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28 - El fin del sueño

Escrito por: amomadrid8

Todas las miradas confluían en Jorge. Que el teniente estuviera escondido en el corazón de su vivienda era una prueba casi irrefutable de su participación en la conjura contra el Estado, pero aún faltaba la puñalada final.

—Posiblemente usted contaba con que los tres militares capturados tendrían los labios sellados, después de todo son soldados de élite; pero uno de ellos ha confesado que el dueño de esta hacienda era el traidor que les ha ayudado. Usted disponía de acceso a la información existente, mapas detallados de la isla, situación de las patrullas, ¡todo! Con esa ayuda infiltrarse en nuestros sistemas era sencillo. Esa confesión inesperada lo ha desenmascarado.

También Álex había acudido, junto a numerosos empleados que fueron en tropel al escuchar el estampido y presenciaron la escena; los que sabían español, como Eukario y Miceros, estaban totalmente espantados; los de menor rango cuchicheaban entre ellos compartiendo las palabras de Kamar, que pronto se difundirían por la hacienda. El señor de Tharakos había caído.

Jorge notaba que el corazón le latía en el pecho y pensó seriamente que le estaba dando un infarto, porque sentía opresión en el pecho y una terrible angustia. Pero no era un problema físico; era el vértigo de la desesperación, la punzada de una traición percibida, el pánico de verse reducido a un mero peón en un tablero donde ya no tenía control alguno.

Se derrumbó sobre un sofá. Su aspecto era tan lamentable que el sentimiento que despertaba, por encima del de rechazo, era el de lástima. Kamar mismo, que tenía muchos motivos para ser durísimo con él, era incapaz de tratarlo con la severidad que su aparente traición merecía. Jorge, siempre dueño de su propio destino, estaba ahora a merced de un veredicto inapelable.

Recordó, en un relámpago de lucidez, los momentos en que su palabra era ley, en que su casa era su reino y los suyos lo veneraban con devoción. Ahora todo se desmoronaba. La mirada de Álex lo atravesó con una mezcla de angustia y temor. Martín no estaba presente, pero Jorge imaginó su rostro al recibir la noticia, la incredulidad seguida de la certeza brutal de que su mundo se derrumbaba.

Kamar suspiró con gravedad y se aproximó a él.

—Quédese en su habitación. Estará escoltado para que no salga de allí.

Jorge tragó saliva, sintiendo el sabor metálico del miedo en la boca. No era el encierro lo que lo aterraba, sino la inexorable maquinaria de un destino que ya no podía modificar.

—¿Puedo… permanecer en compañía de mis esclavos personales? —preguntó, consciente de que ya nada importaba. En ese momento pensaba en Martín, y sintió que lo amaba con intensidad.

—Naturalmente. Será tratado con cortesía y de acuerdo a su rango. Sigue siendo el Alto Jorge Tharakos, y eso es sagrado.

Jorge entró en su alcoba seguido de Álex con el peso del destino ya sellado sobre sus hombros; dos soldados armados montaban guardia en la puerta. La penumbra del aposento se rompía en parpadeos dorados por la luz de las lámparas, proyectando sombras danzantes sobre los muros. Llamó a los tres esclavos por su nombre, esperando sobre todo estrechar los fuertes brazos de Martín.

Ellos acudieron enseguida, con el mismo amor ciego de siempre, ajenos a lo que había ocurrido, a lo que aún estaba por ocurrir. Le recibieron con la calidez de quienes no pueden concebir el mundo sin su Amo recién asignado, sin sospechar que aquella noche sería tal vez la última que compartirían. Jorge los abrazó con la ternura de una despedida no pronunciada, aunque su mente ya anticipaba el final.

Abrazó el cuerpo desnudo de Martín y se fundió con él en un amoroso beso. A pesar de todo seguía sintiendo su abrazo como la mayor dicha de este mundo que pronto abandonaría. Y no pudo evitar que su pensamiento se adelantara a los acontecimientos que seguirían a su muerte.

Martín moriría. Víctor y Néstor, los hermanos, también; serían degollados cuando llegara su propia ejecución, sellando con sangre el vínculo que los unía. Pero al menos Álex viviría. Un consuelo diminuto, ridículo ante el horror del desenlace, pero suficiente para templar por un instante el peso de su angustia.

Quiso ser franco con ellos. No había razón para mentir.

