En los confines de la exploración BDSM, donde las sombras danzan y los límites se difuminan, emerge una práctica velada, susurrada entre iniciados: el Fuego de Vulcano. Consiste en una caricia incandescente, un roce fugaz de unas gotas sobre el umbral prohibido, el borde mismo del ano.
Diversos elixires se ofrecen al juego: la frescura punzante de la colonia, el ácido despertar del jugo de limón. Para aquellos que en el dolor encuentran un éxtasis singular, se aventura incluso con la llama domesticada de sustancias alimentarias picantes, como el ardiente rubor del tabasco.
Es menester reconocer que este rito exige una danza precisa entre la experiencia del Dominante y la entrega confiada del sumiso. Un territorio donde la cautela es brújula y la comunicación, el mapa. Con el devenir del tiempo, paradójicamente, la incandescencia inicial puede metamorfosearse en un placer singular para el alma masoquista, como si el fuego, tras danzar sobre la piel, se retirara dejando tras de sí una estela de sensaciones inefables.