia, sólida, construida con un propósito claro: imponer orden y disciplina. Pero lo que más llamó su atención fue la presencia de numerosos guardias apostados en puntos estratégicos, sus posturas rígidas y alertas. No eran esclavos, eso se veía de inmediato. Portaban armas automáticas con la familiaridad de quien las ha empuñado muchas veces, y sus uniformes oscuros contrastaban con la piel desnuda y sudorosa de los brutos aún encadenados a la calesa.
Jorge descendió con paso tranquilo, dejando que sus pasos resonaran con autoridad sobre la piedra. Apenas tocó tierra, sintió las miradas clavarse en él: los soldados lo escrutaban con la frialdad de quienes están entrenados para medir hombres y amenazas en un solo vistazo. No había servilismo en sus gestos, solo disciplina. Eran una fuerza distinta, separada de la masa de esclavos que jadeaban aún encadenados a la calesa.
Recordó lo que Yusuf le había contado sobre ellos. Soldados profesionales, reclutados a precio de oro, una maquinaria perfecta que devoraba fondos mes tras mes. Pero, ¿qué importaba? Mantenerlos era un lujo insignificante frente a la riqueza inagotable de la hacienda.
Un viento reseco barrió la plaza, alzando remolinos de polvo pálido que se mezclaban con el aroma ferroso de la cantera. Jorge inspiró hondo. Olía a piedra abierta, a sudor de esclavos, a cuero curtido y aceites. Sobre todo, a poder.
El repiqueteo constante del metal contra la piedra se elevaba en el aire, como una sinfonía brutal, monótona, interminable. Aquel ritmo incesante era el latido mismo de la explotación, un himno triste y glorioso a la vez, el eco de una servidumbre incansable. Jorge se detuvo un instante, dejándose envolver por el sonido. Después, esbozó una sonrisa y avanzó.
Un hombrecillo de aspecto insignificante se adelantó con rapidez y lo saludó con un respeto casi exagerado, inclinando la cabeza repetidas veces con una servidumbre que bordeaba lo teatral.
—Sharos, Tharakos —pronunció en cuanto le fue posible, con una voz aguda que apenas disimulaba un temblor contenido.
Junto a Jorge, Yusuf desmontó del caballo y se apresuró a susurrarle:
—Es el bactani de la cantera, elí. Como todos tus empleados de cierto nivel ha aprendido español.
Jorge lo miró un instante antes de responder. No era más que un engranaje menor en la vasta maquinaria de la hacienda, una pieza prescindible en caso de que fallara. Aun así, le devolvió el saludo ritual con las manos y le ofreció una sonrisa medida, lo justo para transmitirle la seguridad de que su existencia aún tenía valor, porque la explotación correcta del mineral era crucial para todos.
A pocos pasos de distancia, dos hombres aguardaban rígidos, con los brazos cruzados y la mirada baja. Vestían con una pulcritud inusual en aquel lugar donde todo parecía cubierto de polvo y sudor.
—Son los veterinarios, elí —aclaró Yusuf con tono neutro—. Se encargan de la salud y los cuidados de los esclavos.
Jorge observó sus rostros inexpresivos. No eran médicos, sino técnicos de una industria implacable, hombres que sabían hasta dónde podía forzarse un cuerpo sin que colapsara, que calculaban el equilibrio exacto entre agotamiento y supervivencia.
A los lados de la plaza se alzaban edificios de construcción apresurada, barracones de madera tosca ennegrecidos por el tiempo y el humo. Allí se apilaba la vida de los brutos, confinada en una rutina de trabajo extenuante, con pausas mínimas que apenas bastaban para la recuperación de sus cuerpos. No había nada más allá de eso. Ni descanso verdadero, ni esperanza. Solo días idénticos, monótonos, hasta que el desgaste los volvía inútiles.
El viento traía consigo un lejano eco de grilletes entrechocando y gemidos apagados, un murmullo constante que parecía formar parte misma del paisaje. Jorge aspiró el aire con deleite, percibiendo la mezcla metálica de polvo mineral, sudor y carne viva.
Junto a Yusuf recorrió el recinto, observando con interés el meticuloso proceso de extracción de la ketirita. En la ladera de la montaña, las galerías se abrían como las fauces de una bestia devorando la roca. No había refuerzos ni apuntalamientos: la dureza del material permitía que los túneles se sostuvieran por sí solos… salvo cuando no lo hacían. Los derrumbes eran inevitables, aunque rara vez motivo de preocupación; siempre había más esclavos para reemplazar a los que quedaban sepultados.
