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22. Dueño y señor

Escrito por: amomadrid8

Las primeras luces del alba se filtraban por los ventanales de la mansión, tiñendo de un pálido dorado las sábanas revueltas donde Jorge había pasado la noche en vela. Afuera, el mundo seguía girando con cruel indiferencia. Su imperio de ensueño se resquebrajaba, su dominio se desmoronaba y, con él, todas las promesas de un futuro dorado.

Había sido un iluso. Un idiota. Durante semanas se había embriagado con la sensación de poder, con el lujo, con la ilusión de que este paraíso era suyo. Pero el telón había bajado, y detrás de la fastuosa escenografía solo quedaban escombros. Con el fallo de la interferencia sus enemigos conocían todos los secretos de su mundo, y él, como una pieza de ajedrez mal colocada, podía ser barrido en cualquier momento.

Tal vez perdería incluso la vida.

Aquella idea le revolvía las entrañas. Había escuchado historias sobre lo que ocurría con los vencidos en estos juegos de poder. No iba a poder esfumarse discretamente con un kilo de oro en el bolsillo, no tenía a dónde huir, ni siquiera conservaba su nacionalidad española. Estaba atrapado. Todos aquellos que se habían despedido con efusividad la noche anterior, aquellos que habían mostrado una unidad conmovedora, lo habían dejado a un lado como si fuera un intruso, un usurpador condenado.

Pero con las luces del día, resolvió que no valía la pena darle tantas vueltas a las cosas. Todo se iba a terminar… o no. Era inútil torturarse con el cuándo o el cómo. Solo había una certeza: el presente. Y mientras tuviera presente, haría con él lo que le viniera en gana. Si tenía los días contados no iba a pasarlos temblando en un rincón; de hecho, nada ni nadie le impediría darse un último gusto. Se iría al mercado de esclavos y se llevaría unos cuantos; se los follaría esa misma mañana si le venía en gana. Seguro que entre jóvenes sumisos se le iban a levantar los ánimos.

Llamó a Yusuf después de desayunar.

—Que enganchen los esclavos a la calesa; salgo de inmediato a Tauride. Voy a comprar esclavos. Que me acompañe Eukario.

Su mayordomo inclinó la cabeza con la misma sumisión inquebrantable de siempre.

—Sí, elí, como ordene.

Mientras su empleado desaparecía para cumplir el encargo, Jorge contempló las hermosas cumbres que azulaban a lo lejos. Afuera, la brisa de la mañana acariciaba las palmeras y sus sombras alargadas se desdibujaban en la hierba. Inspiró hondo.

Sí. Aprovecharía el tiempo. Y lo haría a su manera.

Jorge se puso una túnica de lino finísimo naranja, una prenda tan liviana que apenas rozaba su piel. Se ceñía suavemente a su torso y, al caminar, se abría en sutiles ondulaciones; en sus pies, sandalias blancas de cuero abrazaban sus tobillos con elegancia; se miró en el gran espejo de su alcoba y se sintió atractivo. Había dormido poco, pero su fatiga se disipó en cuanto sintió la brisa matinal y contempló el espectáculo que lo aguardaba.

Frente a él, en la arena dorada, los esclavos aguardaban encadenados en dos filas de a ocho, con las muñecas unidas por gruesos grilletes de metal oscuro. Sus cuellos estaban ceñidos también con argollas de hierro, marcando su condición de posesión absoluta. El vilicus, postrado con la frente en el suelo, aguardaba las órdenes de su amo con la sumisión de un animal bien adiestrado.

Jorge avanzó con la lentitud de un rey que inspecciona su dominio. Sus ojos recorrieron cada centímetro de carne ofrecida ante él, deteniéndose en los detalles que hacían de aquellos cuerpos algo digno de su deseo. Todos eran jóvenes, de piel tersa y músculos trabajados. Sus torsos estaban marcados por el esfuerzo y la disciplina, con pectorales firmes que se elevaban y descendían al ritmo de su respiración agitada; sus abdómenes eran una sucesión de planos y relieves donde la luz jugaba, delineando cada fibra con precisión casi obscena.

Jorge alargó la mano y deslizó los dedos sobre la clavícula de uno de ellos, sintiendo el hueso bajo la piel, el ligero temblor que recorría su espalda ante el contacto. Siguió bajando por su pecho, explorando la dureza de los músculos, la suave curvatura de los pectorales y la leve resistencia de los pezones, erguidos por el frío de la mañana o quizás por la tensión de la sumisión.

Uno de los esclavos captó su atención por encima de los otros. Su cuerpo parecía esculpido por el más riguroso de los dioses, una armonía perfecta entre fuerza y belleza. Su cabeza afeitada relucía con el reflejo del sol, sus hombros eran anchos y su espalda se desplegaba en un abanico de músculos definidos, cruzados por cicatrices frescas. Jorge deslizó los dedos por aquellas marcas con un placer perverso, siguiendo cada línea con un detenimiento casi amoroso.

—Bellas cicatrices… —murmuró, más para sí mismo que para los demás.

El esclavo no osó levantar la vista, pero su respiración se volvió más densa, más audible.

Jorge tomó entre sus dedos uno de sus pezones y lo pellizcó con una presión medida, suficiente para hacer que el joven se estremeciera.

—Mmm… responde bien —comentó con diversión.

Dejó el pezón y continuó su exploración, recorriendo la curva de los dorsales, descendiendo por la cintura estrecha, hasta el punto donde la espalda se hundía en un surco. Sus manos se posaron en las nalgas firmes, amasándolas con lentitud, sintiendo la tersura de la piel y la fuerza contenida del hermoso trasero; lo azotó con una sonora palmada.

El esclavo apretó los labios, pero su cuerpo traicionó su contención con un leve arqueo, una mínima inclinación involuntaria hacia el tacto de su amo.

Jorge sonrió, complacido. Se incorporó y con un simple ademán indicó que era suficiente.

De un puntapié, ordenó al vilicus que subiera al pescante. Luego, con la misma calma indolente, ocupó su lugar en la calesa. Sus dedos jugaron con el borde del zayak antes de hundirlo con una pulsación fuerte y prolongada.

—¡Adelante!

El chasquido del látigo hendió el aire y la caravana partió hacia Tauride. Mientras la calesa avanzaba, Jorge se reclinó con indolente placer, dejando que el viento cálido se deslizara por su piel. La música de las cadenas y el sonido acompasado de los pies descalzos de sus esclavos le recordaban, con cada paso, que aún era dueño de algo hermoso en aquel mundo que se desmoronaba.

Ya en la ciudad y camino al bazok zunok, Jorge se abandonó al deleite de la escena que lo rodeaba. El bullicio de las calles le resultaba embriagador, una sinfonía de voces graves, risas roncas y el entrechocar de sandalias contra la piedra. La vida fluía con la despreocupada cadencia de un mercado en plena efervescencia, y todo parecía latir con una energía que solo los hombres podían insuflarle.