—Amo, no comprendemos nada de lo que pasa —dijo Martín en árabe, su voz temblorosa pero dulce. Álex traducía lo mejor que podía, su mirada buscando en la de Jorge una respuesta más allá de las palabras.

—Ocurre que las circunstancias me hacen aparecer como un traidor. Y por este motivo, con toda seguridad, me ajusticiarán. Primero nos separarán y, en unos días, me matarán. Pero debéis saber que todas las acusaciones son falsas. Digan lo que digan, soy leal a Ketiris y no merezco el castigo.

Hubo un silencio cargado de significado. Los cinco estaban llorando quedamente.

Jorge se dejó caer en la cama, con la piel ardiente no solo por el peso de la fatiga, sino por la necesidad de sentir a Martín pegado a su cuerpo. Había pensado en una despedida desbordada de lujuria, en una orgía desenfrenada con sus esclavos postrados ante él y siendo usados de todos los modos posibles; pero ahora, vencido por el agotamiento, lo único que anhelaba era la calidez de un cuerpo devoto y el roce lento de unas manos que supieran consolarlo.

Martín lo entendió sin necesidad de palabras. Se tendió junto a él en el lecho, su piel cálida encontrando la de su Amo con una suavidad reverente. Sus dedos largos recorrieron su torso con movimientos pausados, dibujando senderos de placer calmo, presionando aquí, rozando allá, leyendo en su piel la historia de la noche. Sus labios dejaron besos ligeros sobre su clavícula, en su cuello, en sus pezones, un roce de aliento cálido que se disipaba en la penumbra.

—Amo, mi Amo… —murmuró Martín, su voz una caricia en sí misma.

Jorge suspiró, abandonándose a esas manos y esa boca expertas que lo exploraban sin prisa, que no exigían, sino que ofrecían. Su respiración se acompasó con la de Martín mientras los dedos del esclavo bajaban hasta sus caderas, presionando con dulzura, deslizándose por la curva de su vientre, demorándose en los pliegues de su piel con un conocimiento íntimo y entregado.

Abajo, en el suelo, los otros tres esclavos dormitaban acurrucados, tan cerca de su amo como se atrevían, buscando su cercanía en la fría incertidumbre del destino. Pero Jorge no pensaba en ellos. Solo sentía la lenta devoción de Martín, su lealtad tejida en caricias y su boca entreabierta contra su hombro, como si quisiera absorber el sabor de su piel antes de que la noche terminara.

Ya habían pasado las primeras horas de la noche cuando un grito contenido desgarró la quietud de la alcoba.

Jorge entreabrió los ojos, su mente aún flotando entre la somnolencia y la consciencia. La luz oscilante de las lámparas proyectaba sombras danzantes sobre los muros, pero un brillo distinto, anaranjado y rojizo, captó su atención. Durante unos segundos confusos, su mente tardó en reconocerlo. Oscilaba con un fulgor ardiente, vibraba en el aire caliente de la noche, evocando algo que ya conocía de otras veces…

El hierro de marcar.

Esta vez él no había ordenado encender el brasero, y sin embargo, allí estaba, incandescente, dejando escapar destellos casi dorados. No había nadie sosteniéndolo. Entonces, un jadeo sofocado lo estremeció.

Álex.

El joven esclavo había sujetado el hierro recalentado entre dos muebles, inclinándolo en el ángulo perfecto. Y en un movimiento resuelto, había impulsado su cuerpo hacia atrás, presionando su propia nalga derecha contra el metal al rojo vivo. Lo había hecho con brutal determinación, con la absoluta convicción de recibir su marca de manera definitiva e irreversible.

El dolor debió de ser insoportable. Álex mordió su propio brazo para ahogar el grito, pero aun así el sonido se filtró en la habitación, un gemido tembloroso que era a la vez agonía y exaltación.

—¡Aaaammm! —se quejaba entre susurros ahogados, tapándose la boca con la mano.

Jorge se incorporó de golpe con el sueño evaporado en su pecho como un veneno súbito.

—¡Álex! ¡Álex! ¡Insensato! ¿Por qué lo has hecho? ¡Por qué! —Su voz era una mezcla de furia y perplejidad.

