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29 - Castigo

Escrito por: amomadrid8

4 días

—Está usted libre de toda sospecha. Contamos con usted, como máxima autoridad, para llevar a Yusuf ante la justicia y aplicarle el castigo que corresponda.

Kamar se había presentado de improviso en la alcoba de Jorge. Había llamado a la puerta para darle la oportunidad de arreglarse si lo deseaba, pero este, que esperaba poco menos que la visita de un verdugo, ya estaba preparado. Se había enfundado en la túnica de ceremonia más lujosa que poseía; sus cuatro esclavos le habían ayudado a bañarse, peinarse, perfumarse y vestirse. El sello de la hacienda brillaba en su mano y su casquete semiesférico, blanco y brocado en oro, le confería un porte regio. “Si he de morir, que sea con dignidad y elegancia”, había pensado. Todo resultaba un poco melodramático, pero en aquel momento, la ocasión lo justificaba.

—¿Cómo dice, Kamar? —preguntó atónito, su voz cargada de incredulidad.

—Le pido disculpas por el trato infamante que se le haya podido dar —prosiguió Kamar con una solemnidad poco habitual en él—. Desde este mismo momento, recupera la total libertad de acción y movimientos. Y personalmente, le quedaré muy agradecido si colabora con nuestros esfuerzos para restablecer el orden y la justicia en el país. Todo lo que en algún momento podíamos haber sospechado de usted era totalmente infundado. El culpable es Yusuf, y soy consciente de que fui yo quien prácticamente se lo impuso como empleado de confianza. Por ello, le pido mis más sinceras disculpas.

Se produjo un silencio denso, casi absoluto. Jorge permanecía inmóvil, sus pensamientos atrapados en un torbellino de confusión. Había pasado de la condena inminente a una inesperada absolución. Solo el leve susurro de Álex rompía la quietud, traduciendo la conversación a los otros tres esclavos. Estos apenas podían contener la alegría, pero se mantenían en su sitio, conscientes de que aquel instante requería prudencia. Aun así, en sus ojos brillaba la certeza de que su destino, como el de su amo, acababa de cambiar para siempre.

—Entiendo que hablo contra mis propios intereses, pero con sinceridad no creo que Yusuf sea un traidor. Y olvida usted que fue quien capturó precisamente al jefe del comando invasor.

Kamar suspiró, casi con indulgencia.

—Sus palabras le honran, Jorge —admitió—. Pero Yusuf no capturó al teniente: lo mató, que no es lo mismo.

—Más a su favor, ¿no?

—No, no es tan simple el asunto. No tenemos todas las respuestas, pero sí la convicción absoluta de su culpabilidad.

En ese momento, un soldado se acercó a Kamar con pasos apresurados y le entregó una pequeña nota. Kamar la leyó en silencio, y cuando levantó la vista, una sombra de certeza endurecía su expresión.

—¿Ve, Jorge? Yusuf se ha escapado, ya no está aquí. Sin duda lo ha hecho en cuanto ha sabido que usted había sido exonerado de toda culpa. Pero lo capturaremos, no tiene huida posible. ¿Cuento con su permiso para perseguirlo y capturarlo?

Jorge levantó ambas cejas, aún procesando el vuelco de los acontecimientos.

—Desde luego; pero pensé que usted, como ujier de Justicia, no lo necesitaría para algo así.

Kamar sonrió apenas, con esa frialdad propia de quien entiende las reglas mejor que nadie.

—Se equivoca, señor Tharakos. En su hacienda, ni yo mismo, ni siquiera el hegemón, podemos dar un paso legal sin su autorización: el hacendado lo es todo.

Jorge asintió despacio, sintiendo con satisfacción el peso real de su título.

—Entonces cuenta con ella, desde luego. Pero dígame, cuando Yusuf sea capturado, ¿qué pasará con él? ¿Será condenado a muerte?

Kamar se tomó un instante antes de responder, dejando que la pausa cargara de significado sus palabras.

—Supongo que en muchos países eso sería lo más probable. Pero en Ketiris no tenemos pena de muerte para nuestros ciudadanos —dijo con una calma casi desafiante—. La pena capital solo se puede aplicar a extranjeros.

Jorge entrecerró los ojos, intentando descifrar las implicaciones.