Fuera de las galerías, cuadrillas de brutos salvajemente desnudos, cubiertos de polvo y sudor, destrozaban las piedras extraídas con martillos de metal, golpeando con una cadencia rítmica y despiadada. Los fragmentos eran luego cribados mediante cedazos especiales que separaban las lascas de ketirita del desperdicio. Más allá, las máquinas rugían, procesando el mineral hasta conseguir extraer la ketirita pura.
Jorge comprobó satisfecho que todos los esclavos tenían cuerpos totalmente afeitados tras el duro tratamiento por electrolisis; los cráneos limpios y la ausencia total de vello así como su conformación tan atlética los hacía muy parecidos entre sí, algo que entusiasmó a su dueño, quien se felicitaba internamente por lo acertado de su decisión. Los esclavos trabajaban en turnos de cuatro horas, tras las cuales se les concedían dos horas de descanso, lo justo para permitirles ingerir sus pellets alimenticios y recuperar dormitando algo de energía antes de ser devueltos a la piedra; trabajaban por tanto dieciséis horas al día y se reponían durante ocho. La cantera siempre tenía esclavos en turno de trabajo que mantenían viva la actividad sin que hubiera un solo instante en que esta cesara, ni de día ni de noche. Los veterinarios se encargaban de suturar las heri-das más graves y determinar si alguno debía ser retirado del trabajo temporalmente, aunque aquello era raro: un bruto que aún podía respirar podía seguir trabajando.
Como aquellos esclavos habían sido adquiridos recientemente sus magníficos cuerpos estaban bastante intactos, aunque la mayoría aparecían cubiertos por una costra gruesa de polvo adherido al sudor y, en muchos casos, a la sangre seca. A pesar de ello, Jorge los encontraba bellos en su sufrimiento, en esa mezcla de resistencia y sumisión absoluta.
Sonrió, complacido. Acompañado de Yusuf y el bactani recorrió en poco tiempo el recinto, mientras escuchaba datos y cifras que en realidad no le interesaban: ya miraría los gráficos estadísticos más tarde, estaba seguro que con su formación científica captaría mucho mejor la información sobre un papel que con tanta verborrea. Pero a lo lejos la silueta de una enorme rueda de piedra vacía le llamó la atención.
—¿Qué es eso, Yusuf? —le preguntó mientras la señalaba con un gesto.
—Es la rueda del dolor, elí; hace algún tiempo que no se usa, pero se mantiene en buenas condiciones.
Jorge se dirigió a ella de inmediato. Cuando llegó examinó de cerca el artefacto: una enorme rueda de piedra atravesada por ocho grandes vigas colocadas a modo de radios que sobresalían de ella. Cada uno de estos vástagos tenía argollas para sujetar a dos esclavos por las muñecas. A esa hora un sol inclemente caía sobre el lugar. Yusuf y el bactani aguardaban atentos cualquier indicación de Jorge, quien preguntó a este último:
—¿Al mover la rueda se consigue algo práctico? ¿Tiene algún propósito?
Al empleado le costó un poco comprender la pregunta, era evidente que no conocía bien el español, pero Jorge quería saber la respuesta de sus labios; tras unos instantes respondió:
—No elí, solo dolor para tu poder y placer.
En ese momento el sonido de una especie de tuba marcaba un cambio de turno, una partida de esclavos agotados que habían estado picando piedras desde la mañana dejaba lugar a su relevo y se disponían a recibir pellets y reponerse antes de emprender su nuevo turno, deseosos de tener ahora las dos horas del descanso; el veterinario empezó a examinar a los esclavos salientes en su tenderete.
Jorge se encaminó a la chabola consciente del impacto que tendría allí su presencia. Efectivamente, en cuanto entró los esclavos de inmediato se hincaron de rodillas y doblaron la espalda hasta tocar el suelo con su frente; el silencio fue tan absoluto que se podía oír el vuelo de una mosca. A través de Yusuf ordenó que se pusieran en pie, serían unos treinta. De entre ellos seleccionó a los dieciséis que le parecieron más fuertes, aunque todos exhibían un enorme desarrollo muscular. Ordenó que los limpiaran a toda prisa y acudieran a la rueda sin los protectores genitales; él se adelantó y comprobó con agrado que habían colocado una tumbona a apenas un par de metros de la rueda, allí podría sin duda disfrutar del espectáculo.