Pero Álex, aún estremeciéndose, aún revolviéndose en el suelo con el ardor palpitante de la herida fresca, tenía los ojos brillantes de una devoción feroz. Su pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas, y su voz, rota por el dolor, emergió entre jadeos de una manera casi extática:

—¡Amo! ¡Soy tu esclavo! ¡Tu esclavo! ¡Tuyo! —balbuceó, su rostro encendido, una mezcla de lágrimas y sudor enmarcando su expresión de éxtasis absoluto.

Jorge sintió un nudo en la garganta. Lo entendió todo en ese instante. Álex lo amaba con un amor desesperado, irracional, absoluto. Lo amaba hasta el punto de inmolarse en su nombre. Lo amaba incluso sabiendo que Jorge ya no lo deseaba, que su interés estaba en otro. Y aún así, había querido sellar su destino, probar su entrega de la forma más irrevocable posible. Ahora los cuatro esclavos serían degollados; y eso lo desconsolaba, sí, pero sentía que el gesto de Álex era lo más hermosamente terrible que nadie había hecho por él en toda su vida, una prueba de amor absurda y maravillosa.

En la penumbra, Martín había dejado de acariciarlo, sin entender lo que pasaba realmente. Pero su mano seguía allí, posada en su pecho, sintiéndolo respirar, conectándolo con la única certeza que le quedaba aquella noche.

Entonces Jorge supo lo que tenía que hacer. Ordenó con un gesto que los dos hermanos aliviaran con aceites la herida fresca de Álex, y a Martín que le chupara la polla. Le llevó un buen rato, pero finalmente los movimientos de Martín con sus labios, su lengua y su boca toda consiguieron que el sexo muerto de su amo se terminara por levantar y ponerse duro. Ya preparado se acercó a Álex, tumbado en el suelo boca abajo, y le dio una orden.

—Túmbate en la cama, esclavo. Boca abajo —ordenó, su voz un murmullo que resonó con la fuerza de un destino irrevocable.

—Sí, Amo —respondió Álex, con un temblor que no solo nacía del sufrimiento, sino también de la certeza de lo que estaba por suceder.

Martín cedió su lugar a Álex. Jorge se acercó, recorriendo con los dedos la espalda trémula del ruso, sintiendo el calor abrasador de la marca recién impresa en su piel. Lo besó con dulzura en la nuca, en los hombros, en la columna que se arqueaba levemente bajo su contacto. No había prisa, solo el peso de un momento que ambos entendían único, sagrado en su fatalidad.

Álex cerró los ojos. Se entregó sin reservas, permitiendo que su cuerpo se fundiera con la voluntad de su Amo, en un equilibrio perfecto entre el dolor y el éxtasis, entre la renuncia y la plenitud. Jorge lo envolvió en sus brazos, en sus besos, en su propia respiración entrecortada, y durante un instante que pareció eterno, se sintieron completos. No había pasado ni futuro, solo aquel presente absoluto en el que todo lo que habían sido y todo lo que serían se disolvía en el calor de la noche.

Ya no se acordaba casi de la sensación que se despertaba cuando en su culo de macho heterosexual notaba el roce del miembro viril de su Amo, vibrante, deseoso, abriéndose paso una y otra vez en múltiples vaivenes, hasta notar que un chorro caliente le inundaba y entonces la presión cedía, y aparecía un placer indescriptible. Entonces aguantaba los espasmos para no dejar salir de él ese esperma, tenía que absorberlo, tenía que dejar que su cuerpo lo asimilara. Y ahora el milagro de esa maldición se iba a repetir. Su Amo estaba entrando en su culo. Le dolía muchísimo, sí, pero no por la penetración sino por la quemadura tan reciente: porque ahora el pene entraba muy poco a poco, milímetro a milímetro, y además estaba muy lubricado con la saliva de Martín. Sentía la humillación, y también el placer que su Amo experimentaba con ella; se lo daba todo, necesitaba hacerlo, se entregaba por completo, sin condiciones, sin límites.

Jorge notó que el culo de Álex parecía latir desbocado, se abría y se contraía en espasmos involuntarios causados por el dolor de la quemadura; era fácil introducirse en él. Jorge lo hizo muy poco a poco, y colmó a su esclavo de los besos más dulces de los que era capaz. Para Jorge, aquella podría ser la última vez que reclamara un cuerpo como suyo, el último instante en el que el deseo lo atravesara con la misma urgencia con la que la vida misma se aferraba a su carne. Y fue hermoso. Tan hermoso que no había palabras capaces de contenerlo. Por un instante, él y Álex volvieron al recodo de aquel camino de África en el que se conocieron, dejaron de ser cuerpos sometidos a las leyes de la posesión y el dominio, y se transformaron en una sola certeza: la de estar ahí, juntos, en el límite del mundo.