No se veía una sola mujer. Quizás hubiera alguna oculta en el interior de las casas, entre cortinas corridas y estancias vedadas al placer público, pero lo cierto era que a la vista todo pertenecía a los varones. Sus ojos vagaban por las pieles bronceadas, por los torsos desnudos de los trabajadores que transportaban mercancías, por los esclavos que aguardaban junto a los palanquines con la docilidad de bestias bien domadas. No podía imaginar algo más hermoso ni más perfecto.

La calesa avanzaba sobre el enlosado con alegre ligereza, adaptando su ritmo al tráfico de la ciudad. A su alrededor, carros tirados por robustos bueyes avanzaban con su parsimonia imperturbable, mientras esclavos desnudos conducían a pie pequeñas plataformas de carga. Jorge se permitió una sonrisa de satisfacción al ver cómo sus propios esclavos, los que tiraban de su vehículo, hundían los pies descalzos en la suciedad de la calle. La superficie de piedra estaba en su mayoría despejada gracias a la labor incansable de las brigadas de limpieza, pero la realidad de una urbe bulliciosa no podía ocultarse del todo: las boñigas de caballos y mulas, inevitables, formaban pequeñas trampas viscosas donde los pies resbalaban y se embadurnaban sin remedio.

El aire olía a especias y sudor, a cuero curtido y carne asada en los puestos de comida. Y, por encima de todo, flotaba el aroma penetrante de la mierda de caballo, un perfume orgánico e inconfundible que impregnaba cada rincón. Jorge, lejos de encontrarlo desagradable, lo consideraba parte del encanto de la ciudad, el sello de autenticidad de un mundo que aún no se había contaminado con el absurdo pudor de la asepsia.

Extrajo de su túnica un pañuelo finísimo impregnado en sándalo y lo llevó a su nariz, respirando con delectación. Sus labios se curvaron en una sonrisa indolente.

—Sí… —murmuró para sí mismo, sintiendo un placer inexplicable—. Todo es perfecto.

Y con esa certeza, continuó su avance hacia el bazok zunok, el corazón de la ciudad y la meta de su ansia. Lo recibió el mismo bactani de su primera visita; una figura pequeña y solícita, con su túnica impoluta y su servicial sonrisa que nunca parecía desvanecerse del todo. Era curioso cómo todo seguía igual cuando solo un soplo separaba a la civilización de su colapso absoluto. Pero la noticia del fallo de la anomalía aún no se conocía entre la población, y la vida en Tauride transcurría con la misma quietud ilusoria de siempre.

Sin embargo, Jorge sabía la verdad. Y eso hacía que el espectáculo de la ciudad, su orden y su aparente estabilidad, le resultara aún más delicioso. Caminaba por un mundo de hombres, un universo de piel desnuda y cuerpos sometidos, y dentro de poco iba a hacerse con lo que deseaba.

—Buenos días, elí —saludó el bactani con su pronunciación característica.

—Buenos días. Estoy interesado en comprar algún esclavo personal.

—Naturalmente, elí, naturalmente…

Jorge apenas le escuchaba. Sus ojos ya recorrían el camino que conocía de su primera visita. En aquel entonces, solo había explorado la primera de las cuatro secciones del mercado de esclavos personales. Ahora, quería verlas todas.

—Eukario, acompáñame. ¿Puedes encargarte de rematar las compras que te indique?

—Por supuesto, elí; tengo su autorización escrita para realizar todos los trámites. También me aseguraré de que los esclavos que compre sean llevados a la casa y presentados ante usted tal y como ha ordenado, convenientemente depilados.

Jorge sonrió. La obediencia eficaz de su intérprete era un placer en sí mismo. Pocas personas deambulaban por el bazok en ese momento, muchas menos que en la primera visita que Jorge realizó, lo que le resultó grato y cómodo.

Avanzó hacia la cuarta sección, donde solo encontró un par de esclavos cuarentones que apenas le merecieron una mirada. No tenían nada de interesante. Siguió hasta la sección tres, sin demasiadas expectativas, pero allí su atención se vio atrapada de inmediato.

A la venta se encontraba un esclavo de físico imponente. No tenía la belleza lánguida de un efebo, ni la delicadeza de un sumiso entrenado para el placer, pero había algo en su porte que cautivaba. Su aspecto era casi el de un bruto, un animal tallado en músculos y fibra, con casi dos metros de altura y una presencia tan feroz que parecía imposible que estuviera en venta como esclavo personal. Tenía bastante vello corporal, aunque no demasiado oscuro, y unos genitales de excelente tamaño que colgaban con orgullosa pesadez entre sus muslos firmes.

Jorge recorrió su cuerpo con la mirada, observando la tensión en su mandíbula, el arco poderoso de su espalda, la manera en que sus hombros se mantenían rígidos, como si aún le costara doblegarse del todo. Sus pezones oscuros se endurecieron apenas cuando el amo los palpó, y las cicatrices de viejos castigos se marcaban en su piel como un testimonio de su rara historia. ¿Marcas de azotes aunque fueran casi invisibles?

Intrigado, revisó su ficha. Treinta y dos años. Jamás había tenido amo.

Jorge arqueó una ceja. Eso era casi inaudito.

—¿Nunca has tenido dueño? —preguntó, con la voz cargada de curiosidad.

Eukario tradujo la pregunta al ketirí, y el esclavo contestó de inmediato, con la cabeza gacha.

—No, elí.

—¿Por qué no? ¿No eres demasiado viejo para estar a la venta por primera vez?

Hubo una pausa. El esclavo tragó saliva antes de contestar.

—No he respondido correctamente al soma hasta ahora, elí. Mis instructores no han podido venderme antes. Pero si no soy comprado de inmediato, seré clasificado y vendido como esclavo de fuerza. Es lo que merezco, elí.

Jorge percibió algo en su tono. ¿Un matiz de desespera-ción?

—¿No eres dócil?

—Ahora sí, elí. Pero traté de escapar hace años. Me castigaron. Me reeducaron. He recibido tratamiento especial de soma, pero ningún elí me ha querido tomar. Gracias por hablar conmigo, elí.

Jorge lo miró fijamente. Lo analizó. Sus ojos recorrieron de nuevo su piel marcada, su musculatura perfecta, su expresión mezcla de sumisión y orgullo.

—Lo compro.

Eukario parpadeó, sorprendido, pero no replicó. En su interior, nunca habría elegido a un esclavo así para su señor. Pero las órdenes no se juzgaban y mucho menos se discutían.

El esclavo, al saber por Eukario que estaba siendo comprado cayó de rodillas de inmediato. Sus ojos se humedecieron, pero no se atrevió a llorar del todo. Tampoco se atrevió a tocar a su amo.

Jorge disfrutó del espectáculo. Se permitió un instante para recrearse en esa imagen: la de un hombre tan grande, tan fuerte, reduciéndose ante él, sometiéndose con un placer desesperado.