—¿Quiere decir que aunque yo hubiera sido culpable de traición no me habrían ajusticiado?

—Exactamente, Jorge; ni siquiera podríamos haberle desposeído de sus bienes. Tenemos un alto nivel de garantías personales. Habría ido a prisión, sin duda, y perdido la mayor parte de sus privilegios; pero no la vida.

Jorge exhaló despacio. Si hubiera sabido todo esto el día anterior se habría ahorrado muchísimo dolor; pero haber llegado hasta el límite también había fraguado su carácter de un modo único. Más que nunca sabía lo que quería y estaba decidido a todo para conseguirlo. Se despidió de Kamar y se encerró con sus cuatro esclavos. No salió hasta la hora de comer, y cuando lo hizo estaba exhausto pero también relajado.

Sus cuatro esclavos habían recibido sus besos y sus azotes.

Tres de ellos le metieron la lengua dentro del culo.

Dos de ellos disfrutaron su leche.

Uno de ellos pudo guardar el esperma en el culo; era Álex.

Jorge encargó a uno de los mayordomos que alimentara y aseara a los esclavos y los dejara listos para más tarde. Estaba aún dándole instrucciones cuando un mensajero le entregó una nota. Por un instante, sintió un destello de esperanza: quizá le informaban de la captura de Yusuf. Pero al desplegar el mensaje, encontró otra realidad. Era de Kamar.

"Ruego su presencia en la escuela de obediencia para proceder al interrogatorio y destino de los tres terroristas detenidos."

Se informó sobre la ubicación del edificio y se dirigió allí, guiado por uno de los pajes. En la entrada, la guardia le rindió honores. El comandante lo saludó con una deferencia exagerada, probablemente temiendo que Jorge estuviera resentido con él. No lo estaba; ni siquiera sabía que aquel hombre había asumido erróneamente que era un traidor.

Dentro, la atmósfera era sofocante. En la nave central dos hombres desnudos colgaban inertes de una viga. Kamar conversaba con varios soldados. En un rincón, un joven moreno de complexión atlética, vestido solo con calzoncillos, permanecía esposado a un sillón metálico; su expresión era una mezcla de tensión y algo más difícil de definir.

Kamar se giró hacia él.

—Estos son los tres israelíes capturados —dijo, con el tono de quien recita un informe—. Bueno, en realidad, los dos que están en la viga lo son. El del sillón es palestino. Ocultó su identidad, pero el soma ha hecho que retome su odio al estado judío. Ahora es nuestro informante.

Jorge observó al joven con cautela.

—¿Colabora? ¿Podemos fiarnos?

Kamar asintió con gesto calculador.

—No hay certezas absolutas, pero yo diría que sí. Y sabe que no soy alguien que confíe fácilmente. Su odio es genuino; quiere infligir todo el daño posible al país que arrasó a su gente.

—¿Y los otros dos?

Kamar se encogió de hombros con la calma de quien contempla un tablero cuyas piezas aún pueden moverse a su favor.

—No han hablado. Con el método adecuado, lo harán. Pero llevará semanas.

Jorge desvió la mirada hacia los cuerpos suspendidos en la viga. La penumbra acentuaba los contornos rígidos de su derrota.

—¿Y qué espera averiguar de ellos?

—En realidad, nada sustancial. Sabemos que son un destacamento militar israelí, enviados para desmantelar nuestro sistema de interferencia. Han fracasado. Su jefe era el teniente abatido y ni siquiera él conocía en persona al traidor que les proporcionaba información. Es improbable que supiera si había otros cómplices. Mucho menos el resto de su equipo.

—Entonces, ¿por qué empeñarse en interrogarlos? —inquirió Jorge.

La pregunta flotó en el aire, sin encontrar resistencia. Finalmente, Kamar rompió el silencio.

—Creo que tiene razón. Tampoco el palestino, el muchacho que ahora colabora con nosotros, conoce los detalles. Solo seguía órdenes; lo que ha contado carece de interés. Nos reveló que el teniente se ocultaba en la casa principal y que mencionó al gobernador de la zona como su contacto; nada más.

Jorge meditó un instante.

—Lo mejor será someterlos a juicio. Al ser extranjeros, imagino que pedirán para ellos la pena de muerte.