Álex lloraba, pero sus lágrimas no eran de tristeza, sino de un júbilo feroz, de una felicidad consumada que dolía en su intensidad. Y cuando sintió resbalar sobre su cuello el llanto silencioso de su Amo, comprendió que nada más importaba. Que no había dolor ni destino, solo aquel instante absoluto en el que la devoción y el amor se confundían en un solo aliento.

La noche comenzó a disolverse en jirones de luz azul que se tornaron ámbar, luego oro líquido, hasta que el cielo fue incendiado por el gran brasero cotidiano. Jorge y Álex, exhaustos, encontraron refugio en la brisa del amanecer, en el silencio de los primeros rayos de sol que los bañaban como un bautismo tardío.

El joven se sintió viejo, el viejo joven, y en aquel equilibrio imposible encontraron la paz. Se durmieron abrazados, cara a cara, con la piel aún encendida, con la respiración entrelazada, con los labios a un suspiro de distancia. Y en sus sueños, también allí, se amaron.

Kamar no pasó buena noche. Había razones objetivas para su inquietud, pero también sentía las punzadas de una culpa difusa, un peso que no sabía concretar. Así que cuando Lakua llamó a la puerta de su alcoba con las primeras luces del alba, se sintió aliviado de abandonar la vorágine de sus pensamientos.

—Kamar, por favor, póngase en pie. Tenemos que hablar de algo importante. Soy Lakua —anunció con voz firme.

—Voy enseguida —respondió Kamar, con la compostura intacta.

Un instante después, los dos poderosos hacendados se encontraban sentados frente a un pequeño velador, compartiendo el calor del té y el café recién servido. El aire de la mañana se impregnaba del aroma especiado de la nuez moscada, pero también de una tensión sutil, expectante.

—Me ha llegado un mensaje urgente —dijo Lakua, con la calma calculada de quien sabe que va a soltar un golpe certero—. Creo que le interesará.

Kamar asintió. Curiosamente, desde que Lakua había hablado con Jorge en su español natal, parecía haber tomado la costumbre de usarlo cada vez más, como si buscara una forma distinta de articular su dominio sobre la conversación.

—Bueno, hablemos un momento de Benassur —prosiguió Lakua—. Su muerte fue el punto de inflexión que nos ha traído hasta aquí. Si no hubiera ocurrido, no estaríamos ahora sentados juntos.

—Indudablemente —concedió Kamar, observándola con cautela.

—Pero Benassur murió de una insuficiencia cardíaca —afirmó Lakua.

—Todo lo indica, efectivamente. Era anciano y padecía del corazón. ¿Por qué hablar de eso ahora? No es ninguna novedad.

Lakua esbozó una sonrisa enigmática y se inclinó levemente hacia adelante.

—Porque fue asesinado, querido. ¿Te parece poco?

Kamar alzó una ceja con escepticismo.

—¡Qué tontería! No hubo autopsia, pero yo mismo vi el cadáver. Su médico también. Los signos eran claros y certificó que su corazón se paró mientras dormía.

—Ya te he dicho que murió por insuficiencia cardíaca —insistió Lakua—. Asesinado mediante una insuficiencia, para ser más exactos.

Kamar frunció el ceño. No comprendía adónde quería llegar, pero decidió dejarla hablar.

—Esta semana pasada mandé hacer la autopsia. Ya tengo los resultados.

Kamar se tensó.

—¿Has profanado su tumba? —exclamó, indignado.

—Profanar es una palabra horrible… bueno, digamos que exhumé el cadáver, realicé el examen, tomé muestras… No fue sencillo, pero aquí está el informe —dijo Lakua, sacando un papel cuidadosamente doblado de su bolsillo y deslizándolo sobre la mesa.

Kamar lo tomó con recelo. Sus ojos recorrieron las líneas, y su expresión se endureció conforme avanzaba en la lectura.