Estimulado por lo que acababa de hacer, Jorge entró en la segunda sala. El ambiente allí era casi sacro. Los cuerpos desnudos, expuestos en cabinas angostas, se alineaban como estatuas griegas en sus hornacinas, perfectos en su simetría, en la suavidad de sus músculos, en el brillo lustroso de su piel cuidadosamente tratada. Eran treinta en total, cada uno más hermoso que el anterior, diseñados para la contemplación y el deleite.

Jorge paseó la mirada con lentitud, disfrutando de la sensación de ser el centro de atención absoluta. Todos los esclavos miraban al suelo con ansia contenida, conteniendo su deseo prohibido de levantar los ojos. Se detuvo ante uno que, según su ficha, sabía hablar en español. El joven tragó saliva y separó levemente los labios, como si esperara instrucciones.

—¿Cómo te llamas?

—Elí, mi nombre es el que desees darme, elí.

Un escalofrío placentero recorrió a Jorge. Esa respuesta era la única correcta. Pero le extrañó la familiaridad con la que el esclavo se dirigía a él; le preguntó a Eukario.

—¿Por qué me tutea así?

—Los esclavos no usan las reglas de las personas, elí. Saben hablar, pero lo hacen directamente, como los niños. Si te molesta se les puede ordenar otra cosa.

—No, no, era algo que me intrigaba pero me parece natural. Del mismo modo que no usan cubiertos o ropa, claro —reflexionó Jorge.

“Qué lástima que todo este orden de cosas se vaya a perder para siempre”, pensó.

En las fichas aparecían las características físicas del esclavo y se certificaba su buena salud, especificándose las vacunas y datos analíticos; también se mencionaban los idiomas hablados, formación en masajes, dulzura de carácter, flexibilidad, agilidad, capacidad para la danza, habilidad sexual…

Si se les preguntaba directamente esta última cualidad era la que más resaltaban; casi todos hablaban con orgullo de su entrenamiento para procurar el placer. Sus antiguos dueños habían dejado constancia escrita de sus talentos: excelente en la cama, obediente, entrega sin reservas, especial habilidad con la lengua, sumiso pero proactivo…

Jorge sintió una punzada de desdén. Aquellos juicios no le decían nada; eran los gustos de otros hombres, no los suyos. Y la idea de que aquellos cuerpos hubieran pasado de mano en mano, usados hasta que sus dueños se cansaban, le resultaba francamente desagradable; era evidente que en eso no coincidía con la costumbre general de los amos ketiríes.

Se detuvo ante uno de ellos, un joven de tez morena y ojos vivaces, que mantuvo la mirada baja con disciplina, pero cuyo temblor en los dedos delataba su esperanza.

—¿Por qué te dejó tu amo? —preguntó sin emoción.

El esclavo se inclinó instintivamente, apenas un par de centímetros, pero lo suficiente para mostrar su absoluta devoción.

—Mi anterior dueño me usó durante casi ocho meses, elí. Luego se cansó de mí y me mandó vender; pero quedó muy satisfecho conmigo, elí.

El tono era de orgullo tímido, casi como si esperara un gesto de aprobación por parte de Jorge. Ocho meses. Y ahora estaba de vuelta, esperando al siguiente. Jorge miró su ficha con frialdad. Su último amo había sido Peyo Uriel, a quien recordaba perfectamente; un hombre de gustos caprichosos, que había estado en la tumultuosa reunión de la noche anterior. El esclavo parecía orgulloso del tiempo que había servido. Jorge notó un matiz de competencia, casi como si esperara que su respuesta lo hiciera más deseable.

Pero lo que realmente llamó su atención fue el precio; hasta ahora tampoco había puesto atención a eso.

—Eukario, ¿han subido de precio los esclavos? Pensé que su valor era fijo.

Eukario negó con la cabeza.

—No ha habido aumento, elí. Ocurre que el precio estándar es el de los esclavos nuevos, los que aún no han tenido amo. Cuando un esclavo es devuelto al bazok, el Estado lo recompra a ese precio —ahora son diez talentos—, pero luego lo pone en venta con un margen mayor. Cuanto más tiempo ha sido poseído, más vale. La educación con un amo lo mejora; y es justo que el Estado se beneficie.

Jorge torció el gesto.

—Este esclavo en particular, elí, ha tenido varios amos ya, el último fue Peyo Uriel, pero este era el tercero que lo poseía. De ahí que su precio sea superior a los diez talentos.

Tercero. Jorge dejó la ficha con indiferencia. No le interesaba. Ninguno de ellos le interesaba.

El esclavo se mordió el labio, y un leve temblor en sus rodillas delató su decepción contenida. No se atrevió a protestar, ni a mirarlo directamente, pero su respiración agitada lo traicionó. Jorge no se inmutó.

—¿Y qué ocurre si nadie los compra?

Eukario se encogió de hombros, con una indiferencia casi mecánica.

—Se considera un fracaso del sistema. Si un esclavo personal pasa un año en venta sin comprador, es enviado a trabajos forzados. Pero es muy raro que ocurra.

El esclavo se estremeció. Por primera vez, sus ojos se alzaron ligeramente, brillando con un súbito y mudo pánico.

—De hecho, el esclavo que compraste antes estaba a punto de ser enviado a la sección de brutos, elí. En una semana lo habrían condenado a ello. Si un esclavo no se vende es culpa del esclavo, y se le hace pagar por ello.

Jorge sonrió para sí mismo. Cuanto más conocía el sistema, más le gustaba.

Esa revelación hizo que su reciente compra le resultara aún más placentera. Había arrebatado a un esclavo del abismo en el último momento. Ahora le pertenecía por completo.

El esclavo que tenía delante apretó los labios con fuerza, reprimiendo un sollozo involuntario. Su cuerpo se inclinó apenas, como si aún albergara una última esperanza de ser escogido. Jorge no lo miró más; no valía la pena. Todos los esclavos de la segunda sala habían sido tocados; todos habían servido a otros, eso los volvía automáticamente inservibles para él.

Con cierto fastidio, avanzó hacia la primera sección. Ya la conocía de su primera visita. ¿Habría ganado nuevo? Si no encontraba lo que buscaba… bueno… siempre podía conformarse con lo que ya había adquirido. La verdad era que se moría de ganas de probarlo.

En la primera sección, la mayor parte de los chicos a la venta eran novatos: vírgenes; eso al menos los convertía en candidatos. Algunos eran muy jóvenes, de edades apenas aceptables, e incluso parecían menores de lo que sus fichas indicaban. Jorge sonrió. Aquí, al fin, había algo que valía la pena. Reconoció algunos de los chicos que ya vio la otra vez, pero había otros nuevos. En cambio, echó de menos al esclavo que sabía español con el que había conversado; imaginó que habría sido vendido.