Kamar lo observó con expresión inescrutable.

—Lo más probable. De hecho, usted mismo puede decretarla en este momento y aplicarla de inmediato.

Jorge frunció el ceño.

—¿Cómo?

—Todos sus crímenes han sido cometidos en su hacienda. Y aquí, el poder máximo lo encarna usted; es perfectamente legal que los juzgue y dicte sentencia: así evitaría al Estado ketirí una molestia innecesaria. El modo de enjuiciarlos depende por completo de su voluntad, así como la sentencia e incluso el modo y momento de aplicarla.

Jorge exhaló con lentitud.

—No me agrada la idea de ejecutarlos. Pero tampoco serviría retenerlos indefinidamente.

Kamar lo miró con la paciencia de quien ya conoce la respuesta.

—Ketiris no tiene cárceles —dijo, como si estuviera recordándole un principio básico de la naturaleza—. Cuando es necesario castigar lo hacemos de otros modos.

—Me gustaría entonces aplicarles un castigo ejemplar; pero no sé si sería factible.

—Dígame en qué ha pensado y veremos lo que se puede hacer —contestó Kamar con una leve sonrisa.

—Ya me explicó que el soma no ha tenido efecto en ellos, y por tanto no se pueden convertir en esclavos.

—Efectivamente, es imposible.

—Pero sí podemos obligarlos a llevar una vida de esclavos, de castigos y esfuerzo físico.

—Por supuesto; de hecho en caso de crímenes muy graves es a lo que se recurre. En el caso de un ciudadano esta pena puede ser de hasta cinco años… aunque normalmente nadie sobrevive más de un año en condiciones de esclavo bruto. En este caso al tratarse de extranjeros no hay un límite establecido.

—También he visto que se puede aplicar la castración, suprimir el pene y los testículos.

—Algunos elís hacen que sus esclavos sean privados de sus genitales, sí; mediante operación quedan solo con un orificio que les permite orinar. Es curioso que me hable a mí de la castración, porque soy muy partidario de ella; se la aplico a cualquiera de mis esclavos que tenga el pene o los testículos mayores que los míos… y no son grandes; así que la mayoría de mis esclavos están castrados —rio Kamar con gusto.

Jorge cayó en la cuenta de que era la primera vez que Kamar mencionaba el hecho de que tenía esclavos, y se preguntó qué tipo de amo sería.

—Hagamos entonces todo esto: reducción a esclavitud forzada, sin soma, y castración. Pero me gustaría también algo más: una violación en toda regla. Que se los follen mis brutos, ¿qué opina, Kamar?

—Me parece un castigo soberbio; se estudiará en nuestras escuelas de derecho, sin duda.

—Que los reanimen y los traigan aquí. Quiero que les expliquen lo que les va a pasar.

—Muy bien, enseguida lo haremos; voy a buscar un traductor de hebreo —aseguró Kamar.

—Por favor, que vengan también los brutos que haya en mi casa grande; esa parte del castigo la van a sentir ahora mismo.

—Diré que los traigan, por supuesto. Y en cuanto al palestino, ¿qué haremos con él?

—Cierto, también es parte del comando, aunque su gesto ayudándonos tendremos que considerarlo también. De momento que esté presente en el castigo de sus dos compañeros, luego ya veremos.

Poco después, siguiendo las estrictas órdenes de Jorge, los dos soldados israelíes fueron liberados de sus cadenas. Un médico, de manos rápidas y precisas, se acercó a ellos, inyectándoles adrenalina y otras sustancias que les devolvieron lentamente la consciencia. A medida que recuperaban el aliento, les ofrecieron agua fresca y abundante comida que al principio tomaron con cautela, pero pronto el hambre reprimida se desbordó, y se alimentaron con un frenesí no contenido.

Cuando Jorge regresó al lugar donde se encontraban los prisioneros, tras un breve descanso para comer y una tarde impregnada con el aroma del té y las pastas —una costumbre que había abrazado con un entusiasmo casi inocente—, observó el descampado junto a la entrada; allí estaban sus hombres, sus brutos, los que le servían sin cuestionar, ya sea en la litera, la carreta o el barco. Casi podía distinguir a los dieciséis, alineados y sumidos en su espera silenciosa. Se acercó a ellos, tomándose un mo-mento para acariciar sus cuerpos, como si con ese gesto pudiera sellar más aún su dominio sobre ellos. Entre ellos, su mirada se detuvo en el que había sido su objeto de deseo en aquel último encuentro, el que, marcado por el poder de su voluntad, llevaba en su piel el sello indeleble de la hacienda de su dueño.