El bactani dispuso de inmediato que un esclavo limpio sostuviera un enorme y pesado abanico que creaba una excelente sombra al tiempo que movía el aire; aunque pudiera parecer un ejercicio liviano el mover el mantener en vilo el vástago de madera y moverlo muy lentamente para dar sombra y crear una ligera corriente resultaba pronto una tarea pesada y dolorosa, y sus músculos se tensaban tanto y más que con prácticas que parecían más duras. Además se le había prohibido detenerse ni siquiera un instante, y mucho menos posar el palo en tierra para descansar.
El esclavo se sentía profundamente honrado y orgulloso de estar sirviendo directamente a su Amo, algo inimaginable para un simple bruto. Jorge le palpó los pectorales antes de acoplarse cómodamente en la tumbona; se entretuvo primero acariciando y luego golpeando los testículos y el pene del pobre esclavo, comprobando que continuaba impasible con su labor de proporcionarle aire fresco; incluso cuando le dio un tremendo puñetazo directo en sus huevos solo se encogió brevemente por un instante y lanzó una breve queja; pero prosiguió su labor impertérrito.
Al rato acudieron los esclavos, que liberados de la mugre tenían un aspecto impresionante. Mandó que les dijeran lo siguiente en su lengua: “El Amo Tharakos desea comprobar la resistencia de sus esclavos; pero os concede que elijáis entre ser encadenados en la rueda y azotados hasta el límite o regresar con el veterinario ahora. Besad su pie y marchad hacia el suplicio o volved de regreso a la tienda de descanso para que otro os sustituya.”
De inmediato todos se acercaron en fila y besaron el pie de Jorge, uno tras otro; y sin dudarlo se dirigieron a los mástiles de madera, colocando dóciles sus muñecas dentro de las argollas. Sus cuerpos desnudos brillaban bajo el terrible sol, pero la fuerte erección de Jorge se la provocó sobre todo esa actitud unánime que no esperaba. A una seña de Jorge un vilicus cerró los aros metálicos aprisionando las muñecas de los esclavos; le había ordenado azotar usando la máxima dureza, hiriendo la piel hasta que sangrara. Bajo los pies de los esclavos el suelo era de tierra sobre la que había esparcida una capa de gravilla fina de bordes afilados que se incrustaba en sus plantas endurecidas. Para iniciar el movimiento tendrían que hacer una enorme presión con los pies; pronto sangrarían también. Jorge dio con un gesto la orden de iniciar las vueltas y el látigo comenzó a azotar las espaldas de los esclavos más próximos al vilicus, que empujaron con ímpetu su viga para escapar del dolor; pero esto naturalmente lo que hizo fue dejar dos nuevas espaldas al alcance del cuero con púas. Todos trataban de evitar que sus carnes ardieran al rasgarse ejecutando una danza dolorosa en la que nadie se podía librar. Era una visión magnífica, los cuerpos sudorosos brillaban y los alaridos de dolor sucedían al chasquido del flagelo. Cuando ya habían dado unas cuantas vueltas Jorge llamó al bactani para darle nuevas órdenes.
—Llama a otro vilicus, que azoten los dos a la vez, quie-ro más velocidad en la rueda. Y que azoten los culos también, no solo las espaldas.
—Sí elí, como ordenes —dijo el hombrecillo.
Al poco se reanudaron las vueltas, incorporar otro látigo tuvo el efecto de que ciertamente los giros empezaron a ser más rápidos.
A los veinte minutos se produjo el desvanecimiento del primer esclavo. En la rueda todos sangraban abundantemente, e incluso los vilicus sudaban y jadeaban exhaustos; el olor del sudor y la sangre mezclados era espectacular y a Jorge le resultó muy excitante; pronto se empezaron a desvanecer algunos esclavos más, aunque trataban de reponerse.
Los culos tenían un color morado por efecto de los latigazos y la sangre, y los vilicus mantenían el castigo a todos, conscientes o desvanecidos. Cada esclavo que caía inerte suponía un peso muerto que arrastrar para sus compañeros y un empuje menor; Jorge empezó a hacer suposiciones sobre cuándo se detendría la rueda, cosa que ocurrió cuando ya se arrastraban seis esclavos y solo diez empujaban. Con la mole de piedra detenida los vilicus se ensañaron azotando solo a los que quedaban en pie y así consiguieron que la rueda arrancara y diera dos agónicas vueltas más, pero entonces cayeron dos esclavos más y Jorge comprendió que era imposible continuar. El amo dio orden de que llevaran todos al veterinario para que los re-cuperara si fuera posible, y los que no habían perdido el sentido besaron tambaleantes el pie del amo, y fueron aleccionados por el bactani para decir:
—Gracias Amo.
Era la primera vez que habían hablado y tocado a su Amo, y lo contaron siempre como algo terrible y memorable.
20. Cantera
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