—Benassur recibió una dosis de betabloqueantes treinta veces superior a la máxima admisible. Él los tomaba como medicación para la arritmia, pero esto… Esto fue un asesinato.

Lakua sonrió con la satisfacción de quien sabe que su golpe ha sido certero.

—Bien, vamos avanzando. Ahora dime, ¿quién haría algo así?

Kamar cerró los ojos un instante. Al abrirlos, su mirada era hermética.

—Tal vez nunca lo sepamos.

Lakua chasqueó la lengua, burlona.

—Vamos, Kamar, pensá un poquito —dijo, con la voz im-pregnada de ironía.

Un leve estremecimiento recorrió la espalda de Kamar.

—¿Me acusas a mí, Lakua? ¿Para despejar mi camino en el Consejo y poder ser hegemón en un futuro, eso crees?

Lakua resopló, fastidiada.

—¡No, boludo! Si pensara que fuiste vos, ya estarías en prisión. ¡Pensá! ¿Quién se beneficiaba con la muerte de Benassur?

Kamar inspiró hondo.

—No tenía herederos… Bueno, sí… El primer extranjero que llegara con un esclavo irrevocable antes de seis meses de su muerte… ¡Jorge!

Lakua negó con la cabeza.

—¡No! Eso lo sabías vos porque tenías el poder legal de abrir su testamento, pero nadie más conocía la información, menos aún ese taradito sádico de Jorge… Dale, podés pensar mejor. ¿A quién creíamos que Benassur iba a dejar su legado?

La sangre abandonó el rostro de Kamar.

—A Yusuf. Pensé que lo adoptaría en su testamento y, por tanto, lo heredaría… ¡Pero no lo hizo!

Lakua se reclinó en su asiento, complacida.

—Exacto. Por lo que sea, no lo hizo. Tal vez intuyó que era un ambicioso, o simplemente ya chocheaba… Pero todos creíamos que Yusuf sería el heredero de Benassur. Imagino que él, más que nadie, lo tenía claro.

La noche de su muerte el viejo cenó acompañado única-mente de Yusuf. Todos los sirvientes declararon que estaba feliz y aparentemente sano, como siempre. Yusuf pudo con toda facilidad suministrarle la sobredosis de fármacos que lo mató: comieron y bebieron en abundancia. Y no termina ahí el asunto. ¿A dónde viajó Yusuf justo antes de la muerte de Benassur?

Kamar no respondió. No conocía la respuesta.

—A Israel —continuó Lakua—. Un viaje de placer, claro. ¿Y qué hizo allá? Me imagino que ofrecerse como agente del Mosad dentro de Ketiris.

Los datos encajaban como piezas de un rompecabezas macabro. Yusuf había viajado, regresado, visitado a Benassur, cenado con él, y a la mañana siguiente, su previsible padre estaba muerto.

—Creyó que pronto sería hacendado, por tanto, miembro del Consejo —murmuró Kamar, sintiendo un frío nuevo recorrerle el cuerpo.

—Y ya había intentado destruir la interferencia —apostilló Lakua—. Te recuerdo que tuvimos un atentado antes de que Jorge llegara. Visto con perspectiva, Yusuf era uno de los muy pocos que conocían la ubicación del centro de interferencia. En su momento ni sospeché de él, la verdad.

—Pero, ¿por qué haría eso? Si Benassur lo adoptaba, tendría dinero, esclavos… ¡Siempre había querido ser elí! Me lo pidió muchas veces y yo lo estaba considerando —insistió Kamar.

Lakua se encogió de hombros con su característica indiferencia.

—Esa respuesta no la tengo. Habrá que preguntarle. Tampoco sé por qué mató al teniente israelí después de esconderlo… porque fue él quien lo metió allí, eso para mí está claro.

El silencio se hizo espeso entre ellos.

—Repasemos los datos. Contamos con muchos indicios, pero ninguna certeza —razonó Kamar—. Contra Yusuf tenemos el hecho de que pudo matar a Benassur, para lo que tuvo ocasión y motivos. Además, viajó a Israel varias veces, la última poco antes de su muerte. También pudo ser el responsable del sabotaje de la interferencia. Contra Jorge, tenemos sobre todo el testimonio del soldado que asegura que el traidor era el dueño de la hacienda. Ambos pudieron introducir al teniente en la casa, pero Yusuf no era hacendado; aunque sospecho que sí hizo creer a los sionistas que estaba en posesión del título o que muy pronto lo estaría.