Al entrar, Jorge vio que habían improvisado un estrado sobre el que se alzaban un par de imponentes sillones, tronos improvisados en aquel teatro de dominación. Frente a ellos, pero fuera de la tarima, un banco de madera corrido esperaba a los prisioneros, testigos y víctimas de su propio destino.

Kamar se había ausentado durante el día, pero regresó cuando el sol comenzaba su lento descenso hacia el horizonte.

—Seguimos sin noticias de Yusuf —anunció en cuanto llegó, su voz serena pero firme—. Sin embargo, no tardaremos en atraparlo. Disculpe la demora, veo que me esperaba.

—Así es, Kamar —asintió Jorge—, pero no tiene por qué disculparse. Ahora que está aquí, podemos comenzar.

El calor persistía, espeso y pegajoso como una segunda piel. El aire parecía inmóvil, atrapado en una quietud asfixiante.

Los dos prisioneros, aún desnudos, habían recuperado parte de su vigor gracias a la comida y los cuidados médicos, pero sus cuerpos seguían marcados por las huellas del látigo. En sus espaldas, líneas enrojecidas hablaban del tormento sufrido, y en sus muñecas, atrapadas en grilletes de hierro, las cadenas tintineaban con cada mínimo movimiento. Más que el dolor físico, era el desconcierto lo que los consumía: de la brutalidad del interrogatorio habían pasado a la extraña clemencia de la asistencia médica y la comida, solo para encontrarse de nuevo sometidos al yugo de los grilletes.

Kamar y Jorge ocuparon los sillones. Los prisioneros fueron conducidos hasta el banco de madera. Alrededor de la sala, además del intérprete, se hallaban el comandante de la hacienda y varios de sus hombres. No lejos de ellos, aunque esposado y bajo vigilancia, el prisionero palestino gozaba de cierta libertad de movimientos.

Jorge se acomodó en su asiento y habló con la calma implacable de quien ya ha decidido el destino de los demás:

—Soy Jorge Tharakos, señor de la hacienda en la que nos encontramos. Habéis sido capturados con documentos y pertrechos que prueban vuestra responsabilidad en el sabotaje de una de nuestras instalaciones de protección. Debo anunciaros tres cosas.

La traducción cayó como un mazazo. Los dos judíos en el banco parpadearon, desconcertados, y el prisionero palestino inclinó la cabeza, como sopesando la información.

—La primera —continuó Jorge— es que vuestra acción, aunque ha destruido algunos de nuestros dispositivos, no ha dañado el sistema de seguridad. En ningún momento hemos dejado de estar protegidos.

Un visible estupor recorrió a los prisioneros. Durante ho-ras, tal vez días, se habían aferrado a la idea de que su misión había causado un golpe certero. Ahora, aquel hombre frente a ellos les arrebataba su única certeza.

—El segundo anuncio —prosiguió Jorge— se refiere a vuestro jefe, que se escondía en mi casa. Gracias a la información proporcionada por vuestro compañero, aquí presente, fue descubierto. Murió en el enfrentamiento. En este momento, os harán llegar la prueba.

Un estremecimiento los sacudió cuando recibieron la fotografía. Jorge había ordenado que capturaran la imagen del cadáver del teniente, un recordatorio macabro de su derrota. La contemplaron con el silencio de quienes entienden, en un solo golpe, la profundidad de su fracaso.

Ninguna ayuda llegaría. Ni su ejército ni su superior po-dían ya protegerlos. Por primera vez, la certeza de su absoluta soledad los envolvió como un manto frío.

—El tercer anuncio es que el traidor que os ayudaba desde nuestro país ha sido descubierto y muy pronto será capturado; es innecesario deciros, claro está, que no era yo.

Los dos soldados tenían el gesto de quienes han perdido toda esperanza y se encuentran frente al inminente trance de morir; en cierto modo esa certeza de su muerte inminente les hacía reaccionar con valentía, casi desafiantes; Jorge lo comprendió de inmediato porque él mismo se había visto en una situación similar pocas horas antes. Pero, no: su muerte no era inminente, y también eso se lo tenía que decir.

