Escrito por: tuesclavo25
755 palabras
La televisión parpadeaba sin sonido. En el sillón, Mario sostenía un vaso de whisky con los dedos temblorosos. Llevaba la camiseta sucia, el cuello ennegrecido de sudor. Detrás de él, Andrés lo miraba como a un trozo de carne colgando del gancho. No hacía falta hablar. Se acercó y le arrancó el vaso de la mano. Después lo dobló sobre el sofá. Sin permiso. Sin palabras.
Mario abrió las piernas con la resignación de quien ya no espera ternura. Andrés lo escupió, lo abrió con rabia, y lo penetró de golpe. Cada embestida era un golpe contra su pasado, su hombría rota, su deseo escondido en vergüenza. Gritó, pero no pidió que se detuviera. Cuando lo llenó hasta el fondo, lo dejó ahí, goteando sobre la tela manchada, y le dijo con voz grave:
—Límpialo con la lengua.
Mario obedeció.
Muy lejos de allí, Samir se postraba de rodillas frente al jeque Karim, envuelto en túnicas blancas. El salón era amplio, cubierto de alfombras orientales, con columnas talladas y luz dorada filtrándose por celosías. La voz del jeque era un trueno suave:
—Hoy dejarás de ser hombre. Serás mío. Solo mío.
Samir bajó la mirada. El jeque abrió su túnica. Su verga, gruesa y aceitosa, apuntaba como un arma sagrada. Samir la tomó con los labios, temblando. El jeque lo sujetó de la nuca, marcando el ritmo. Después, lo tumbó en la alfombra y lo penetró sin preámbulo, recitando versos sagrados. Samir se aferró al suelo, llorando, jadeando, siendo abierto. El jeque acabó dentro, lo orinó encima y susurró:
—Ahora estás limpio. El mundo fuera de ti ha muerto.
En una torre de cristal, Joaquín se sentó nervioso frente a Hugo, un hombre enorme, de pecho peludo y mirada asesina. Lo observó con la copa de whisky en la mano.
—Desnúdate —ordenó.
Joaquín obedeció. Hugo se levantó, lo empujó al suelo y lo penetró con fuerza, con brutalidad. El joven gritó, pero no se resistió. Hugo lo tomó como un animal, sujetándole las caderas, azotándole las mejillas, escupiéndole en la boca. Lo hizo tragarle el semen, le dejó el ano abierto, húmedo. Antes de irse, le susurró:
—La próxima vez vendrá otro. Tú solo mirarás.
En una cabaña de leña, Tomás se abrazaba a Ulises, un hombre de barba blanca y mirada de acero. La chimenea iluminaba los músculos aún firmes de ese cuerpo mayor. Ulises le acarició el rostro con ternura, luego lo empujó contra la pared.
—No eres mi invitado. Eres mi juguete.
Le ató las muñecas, lo azotó, lo penetró hasta que Tomás gimió como un niño castigado. Le ordenó lamerle los pies, tragarse su semen, limpiarle el sudor del pecho. Y antes de dormir, le dijo al oído:
—Mañana vendrán más. Verás lo que es servir a todos.
Esa mañana, en un sótano oculto bajo Madrid, los cuatro fueron convocados. No sabían có...
Cuerpos en cruce.
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