Escrito por: Latexnegro
871 palabras
Vale, esto te lo tengo que contar porque fue surrealista.
Eran como las cinco y pico de la mañana. Volvía de fiesta, muerto/a, con las piernas medio temblando, el pelo hecho un desastre y solo pensando en meterme en la cama y desaparecer del mundo. Y claro… cuando llego a casa, meto la mano en el bolsillo y nada. Las llaves. Las malditas llaves no estaban. Me las había dejado dentro.
Y para colmo, mis padres estaban de vacaciones, fuera de la ciudad. O sea, literalmente no había nadie que me pudiera abrir. Me quedé en el portal, medio borracho/a, medio en shock, sentado/a en las escaleras, mirando la puerta como si fuera a abrirse sola.
Después de estar como veinte minutos ahí tirado/a, sin batería en el móvil y ya casi con ganas de llorar, aparece mi vecino: Jonathan.
Él vive en el piso de arriba. Siempre nos habíamos cruzado con un “hola” o “qué tal”, poco más. Pero es de esos tíos que imponen solo con existir. Grandote, tatuado hasta el cuello, con cara de pocos amigos . Rollo motero malo de serie americana. El tenia 28 en ese momento yo 19, te juro que al principio me daba hasta miedo. Pero, no sé… siempre me había llamado la atención. Tiene esa cosa de tío que no sabes si te va a proteger o a destrozarte la vida. O ambas.
Me vio ahí tirado/a y frenó en seco.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, con voz grave, de esas que suenan como si tuvieran eco.
—Me dejé las llaves… y no tengo cómo entrar.
—¿Y piensas dormir en el suelo o qué?
—No sé, me estoy planteando fusionarme con las baldosas.
Se me quedó mirando dos segundos.
—Venga, sube a casa. No jodas.
Lo dijo así, sin más. No era una invitación, era una orden. Le seguí. No sé por qué, pero le seguí.
Su casa olía a incienso mezclado con tabaco. Oscura, con todo muy en su sitio, pero con ese aire de “vivo solo y me da igual todo”.
Me miró de arriba abajo.
—¿Quieres ducharte? Se te nota la noche —me soltó.
—¿Tanto?
—Sí. Estás sudado/a y con cara de club.
Solté una risa tonta, pero acepté. La verdad, lo necesitaba. Me metí en la ducha y cuando salí, envuelto/a solo en su camiseta —porque claro, no tenía ropa ni toalla— abrí la puerta un poco para pedir algo.
Y él ya estaba ahí.
Me extendió la toalla sin hablar, pero cuando fui a cogerla, no me la dio directamente. Me la colocó él. Suave, pero firme. Tocándome los hombros, el cuello. Sin decir nada. Y yo, tragando saliva, en silencio.
Nos sentamos en el sofá. Yo con su camiseta que me quedaba como un vestido, él sin camiseta, piernas abiertas, medio tirado. Me preguntaba cosas. Todo muy casual, pero con ese tonito suyo, como si todo lo que dijera tuviera doble sentido.
—¿Tú siempre tan tranquilito/a? —me dijo en un momento.
—Depende del día.
—Hoy estás muy ...
En casa de mi vecino
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