Le gustaron dos chicos de veinte años que estaban a la venta, uno al lado de otro: ambos eran armoniosamente musculosos, de hermosos pechos redondeados, genitales medianos y rotundos culos, y de piel muy clara. Tenían también poco vello y ojos color miel. Jorge intentaba decidir cuál le gustaba más y decidió recurrir a la ficha de cada uno; el primero sabía idiomas (hindi, inglés, árabe), era buen conversador, hábil para tareas domésticas y muy dispuesto en la cama, siendo su aptitud para el sexo oral y sus dotes como pasivo lo más destacable. El segundo hablaba las mismas lenguas, daba excelentes masajes, era un gran atleta y bailarín, y en la cama destacaba como amante en papel de activo. Si bien Jorge era totalmente activo, y por tanto el primero encajaba mejor en sus prácticas, fantaseó con ser enculado por el segundo; el tamaño no excesivo de su pene invitaba a ello, después de todo, ahora era justamente el momento y la circunstancia para probar cualquier placer sexual. Así que no se decidía. Decidió hablar con ellos a través de Eukario.

—¿Por qué he de comprarte a ti y no al esclavo que está a tu lado?

El primero, con los ojos brillantes de emoción y el cuerpo tenso como un arco, contestó sin dudar:

—Oh, elí… soy muy dulce y entregado, te haré muy feliz. Te perteneceré con cada aliento de mi ser. Suplicaré cada día por tu mirada, por tu contacto, por cualquier deseo que quieras cumplir en mí.

Jorge acarició con la mirada su piel impecable, la suavidad de su boca entreabierta en una respiración temblorosa.

—¿Te gustaría ser azotado?

—Oh, sí, elí, ojalá fueras mi Amo. Te ruego que me azotes, deseo sentir tu fuerza, quiero saber que te complazco. Mi único placer es dártelo a ti, mi único deseo es adorarte, vivir para ti, servirte en todo lo que desees, sin preguntas ni dudas.

Jorge tuvo una erección inmediata… pero quiso darle oportunidad al segundo; le preguntó lo mismo y escuchó su respuesta.

—Elí, llévame a mí. Soy fuerte y resistente. Te obedeceré ciegamente y te amaré con locura. No existo sin un dueño, no sé respirar sin recibir órdenes.

—¿Te gustaría ser azotado?

El esclavo bajó la mirada y tragó saliva, su pecho subía y bajaba acelerado.

—No me gusta, elí, me da mucho miedo el dolor… pero si tú lo ordenas, aceptaré cada golpe con gratitud. Sufriré por ti, lloraré por ti, gritaré solo para complacerte. Si te gusta o te excita hacerlo, entonces yo seré dichoso sintiéndolo. No hay nada que desee más que entregarte mi cuerpo y mi voluntad.

—¿Me amarás?

El segundo esclavo se arrodilló sin dudar y apoyó la frente en el suelo, temblando de emoción.

—Ya te amo, elí. Dame la oportunidad de demostrártelo. Soy tuyo aunque no me elijas, aunque nunca me poseas, aunque jamás me mires otra vez. No soy nada sin un amo. No quiero ser nada sin ti.

Indudablemente ambos estaban bien instruidos. Eran distintos, sí, pero… ¡a la vez tan parecidos! Comprobó las fechas exactas y lugares de nacimiento… eran idénticos. Entonces tuvo una sospecha.

—¿Sois hermanos?

—Sí, elí, somos mellizos —contestaron a la vez.

En absoluto eran idénticos, pero claro, de ahí el que tuvieran tantas cosas en común. Ahora Jorge lo tuvo claro: hermanos y vírgenes. Tenían que ser suyos.

—Los compro a los dos.

Ardía en deseos de tener en su cama a estos tres jóvenes y salir de la monotonía conocida de Álex. Lo necesitaba, y lo necesitaba pronto. Salió del recinto, sintiendo la impaciencia arder en su interior, y apremió a Eukario.

—Que me los traigan de inmediato a la casa. ¿Estarán listos hoy mismo?

El empleado, atento a la urgencia de su señor, se inclinó con sumisión, eligiendo con cuidado sus palabras para no contrariarlo.

—No, elí, no es posible. Voy a hacer ahora mismo los trámites de compra, que además serán un poco más farragosos porque no tiene abierta la inscripción en el bazok.

Jorge frunció el ceño.

—¡Pero si prácticamente me pertenece!

—Sí, elí —dijo Eukario con humildad, sin osar levantar la mirada—; pero los trámites son inevitables, aunque fuera el hegemón el procedimiento sería el mismo. Y además está el proceso de depilación por electrólisis, que llevará unas horas. Entre eso, los trámites y la revisión veterinaria no los podrá tener en la casa antes de mañana a mediodía, y eso apurando todo al máximo.

Jorge exhaló lentamente, dominando la impaciencia. No quería parecer ansioso.

—Comprendo. Ya sabes que no sabemos del tiempo que nos quedará antes de que… bueno, antes de que pase cualquier cosa; por eso mi prisa. Pero si hay que esperar, pues que así sea. Solo te pido que el tiempo de espera sea el mínimo.

—Lo entiendo muy bien, elí. Y haré todo lo posible para complacerlo.

Jorge salió del edificio tras recibir los parabienes del bactani por su compra. Le prometió también que aceleraría los trámites para que sus nuevos esclavos llegaran cuanto antes a la casa grande de Tauride.

A bordo de la calesa, se recostó cómodamente y tomó el zayak en sus manos. Con deleite, recorrió su tacto entre los dedos, mientras sus ojos quedaban atrapados en la visión de los brutos que tiraban del carruaje. Uno de ellos, el que había acariciado antes de partir, tenía un cuerpo imponente, esculpido por la servidumbre, una máquina de carne y obediencia. Su espalda ancha, lustrosa de sudor, se movía con una cadencia deliciosa mientras avanzaba. Jorge compensó su frustración pulsando cruelmente el zayak: la calesa corría a la máxima velocidad, y el vilicus aullaba de dolor por sus testículos chamuscados. Las piedras castigaban los pies desnudos, enrojecidos y sucios del polvo del camino, pero el bruto preferido de Jorge no desfallecía. Cada músculo de su cuerpo respondía con entrega, con una voluntad férrea de someterse, de servir. Jorge pulsó el zayak una y otra vez con toda su fuerza.

El vaivén de su trasero, redondeado y poderoso, parecía suplicarle con cada golpe de la marcha.

No pudo evitar sonreír.

Recordó entonces que había encargado un hierro de marcar esclavos con la inicial de su casa. La idea lo hizo estremecer. Ya era hora de estrenarlo.

Cuando llegó a la casa, mandó llamar a Yusuf.

—Buenas tardes, elí. Espero que haya tenido una buena compra en el bazok, como deseaba.