—Vuestro crimen merece un castigo ejemplar; pero ya os anuncio que no consistirá en la pena de muerte.

Hizo una pausa para que lo pudieran comprender, y comprobó que de nuevo el miedo y la zozobra se pintaban en sus rostros. “Qué curioso, si están seguros de morir resultan mucho más valientes que si albergan esperanzas”, pensó Jorge.

—Trabajaréis en nuestras minas por el resto de vuestra vida, sin posibilidad de apelación ni cambio en la condena. Previamente se os someterá a una extirpación quirúrgica de vuestros genitales.

Sus rostros cambiaron a medida que el traductor les hacía comprender las palabras de Jorge, y pasaron de la indignación al miedo más terrible. Pero aún había más.

—Dado que vais a perder vuestra capacidad sexual de modo inminente, se os concede una última noche de placer, durante la cual seréis enculados por animales de tiro.

Sin duda pensaron en caballos, lo que habría equivalido a una sentencia de muerte, así que cuando vieron entrar a los brutos de Jorge se sintieron aliviados.

El local, la “escuela de educación” disponía de condiciones perfectas para inmovilizarlos. Sus pies se anclaron en fuertes argollas que estaban separadas por un metro de distancia; sus cuellos se sujetaron a aros colgados del techo, y las cadenas de ambas muñecas se fijaron para que los brazos quedaran en cruz y en máxima tensión. La disposición de estos cinco anclajes era tal que la postura resultante, no incómoda sino dolorosa, les obligaba a mantener la espalda doblada y el pecho paralelo al suelo, así que la cabeza a los pocos segundos se doblaba y colgaba fláccida. Además estaban rígidamente tirantes; iban a pasar así toda la noche, como había anunciado Jorge, y llegó un momento en el que el entumecimiento era tal que dejaron de sentir los golpes o cualquier otro estímulo; de hecho perdieron el conocimiento a menudo, aunque fueron estimulados por los médicos para que lo recobraran.

Ninguno de los brutos de Jorge había copulado jamás con nadie, pues llevaban restrictores de pene desde la preadolescencia y se les ordeñaba mecánicamente cada semana; la excepción era el bruto que Jorge marcó con un hierro al rojo, pero solo había sido usado como pasivo. Ahora se les ordenó que encularan a esos dos hombres que tenían delante de modo continuo durante toda la noche, sin matarlos pero con la autorización de ser todo lo violentos que quisieran.

Jorge no confiaba mucho en el desempeño de sus esclavos para esta tarea, así que mandó que también asistieran cuatro vilicus; en total por tanto veinte animales se aprestaron a encular a los dos judíos.

Una vez desacopladas las jaulas genitales de todos ellos dos de los vilicus se aprestaron a iniciar su tarea; uno lucía un gran pene, el otro mostraba unos atributos moderados. Tal y como Jorge había supuesto ellos sí habían recibido formación específica para usar sus miembros de modo punitivo; los brutos observaban y algunos empezaban a tocarse los testículos y el pene, algo que les resultaba vedado en condiciones normales y que tal vez no volverían a hacer en el resto de su vida.

La audiencia no pudo menos que reírse cuando los dos soldados gritaron al sentir cómo un pene se clavaba en su culo. Los vilicus por supuesto follaban sin ninguna clase de lubricante, y el efecto era que las víctimas estaban seguras de que sería imposible para su esfínter dejar pasar algo tan duro y tan grueso; instintivamente se resistieron a ello tensando este músculo. El resultado fue una penetración mucho más dolorosa que si hubieran optado por relajarse.

