Escrito por: amotael
647 palabras
¿Cómo pudo el destino urdir tan cruel paradoja, arrebatándome de la órbita de mi Señor?
La hora convenida pendía en el aire, un límite intangible que él, con su escrupulosa puntualidad, no osaría transgredir. Las seis, ni un instante antes, ni un suspiro después. Así lo había dictado su voz, y así, como la aguja imantada a su norte, él se presentaría.
La puerta, muda testigo de incontables encuentros, ofrecía su fauce oscura. Sabía el ritual, la desnudez impuesta, la peregrinación silenciosa hasta el salón, santuario de su servidumbre. Allí aguardaría, postrado en la genuflexión prescrita, la aparición de aquel astro cuya luz llevaba días sin iluminar su existencia. Una sombra de duda, punzante como una espina, llegó a insinuarse: ¿acaso otro sol había eclipsado su firmamento?
Pero una falta, un desliz imperdonable, debía haber empañado sus ojos, para merecer este desdén incomprensible, esta gélida indiferencia que lo sumía en una zozobra de olas crecientes. Este silencio era un látigo más cruel que los azotes que su Amo, en otras ocasiones, había descargado sobre su carne.
Un rumor de pasos quebró el silencio denso. El corazón latió con la esperanza de un reencuentro. Bajó la mirada, plegándose a la disciplina, pero en la fragua de su interior, una rebeldía incandescente clamaba por romper las cadenas del protocolo, por lanzarse a sus brazos, por sentir la calidez de su cuerpo fundiéndose con el suyo. Las consecuencias se desdibujaban ante la urgencia de su anhelo, solo la proximidad de su Amo era la brújula de su deseo.
Pero la voz que resonó en el umbral era un eco desconocido. Alzó los ojos, encontrándose con la figura hirsuta de un hombre, la barba áspera como maleza, el rostro cincelado por la rudeza. Una bofetada, seca y brutal, le azotó la mejilla.
—Me dijeron que eras obediente, que seguías el protocolo que tu Amo me indicó. Pero veo en ti la marca de una desobediencia impúdica.
—No, Señor —balbuceó, la garganta anudada por la sorpresa y el temor.
Otra bofetada, más violenta que la anterior, truncó su súplica.
—No era una pregunta, imbécil.
La confusión lo envolvía como una niebla espesa. Su Amo no aparecía, y este intruso lo reclamaba como si fuera un objeto, una posesión. La inquietud se retorcía en su pecho, exigiendo respuestas, desvelando el paradero de su Señor, la razón de este desconcertante cambio de rumbo.
—Tu Amo ha querido darte una lección —espetó el extraño, su voz áspera como piedra—. El otro día, en el bar, tus ojos danzaban con demasiada insistencia sobre el camarero. Él vio en esas miradas la semilla de una traición, el deseo de ser deseado por otros. Por eso, si anhelabas ser una… —la palabra, cruda y denigrante, laceró el aire—, me ha permitido usarte, para que sientas en tu propia carne lo que significa ser objeto de otros, lejos de su dominio. Puta zorra.
Su co...
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