—Sí, querido amigo. Pronto se incorporarán tres esclavos personales a la casa. Espero que te hayas encargado de la hacienda sin novedad durante mi ausencia.

—No hubo ningún problema, elí —contestó Yusuf con una inclinación.

Jorge lo observó con intensidad.

—Quiero hacerte unas preguntas y me gustarían respuestas claras.

—Se las dará, elí —aseguró el empleado.

Jorge se acercó lentamente, disfrutando del momento, sintiendo el poder de sus palabras antes de pronunciarlas.

—Me he encaprichado de uno de los brutos que arrastran la calesa, y lo quiero esta noche en mi lecho. ¿Hay algún riesgo en ello? ¿O alguna prohibición?

Yusuf sonrió con respeto, inclinando apenas la cabeza.

—Nada tiene prohibido un elí con sus esclavos. Y lo que hará será un gran honor para él.

Jorge jugueteó con el anillo en su dedo, como sopesando su siguiente declaración.

—Quiero marcarlo a fuego. Quiero hacerlo en el momento exacto en que lo penetre y vierta mi semilla en él.

Yusuf bajó la cabeza con un leve destello de envidia en sus ojos oscuros.

—Es un gesto grandioso, elí. Al marcar a un esclavo, de fuerza o personal, sella su destino. No podrá ser vuelto a vender. Será suyo para siempre.

Jorge sonrió. Así debía ser.

—Eso no lo sabía. Perfecto. Dime, entonces, si no puede ser vendido, ¿qué le ocurrirá si yo muero?

—Sería sacrificado de inmediato. Degollado. Es el destino más alto de cualquier esclavo.

Jorge asintió, complacido por la solemnidad del destino que aguardaba a su nueva posesión.

—¿Y el idioma no será un obstáculo? Me gustaría estar a solas con él, pero no quiero correr ningún riesgo.

—En cuanto al idioma no se preocupes, elí. Él le servirá con todos sus sentidos dispuestos a obedecer de la forma que ordenes. Y en cuanto a su seguridad, no debe temer nada; se dejaría matar por su mano sin oponer ni un músculo. Toda su vida ha sido preparada para la servidumbre, y los brutos están completamente impregnados de soma. Ni siquiera titubeará.

Yusuf hizo una leve pausa antes de continuar:

—Daré las órdenes oportunas para que lleven un brasero a su alcoba, si es allí donde desea marcarlo. ¿Quién ordena que le ponga el hierro?

Jorge ladeó la cabeza, pensativo.

—Pues… pensaba hacerlo yo mismo —improvisó, aunque en realidad no había reflexionado a fondo sobre el asunto.

Yusuf asintió con respeto, pero su tono adquirió una leve persuasión.

—Como desee, elí, pero le aconsejo que en ese momento disfrute por completo de las sacudidas que dará el bruto. Tal vez sería más práctico que estuviera amarrado y que otro esclavo aplicara el hierro. Un vilicus, por ejemplo.

Jorge meditó unos segundos.

—Lo de sujetarlo me parece bien. Y el hierro podría ponérselo Álex, ¿no?

—Sí, claro, elí. En realidad es muy sencillo: basta con esperar a que el hierro esté completamente al rojo y luego presionar la nalga con firmeza. Un instante basta, aunque mejor si se mantiene unos segundos para que la marca sea profunda.

Jorge sonrió, saboreando la idea.

—Localiza entonces al esclavo. Que te diga el vilicus quién es; lo acaricié antes de salir hacia Tauride. Y que preparen todo en mi habitación según hemos hablado. Esta noche me divertiré.

Pasó el resto de la tarde esperando a que el sol se ocultara, sintiendo en cada minuto la deliciosa anticipación de lo que vendría.

Cenó con ligereza y, tras asearse, revisó el dormitorio con una calma casi ritual. Todo debía estar dispuesto para la noche. El enorme brasero bajo la ventana abierta crepitaba con un fulgor rojizo, avivando las sombras en las paredes con cada chispa que estallaba. Entre las brasas, el hierro de marcar aguardaba sumergido en la incandescencia, el largo mango de madera asomando como un cetro de dominio. Dentro de un rato, brillaría como el sol en su cenit, listo para sellar su posesión sobre la carne del hermoso bruto con el que pensaba gozar toda la noche.

Cerca de la cama, un pesado cepo de madera y metal aguardaba su propósito. Tres huecos abiertos en su estructura permitirían atrapar el cuello y las muñecas del esclavo, asegurando su total indefensión. Habían sido necesarios dos vilicus para colocarlo en su sitio, pero ahora estaba firmemente enclavado en el suelo, inmóvil como un altar. Jorge recorrió la habitación con la mirada, complacido. Todo estaba en su lugar.

Álex, siempre atento, se acercó en cuanto su amo entró. Se arrodilló con la reverencia de quien no espera más que servir y, con los labios rozando la piel de sus pies descalzos, susurró con devoción:

—Soy tu esclavo.

Pero Jorge no le prestó atención. Sabía que Álex había visto los preparativos, y entendía la chispa de ansiedad que vibraba en sus pupilas; creía, equivocadamente, que todo aquello era para él. Jorge sonrió apenas, condescendiente, observándolo sin prisa. Álex quería decirle algo, pero, como esclavo bien adiestrado, no osaba interrumpir su pensamiento sin permiso.

—¿Qué pasa, esclavo? —preguntó su amo, con un gesto de comprensión, disfrutando de su zozobra.

Álex inclinó aún más la cabeza, los labios pegados al suelo.

—Amo… gracias, Amo.

Pobre idiota, le daba las gracias pensando que esa noche estaba invitado a la fiesta. Jorge reparó una vez más en la perfección del ruso, aquel machito homófobo, antaño altivo y desafiante, reducido ahora a la más absoluta servidumbre, marcado de por vida con cinco cicatrices que proclamaban su destino, encadenado para siempre a los deseos de su Amo.

Había considerado mantenerlo fuera de la alcoba y llamarlo cuanto tuviera que aplicar el hierro candente al bruto, pero lo pensó mejor. Sería infinitamente más humillante obligarlo a presenciarlo todo. A ver, sin derecho a tocar ni ser tocado, cómo se adueñaba del cuerpo del nuevo joven, carne fresca que elevaría el listón del placer. Tal vez después ni siquiera mereciera seguir en la casa grande. ¿Por qué no mandarlo a él también con los brutos? Que compartiera su suerte con aquellos animales de carga que no eran más que músculos y obediencia.

Jorge desechó el pensamiento por ahora. Había placeres más inmediatos en los que ocuparse.

Sin pudor alguno, evacuó el vientre delante de Álex. No lo hizo con indiferencia, sino con un punto de desprecio, como quien recuerda a un esclavo su verdadero lugar.

—Límpialo. Con la lengua.

Álex no titubeó. Sabía lo que significaba aquella orden. Cada vez que metía su lengua en el ano de su Amo, cada vez que recorría con devoción la piel sucia, Jorge sentía asco de él. Asco absoluto, repulsión, lo apartaba de su cama después de darle una patada en los huevos.