Lakua quedó un instante en silencio antes de lanzar una pregunta aparentemente casual:

—El teniente llevaba al menos unas horas escondido. Tenía algunas provisiones y su radio sobre una mesita. Parecía un gran militar… ¿no revisasteis si llevaba alguna documentación?

Kamar asintió, cruzando los brazos.

—Oh, sí. Y bastante. Mapas de la costa con horarios de las mareas, un plano detallado de Alfar con los caminos, itinerarios de las patrullas de vigilancia, la ubicación exacta de la salida de emergencia del centro de interferencia destruido... ¿sigo?

Lakua silbó, impresionada.

—Eso también apunta a Yusuf. Dudo mucho que Jorge tuviera acceso a tanto dato, y no imagino cómo se lo habría podido hacer llegar al gobierno de Israel. Pero lo que me interesa es qué información tenían anotada ese hombre y que nos lleve al traidor.

—¿Esperas un nombre en letras grandes? —ironizó Kamar.

—Algo así —admitió Lakua con una sonrisa torva.

—Había unos apuntes con una descripción vaga de la persona que buscaba. No indica la edad, solo consiste en una descripción general en la que caben tanto Jorge como Yusuf. Se menciona que es "gobernador de una zona", lo que indudablemente apunta a un hacendado. Espera, repasémoslos juntos.

Kamar llamó a un asistente y, en pocos minutos, le trajeron los documentos del teniente.

—¿Me permites? —dijo Lakua, alargando la mano.

Kamar le pasó un pequeño paquete de hojas, arrugadas y plegadas, con señales de haber sido consultadas repetidamente.

Lakua las examinó con detenimiento, ajustándose las gafas de cerca. Sus ojos se deslizaron por las palabras con rapidez, hasta que algo captó su atención.

—Kamar, ¿te fijaste en lo que escribió a mano en la hoja de la descripción? Está en alfabeto hebreo…

Kamar hizo un leve gesto de impaciencia.

—Claro, lo notamos enseguida. Yo no sé hebreo, pero pedí que me informaran. Nos dijeron que podría ser un apodo usado entre amigos, no corresponde a ningún nombre propio, ni israelí, ni ketirí, ni español; o puede ser otra cosa: caben mil especulaciones con eso, pero nada útil.

Lakua arqueó una ceja y leyó en voz alta, con soltura:

—"רעמה". Ra’amá.

Kamar ladeó la cabeza, su expresión se endureció apenas un instante.

—Es cierto, usted vivió en Israel antes de venir a Ketiris, ¿no?

—Así es, varios años. Y ciertamente se trata de un apodo. Yo diría que el teniente se lo puso a su hombre en nuestro país —afirmó Lakua, sin apartar la vista del papel.

Kamar frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿Qué significa?

Lakua dejó el documento sobre la mesa con un leve chasquido y lo miró fijamente.

—Literalmente significa "melena". Al final parece que sí nos va a ser útil el dato, ¿no crees, querido? Aunque, por supuesto, no prueba nada; pero para mí es suficiente.

Kamar no dijo nada. Solo bebió un sorbo de su ardiente té con gesto mecánico. Su mente ya jugaba con las piezas que Lakua acababa de colocar sobre el tablero.

Lakua continuó con la misma calma de quien ha cerrado un círculo.

—Hablemos con Yusuf. Interroguemos también al soldado parlanchín y a sus compañeros. Y en cuanto a Jorge… Imagino que estará muerto de miedo. Dejalo libre; si tenés algún reparo, yo asumo la responsabilidad ante el Consejo. No es ningún traidor.

Kamar entrecerró los ojos. Soltar a Jorge era una declaración de guerra.

—¿Lo libero en secreto? —preguntó, tanteando su reacción.

Lakua sonrió apenas, con esa expresión suya que nunca revelaba del todo cuánto sabía.

—No: todo lo contrario. Que lo conozcan todos; y sobre todo que se entere Yusuf. Eso le hará saber que estamos seguros de que él, y no otro, es el traidor.

El aire en la habitación se volvió denso. Kamar se reclinó en su asiento, pensativo. No tenía dudas: aquella jugada obligaría a Yusuf a moverse. Y cuando lo hiciera, no habría escapatoria.

28 - El fin del sueño

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