No golpeé. No saludé. No dije nada.
Solo empujé la puerta y crucé el umbral como quien entra a su ejecución… o a su destino.

Y ahí estaba él.
Sentado. En su sillón de cuero viejo.
Las piernas abiertas, la bragueta desabrochada, el puro encendido, la barriga desnuda, el pecho cubierto de sudor y vello.
Y esa mirada.
Esa mirada que no pide. Que exige.

No me habló. No me preguntó si quería. No se levantó.
Solo alzó la barbilla y soltó:

— Cierra. Y ven.

Su voz no era fuerte. No hacía falta. Sonaba como hierro viejo. Como si llevara años sabiendo que algún día yo estaría ahí, de pie, temblando.

Cerré. Caminé. Me ardían las mejillas. Me picaban los ojos por el humo.
Cada paso hacia él era un paso fuera de mí mismo.

Me detuve.
Y sin mirarme, dijo:

Fuera todo. Ya sabes lo que eres. Hoy no vengo a convencerte. Hoy vengo a usarte.

Mis dedos temblaban cuando me quité la camiseta.
Cuando solté el cinturón, sentí cómo mi orgullo se deshacía con cada clic metálico.
Me desnudé. Me ofrecí.
Y ni siquiera me había tocado.

— Boca. Aquí. Ahora. Sin manos. Sin mirarme. Traga lo que te dé. Y calla.

Me arrodillé.
Y su polla estaba ahí. Pesada. Sudada. Palpitante.
Tenía el sabor agrio de un cuerpo que no se lava para marcar territorio.

La cogí con la boca.
Y él fumaba.
Fumaba como si nada. Como si mi lengua fuera parte del sillón.
Me empujó despacio, pero profundo.
Me ahogué. Tosí.
No paró.

— No te apartes. Si quieres aire, gánatelo.

Y seguí.
Con los ojos llorosos.
Con la garganta abierta.
Con el alma encogida.
Él me agarraba del cráneo como quien sostiene una copa cara.
No con violencia. Con propiedad.

— Ahora escucha. No eres hombre. No eres nombre. No eres nadie. Solo un cuerpo útil. Una puta de boca caliente. Y mía. Solo mía.

Y lo creí.
Porque era verdad.

Y cuando se vino...
No gimió. No suspiró.
Solo dijo:

— Traga. Y que no quede una gota.

El semen me quemó. Me hizo toser.
Pero tragué. Todo.
Me chorreo por la comisura.
Lo limpié con la lengua.
No por gusto. Por reflejo.

Y él, mientras tanto, fumaba.
Cada calada caía sobre mi frente, sobre mi cara manchada.
Su olor lo llenaba todo.

— Mírate. Mira lo que eres.

Me señaló el espejo.
Y allí estaba yo: de rodillas, sucio, con la boca abierta, sin ropa, sin nombre.

— Levántate. No quiero que hables. Solo vete. Y recuerda esto: ya no eres libre. Si no vuelves... no existes.

Me vestí sin pensar. Sin sentir.
No me despedí. No me atreví.
Salí por la misma puerta que cerré.
Pero algo se quedó ahí dentro.