Tras unos minutos de violación forzada y casi a la vez ambos vilicus eyacularon en el interior de los dos militares quienes, fanáticos creyentes de su religión, vivieron ese momento como el de un oprobio insoportable que les convertía en abominaciones impuras: no podían concebir mayor indignidad. De inmediato los otros dos vilicus tomaron el relevo y no les concedieron ni un segundo de descanso a sus víctimas, tal y como se había ordenado que ocurriera con ellos durante las horas que vendrían. Las pollas de los vilicus que habían hecho las penetraciones primeras estaban manchadas de mierda, esperma y sangre, y un olor nada agradable empezó a inundar el barracón. Jorge se dispuso a marcharse, encargando con severidad que los veinte brutos penetraran ambos culos sin conceder descanso. Algunos de los esclavos de tiro ya tenían el pene en erección e incluso lubricado, pero se les explicó tajan-temente que no podían tocarse por placer, ni verter su esperma fuera de los culos de los condenados. Todos resultaban ser absolutamente novatos en cuestiones sexuales, salvo naturalmente el que llevaba el sello de Jorge en la nalga, ya que había sido penetrado por él.

Jorge se disponía a salir por la puerta cuando se le acercó el intérprete.

—Elí, el palestino desea hacerle una petición.

—¿De qué se trata? —pregunto Jorge con extrañeza.

—Solicita que se le permita penetrar a sus dos compañeros, elí.

Esto resultaba sumamente interesante e incluso excitante para el hacendado, que no solo accedió de buen grado sino que regresó a su sitio para ver cómo lo realizaba. Recordaba que cuando este chico escuchó que el resto de su comando no iba a ser condenado a muerte su cara expresó inequívoca decepción, aunque lo que vino a continuación le devolvió la sonrisa.

El chico se despojó de la única prenda que vestía y se aprestó a masajear su pene enérgicamente; era de buen tamaño, grueso, y se curvaba hacia un lado; Jorge se fijó en que también carecía de prepucio. En cuanto uno de los vilicus terminó, que resultó ser el que castigaba al sargento, el palestino tomó el relevo y se lo clavó de golpe, pero con buen cuidado de gritarle unas palabras a su antiguo superior; el sargento supo de inmediato quién le estaba enculando, e intentaba sin éxito voltear la cabeza; ambos se enzarzaron en una discusión cruzada e intraducible, a gritos desaforados. Mientras tanto el palestino follaba con una velocidad increíble, con ritmo frenético metía y sacaba su pene, cuidando sobre todo de introducirlo hasta el fondo, su culo musculoso se contraía a gran velocidad, era una verdadera máquina, una exhibición sexual. Aguantó el ritmo unos diez minutos que parecieron eternos: literalmente le estaba destrozando el culo al suboficial judío, que no dejaba de gritar de dolor y humillación, completamente congestionado. Finalmente se corrió, y su leche salió a borbotones en cuanto sacó el pene de su sitio; pero no solamente la corrida no le hizo bajar la erección, como habría sido normal, sino que de inmediato se aprestó a penetrar el culo del otro soldado, que acaba de quedarse libre tras acabar el vilicus su faena. Nuevamente el palestino gritó una especie de saludo a su antiguo compañero, quien igualmente echaba espuma por la boca y rabiaba a gritos; y también otra vez el culo del muchacho empezó a bombear a toda velocidad, clavando su miembro hasta el fondo y llevándolo hacia detrás, una y otra vez, docenas: cientos de veces; la fuerza y sobre todo la veloci-dad de su follada era casi inhumana. Mientras tanto uno de los brutos había colocado su pene dentro del culo del sargento y mitad por instinto mitad por imitación fue penetrándolo con violencia atroz.

Cuando el chico palestino se corrió por segunda vez otro bruto tomó su lugar, y Jorge, viendo que todo transcurría según sus designios, decidió volver a casa, no sin antes reiterar muy seriamente al comandante las instrucciones para que tomara medidas que evitaran no solo la muerte de ambos soldados condenados, sino también que perdieran el sentido y por tanto dejaran de sufrir su castigo.

A la mañana siguiente Jorge regresó al local de castigo, y comprobó satisfecho que sus brutos seguían metiendo los penes en los dos culos, sanguinolentos y malolientes, y que los soldados seguían vivos y conscientes. Mandó parar, y los médicos se llevaron a los condenados al hospital de la hacienda, donde se les practicaron auxilios quirúrgicos para contener los enormes daños causados por más de doce horas de violaciones ininterrumpidas, y se les sometió a reconstrucción genital absoluta. Apenas una semana después fueron incorporados a la cantera de ketirita, aunque su sistema digestivo estaba tan dañado que durante más de un mes tuvieron que recibir alimentación parenteral.

El castigo estaba cumplido.

29 - Castigo

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