Se arrodilló con reverencia y deslizó la lengua con una dulzura que rozaba lo místico. No pensó en la suciedad ni en la humillación. Solo en el contacto, en la intimidad, en la oportunidad de servir. Su lengua trabajó lenta, meticulosa, recorriendo cada pliegue con paciencia, con dedicación, como si su vida dependiera de ello. Y, en cierto modo, dependía. Cada segundo que pasaba en contacto con su Amo era un regalo.

La dureza del suelo marcaba sus rodillas, pero apenas lo notaba. Sus manos, apoyadas con sumisión en los muslos de Jorge, temblaban levemente, no por miedo, sino por emoción. Lo hacía bien. Lo sabía. Y si su Amo reaccionaba con repulsión, si lo empujaba lejos con una mueca de desprecio, si lo golpeaba con un chasquido seco de la mano en la mejilla o con la suela del pie en el pecho, entonces… entonces habría alcanzado algo aún más sublime. Porque cualquier reacción de su Amo era mejor que la indiferencia.

Cuando terminó su tarea, su lengua aún caliente y entumecida, se retiró con la cabeza gacha, esperando la sentencia. Sintió la humedad entre sus piernas, el cuerpo respondiendo por sí solo al contacto, al acto, aunque no fuera deseado, aunque no importara. Pero Jorge no le prestó más atención.

El ruso se levantó sin protestar, con la certeza absoluta de que su Amo no lo usaría esa noche. Y Álex, muerto de dolor, se arrodilló en el baño a solas, y realizó el gesto de abrir las piernas y arquearse, presentó sus testículos indefensos a la nada, y lloró amargamente la ausencia de ese dolor intenso que esta vez no se le concedía sentir. Comprendió que los preparativos aromáticos, el cepo, el brasero, el hierro al rojo... no eran para él. Esta noche había carne nueva. Y él, Álex, solo era un mueble más en la habitación.

En estas semanas, la mente de Álex había cambiado de manera irreversible. No era solo el soma el que lo moldeaba; era él mismo quien, en su intento de engañar los sistemas de detección de mentiras, había abierto la puerta a su propia destrucción. Se había imaginado enamorado. Se había representado a sí mismo como el esclavo perfecto, entregado, rendido, sumiso. Y el soma, con su poder despiadado, había congelado esos sen-timientos, los había cristalizado y amplificado hasta el infinito.

El odio de su pasado aún dormía en alguna parte de su mente, pero el amor apabullante por su Amo lo sofocaba con facilidad.

Lo amaba.

Lo amaba con la certeza inquebrantable de un fanático, con la pasión desbordada de un creyente ante su dios.

Su felicidad era su única meta, su único propósito.

Cada orden que recibía era éxtasis puro.

Cada golpe, una revelación.

Cada latigazo, una bendición.

Ser tocado, besado, poseído… la cima de la felicidad.

Pero nada, nada, superaba la plenitud absoluta de sentir a su Amo correrse. Y que lo hiciera mientras lo azotaba, mientras lo castigaba, mientras le infligía el dolor más intenso, era un privilegio tan absoluto como cuando le concedía la más dulce de las caricias.

Daría cualquier cosa por esa dicha.

El aire que respiraba.

La sangre de sus venas.

Cualquier cosa.

Miceros, el mayordomo, se presentó al poco discretamente en el dormitorio.

—Elí, el bruto que ordenó traer, se encuentra ya dispuesto. ¿Desea que se presente?

Jorge sintió un leve escalofrío recorriéndole la espalda. Contuvo la respiración. Era consciente de que aquel esclavo era diferente a Álex: una bestia de carne y músculo, en-trenada para arrastrar la calesa con el cuerpo desnudo, marcada por el látigo y la obediencia. Había imaginado muchas veces este momento, pero ahora que estaba a punto de suceder, el ansia de dominarlo se mezclaba con el respeto que infunde la potencia contenida.

—Sí, que venga —dijo con voz firme, aunque trataba de disimular que el corazón se le salía por la boca—. Puedes retirarte.

Miceros inclinó la cabeza y desapareció sin hacer ruido.

Jorge respiró hondo.

El esclavo entró en la habitación. Avanzó con paso pesado pero contenido, de una manera que denotaba esfuerzo por parecer dócil. Iba completamente desnudo, sin el restrictor genital. Su piel tenía un tono tostado uniforme, con las marcas blanquecinas de cicatrices apenas visibles sobre la tersura perfecta que dejaba la depilación por electrólisis. No quedaba ni un solo pelo en su cuerpo, lo que hacía que su musculatura resaltara aún más, casi exage-rada.

A un metro de distancia, se arrodilló con un movimiento torpe, como si no estuviera acostumbrado a la delicadeza. Cruzó las manos en la espalda y, tras un instante de duda, besó los pies de Jorge.

Jorge sintió un estremecimiento.

No era solo el gesto. Era la forma en la que el esclavo había vacilado antes de hacerlo, el modo en que su enorme pecho se había expandido al tomar aire antes de pronunciar con inseguridad la frase recién aprendida:

—Amo, soy tu esclavo.

La voz era grave, vibrante, pero había algo en ella, un matiz apenas perceptible de vulnerabilidad.

Jorge se puso en pie con calma, asegurándose de que su postura transmitiera control absoluto. Agarró el brazo del esclavo y tiró de él con firmeza.

Este se incorporó de inmediato, aunque su movimiento fue un tanto rígido, como si temiera hacerlo demasiado rápido o demasiado lento. Instintivamente adoptó una postura de examen, con las manos cruzadas en la espalda y los pies separados. Su mirada estaba baja, pero Jorge notó la tensión en su mandíbula, la forma en que su garganta se movía al tragar saliva.

Su cuerpo era impresionante. La depilación había dejado su piel como mármol pulido, y cada músculo se marcaba de manera exquisita.

Su rostro era hermoso, casi inhumano en su perfección: ojos oscuros, grandes y rasgados, inexpresivos pero vibrantes; pómulos altos, mandíbula poderosa, labios gruesos. Su cráneo rapado realzaba la geometría impecable de su rostro.

El cuello era grueso, fuerte, como el de un toro, pero lo que más destacaba eran sus hombros y brazos, monumentales, como si hubieran sido esculpidos para arrastrar peso toda su vida. El hombro derecho mostraba una profunda marca, casi curada, que le había dejado la litera que le transportaba en Asier.

Jorge recorrió su torso con los dedos, trazando las cicatrices finas que cruzaban su piel, restos del látigo que había sentido al tirar de la calesa. Notó que el esclavo contenía la respiración cuando sus manos rozaron la más reciente, aún ligeramente enrojecida.

Le gustó.

Su pecho era tan perfecto que parecía obra de un escultor, y el pezón derecho estaba partido en dos por una evidente marca de latigazo. Jorge lo presionó entre sus dedos con curiosidad.

El esclavo se estremeció. Un temblor apenas perceptible recorrió su abdomen, su respiración se volvió más entrecortada, pero no hizo el más mínimo ademán de apartarse ni protestar.

Descendió con la mirada hasta su vientre. Cada músculo estaba marcado con absoluta perfección, hasta el ombligo grande y profundo que parecía un botón esperando ser pulsado.

Y luego las piernas. Eran puro poder. Enormes, tensas, un derroche de fuerza contenida.

Y su culo… Jorge pasó ambas manos por sus glúteos y los apretó. Duro como la roca.

Era un esclavo nacido para la resistencia, pero había una delicadeza implícita en su sumisión, una entrega que lo hacía aún más atractivo.

Sin embargo, cuando bajó la vista a sus pies, notó la diferencia. Estaban endurecidos, toscos, deformados por la tracción, con durezas visibles en los talones y la piel oscurecida por la fricción constante contra el suelo. Jorge los tocó con el suyo y el esclavo pareció encogerse apenas un milímetro, como si le avergonzara aquella imperfección.

Jorge reflexionó sobre la belleza que tenía delante, y en cómo las crueles marcas que la calesa, la litera y el látigo estaban dejando en ese cuerpo lejos de estropearlo le añadían atractivo.

Entonces se acordó de Álex. Su ruso lloriqueaba en el baño, abandonado, relegado a un papel secundario. Jorge sintió una punzada de diversión.

—Ven aquí y observa cómo nos amamos, esclavo —ordenó dirigiéndose a él.

Los sollozos de Álex se intensificaron un instante antes de que obedeciera. Apareció en la habitación con los ojos enrojecidos, los labios temblorosos, el cuerpo tenso de angustia.

Se situó muy cerca, casi al lado, lo suficientemente cerca como para sentir el calor de su Amo, lo suficientemente lejos como para que su presencia no importara. Las lágrimas resbalaban libremente por su rostro; y, aun así, su voz salió firme, clara, como si fuera la única verdad absoluta en el universo.

—Sí, Amo. Soy tu esclavo.

Entonces Jorge agarró al bruto por los huevos con una mano y subió la otra hasta llegar a su nuca y hacer que bajase la cabeza, pues era bastante más alto que él. Y lo besó. El esclavo nunca había sentido la tersura de otros labios sobre los suyos, ni el cosquilleo de una lengua que penetrara su cavidad bucal. No estaba preparado para tamaño éxtasis; toda su fuerza corporal se evaporó instantáneamente, y se sintió deliciosamente mareado; no se explicaba cómo aún se mantenía en pie. Supo entonces, por primera vez en su vida, qué era el placer. Jorge notó que el pene que aprisionaba con su mano empezó a ponerse erecto, y lejos de enfadarse por ello pasó a ma-sajearlo con fuerza mientras redoblaba la intensidad de su beso; él también tenía una erección, pero la de su bruto era incomparablemente más urgente. No llevarían mucho más de un minuto en la tarea de besarse cuando un chorro de leche saltó sobre la mano de Jorge. El bruto, aunque ignorante de todo lo relativo al sexo sintió de inmediato que había cometido algo imperdonable, y cayó de rodillas mientras lloraba como un niño con el rostro en tierra.

Jorge sabía que un esclavo no puede correrse sin permiso, y mucho menos antes que su amo, pero se sintió tan halagado por la falta de control del esclavo que no lo quiso castigar en ese momento. Sonrió y ordenó a Álex:

—Lame, esclavo —alargándole su mano empapada en esperma.

Álex se aprestó a ello alegrándose de al menos participar de este modo y ser de utilidad; pero el alivio terminó cuando recibió la siguiente orden.

—Y limpia con tu lengua al otro esclavo.

Álex sintió que se le rompía el alma; pero lo hizo.

Jorge levantó suavemente al esclavo del suelo al tiempo que se desnudaba por completo dejando que la prenda que llevaba cayera sobre la alfombra. Condujo al bruto sobre su lecho endoselado y lo tumbó en el centro de la cama; el esclavo aún temblaba, acostado rígidamente boca arriba, con el pecho subiendo y bajando en sollozos mal contenidos. Jorge se tumbó sobre él, su sexo sobre el del bruto, sus manos recorriendo golosas e incontenibles el lecho de carne sobre el que reposaba. Notó que el esclavo no intentaba cambiar la postura, por más que le clavara las rodillas o le aplastara los huevos con sus maniobras; solo susurró de nuevo:

—Amo, soy tu esclavo.

Y Jorge se volvió loco de deseo.

Lo besó con frenesí. Con la mano buscó instintivamente la cavidad anal del esclavo, y este respondió de inmediato levantando un poco la pelvis para que la alcanzara con facilidad. Le metió dos dedos sin lubricación ni aviso, y el bruto notó la penetración en su culo virgen con dolor y orgullo, ¡eran los dedos de su Amo! Inmediatamente se empalmó de nuevo. Jorge también estaba tremendamente excitado. Bastaba una leve indicación corporal suya para que el esclavo se girara, se volviera, se acercara, atento siempre a la más mínima insinuación. Lo puso boca abajo. Nuevamente humilló a Álex, relegado a mero espectador, para que le acercara cualquier cosa que se le ocurriera.

—El dildo —le pidió impaciente.

Álex le llevó lo que el Amo le solicitaba sintiendo inevitablemente cómo su ano se estremecía automáticamente en un reflejo inevitable que le hacía sentir una sensación amarga de ausencia.

Jorge clavó el dildo dentro del culo del esclavo y disfrutó viendo cómo se retorcía de dolor. Era curioso. Podía soportar impertérrito latigazos y esfuerzos extenuantes pero no estaba entrenado para controlar el dolor anal. Maravilloso.

Usó un látigo de metal, el más doloroso, y azotó el culo del esclavo en ráfagas crueles que alternaba con besos apasionados: lo estaba volviendo loco. Ya no permitió que se volviera a correr; le agarraba el pene cuando lo sentía latir con fuerza, y mirándole a los ojos sacudía la cabeza; la mirada directa del Amo y su gesto de reprensión inequívoca producían la inhibición automática del esclavo, que de momento perdía la erección. Otras veces golpeaba directamente sus testículos, que le costaba no defender con las manos ni cambiando de postura; esto le encantaba a Jorge. En cambio él sí se corrió dos veces: una en la boca del esclavo, que tragó el esperma de inmediato con sumisión agradecida, y otra en la raja de su culo pero sin verdadera penetración. Tras esa segunda vez el amo supo que tendría que dejar pasar unas horas antes de alcanzar una buena erección… de hecho a sus sesenta y cinco años correrse tres veces en una noche era una hazaña.

Pero esa tercera vez iba a ser memorable. Dejó pasar el tiempo en deliciosos momentos, ora de sueño, ora de suaves maniobras amorosas, comiéndose mutuamente los labios, acariciándose, cabalgando al esclavo por la habitación como obediente montura.

Jorge se había quedado adormilado cuando una ráfaga de viento fresco le sacó del sopor. Un brazo protector ceñía su pecho, y la imagen del lecho era la de dos tiernos amantes que descansaban de su contienda amorosa; ojos atentos habrían localizado marcas inequívocas en la piel de uno de ellos, y restos de esperma, sudor y sangre entre las sábanas revueltas. Era la hora del placer final.

Con un rodillazo certero Jorge levantó al bruto de la cama. Lo llevó de la mano hasta el cepo que aguardaba cercano, y le indicó por señas que se pusiera en él. El esclavo dócilmente se dobló por la cintura, y puso su cuello y sus manos en los lugares preparados para recibirlos; con un movimiento Jorge hizo girar sobre ellos una presilla de metal que los dejaba encerrados, y la aseguró con pasadores. El enorme peso del mueble impedía que quien estaba preso en él pudiera sacudirlo de modo apreciable. En ese momento el bruto era el único que ignoraba por qué y para qué estaba ahí sujeto.

Jorge quiso tenerlo todo perfectamente a punto. Empezó por clavar el dildo en el culo del esclavo para que quedara convenientemente dilatado; esta vez no se detuvo a la mitad, como había hecho hasta ahora, sino que lo empujó completamente dentro. Como tenía forma cónica la boca del culo quedó tan dilatada que cabía perfectamente un puño dentro de ella; el esclavo sintió que su cavidad le ardía, y efectivamente un gran desgarro se produjo en el esfínter, que empezó a sangrar. Era lo que Jorge buscaba.

Se puso delante del cepo, de modo que su miembro enhiesto quedaba a la altura del esclavo preso; de inmediato este abrió la boca para decir “Amo, soy tu esclavo”, pero antes de pudiera pronunciar nada Jorge le clavó la polla hasta la garganta. Como pudo trató de contener las arcadas y no asfixiarse. Con el pene convenientemente duro y lubricado Jorge dio la vuelta; sacó el dildo sin miramientos de un tirón y observó el agujero bien abierto y chorreante de sangre que palpitaba dolorosamente frente a él; lo penetró de inmediato mientras el bruto, humillado y agradecido, trataba inútilmente de buscar cómo aliviar un poco el ardor de sus entrañas. A pesar de que era la tercera corrida de esa noche Jorge comprendió que no iba a aguantar muchas embestidas dentro del que posiblemente era el mejor culo que se había follado en su vida. Gritó a Álex.

—¡El hierro! ¡Ahora, esclavo!

Solo entonces el esclavo que estaba siendo follado com-prendió lo que se le venía encima. El utensilio estaba tan caliente que incluso el mango de madera quemaba; cuando Álex lo sacó del brasero el calor que desprendía era tanto que alargaba el brazo para mantenerlo alejado. Con cuidado se situó al lado derecho de su Amo, quien sin sacar su pene del culo del bruto se apartó un poco para que el carrillo derecho del trasero quedara perfectamente a la vista.

—Con mucha fuerza, y aguantando hasta que te diga, esclavo, ¡que no se vaya a mover la marca! —gritó amenazante a Álex.

El ruso giró un poco el hierro para que la T mayúscula se estampara en posición correcta, y luego, con determinación, presionó el metal contra la carne del desdichado esclavo, hundiéndolo con todas sus fuerzas.

El alarido llenó la noche de toda la casa, y todos supieron de inmediato lo que ocurría. Un olor a carne quemada brotó con intensidad, al tiempo que una pequeña nube de carne vaporizada se elevó en volutas. Tras unos segundos interminables Jorge mandó a Álex dar fin al marcado. El bruto entonces pudo sacudir el culo en espasmos salvajes de agonía, incapaz de contener las lágrimas. Jorge, aunque al principio evitaba la zona marcada para no quemarse, pronto pudo darle azotes que intensificaban las sacudidas; en pocos segundos se corrió en un orgasmo inigualable. Ya totalmente calmado sacó su pene fláccido del trasero quemado y lo volvió a acercar a la boca del infeliz, que acertó apenas a lamerlo y tratar de decir la única frase que sabía. Pero no pudo.

—“Amosio tuclavo” —exclamó al borde del desmayo.

Jorge despertó con la placidez de quien ha reafirmado su dominio. Se desperezó lentamente, notando el peso de su propio placer aún vibrando en su piel. Al girarse, vio al esclavo profundamente dormido en el cepo, su cuerpo extenuado tras la noche anterior. Un leve gesto de disgusto cruzó el rostro del amo al percibir el olor que emanaba del bruto: su cuerpo, no acostumbrado a ciertos tratamientos, no había resistido la intensidad de la jornada, y se había defecado encima.

Suspiró con paciencia. No podía culparlo del todo: era apenas un animal grande y fuerte, criado para tirar de cargas, no para sostener el honor de su lecho. Pero había aprendido una lección que lo elevaría sobre sus semejantes, y eso, para Jorge, lo hacía especial. El esclavo sin nombre vivió el resto de su miserable vida enamorado de Jorge y llevando orgulloso la marca que desfiguró su culo para siempre.

Se puso en pie con elegancia y llamó a Miceros para que dispusiera la limpieza del esclavo y lo devolviera a los establos. Luego se dirigió al baño, donde Álex ya lo esperaba para asistirlo. Se dejó bañar, disfrutando del contacto servicial de su esclavo más cercano, mientras su mente repasaba lo ocurrido y sus implicaciones.

Más tarde, ya vestido y con el desayuno servido, ordenó que trajeran a Eukario. Con el escriba a su lado, revisó las leyes de Tauride que había establecido y decidió que era el momento de fijar un nuevo precedente.

Que un amo se follara a un bruto, un esclavo de fuerza, era algo inusual; no estaba prohibido, porque esto atentaría al principio sagrado de derecho absoluto sobre la propiedad, pero se consideraba un acto indigno y degradante para el amo que lo practicara. Recíprocamente, un bruto follado por su amo se convierte en una especie de héroe entre los esclavos de su clase, los cuales raramente siquiera llegan a interactuar directamente con su dueño a lo largo de toda la vida, y mucho menos ser objeto de su lujuria. Dictó a Eukario:

—Nueva regla: Todos los esclavos personales serán marcados. Recibirán su marca durante una práctica sexual —el escriba anotaba con rapidez—. Nueva regla: Cualquier esclavo bruto que yo use para mi servicio sexual será marcado. ¿Lo tienes todo?

—Sí, elí, queda anotado y pasará a tu libro mayor.

—Retírate.

—Sí, elí.

No sabía durante cuánto tiempo; pero ahora realmente era y se sentía un verdadero dueño y señor de Tharakos.

22. Dueño y señor

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